25/03/2024
Empieza a leer 'De nuestros hermanos heridos' de Joseph Andras

 

Iveton sigue siendo un nombre maldito. [...]
Cabe preguntarse cómo pudo Mitterrand
aceptar algo así. Las dos o tres veces que
pronuncié el nombre [de Iveton] en su presencia,
vi que le provocaba un terrible malestar, que se
sublimaba en eructos. [...] Chocamos aquí con
la razón de Estado.
B. STORA y F. MALYE,
François Mitterrand et la guerre d’Algérie 

 

No esta lluvia orgullosa y franca, no. Una lluvia mezquina. Una pizca de lluvia desganada. Fernand espera a dos o tres metros del firme de la carretera, resguardado bajo un cedro. A la una y media de la tarde, le habían dicho. Faltan cuatro minutos. Era a la una y media, seguro. Insoportable, esta lluvia furtiva, sin la bravura de un buen chaparrón, de un aguacero de verdad, lo justo para mojarle a uno la nunca con un par de gotas roñosas y salirse con la suya. Tres minutos. Fernand no aparta la mirada del reloj. Se acerca un coche. ¿Será ese? Pasa de largo sin detenerse. Cuatro minutos de retraso. Esperemos que no haya pasado nada. Otro coche, allá a lo lejos. Un Panhard azul, con matrícula de Orán. Se ha parado en el arcén. Es un modelo antiguo, con la rejilla del radiador descuajaringada. Jacqueline ha venido sola; al apearse mira en derredor, a izquierda y a derecha y a izquierda otra vez. Toma, los papeles, ahí está toda la información, Taleb lo tiene todo planeado, no te preocupes. Dos folios, uno por bomba, con instrucciones precisas. «Entre las 19.25 y las 19.30. Retardo del temporizador: 5 minutos...» «Entre las 19.23 y las 19.30. Retardo del temporizador: 7 minutos...» Fernand no se preocupa: ella está ahí, a su lado, eso es lo único que importa. Se guarda los papeles en el bolsillo derecho del mono. La primera vez que vio a Jacqueline, en casa de un camarada, hablando todos en voz baja y con poca luz, la tomó por árabe. Morena sí que lo era, morenísima, y tenía la nariz aguileña y los labios carnosos, sí, pero no era árabe... Y esos párpados entornados sobre unos ojos grandes y oscuros, francos y risueños, como dos frutos negros levemente ojerosos. Una bella mujer, sin duda. Jacqueline saca del maletero dos cajas de zapatos de hombre, de los números 42 y 44, según indica en los laterales. ¿Dos? No, imposible. Pensaba llevarla en esta bolsa, mira, es muy pequeña para meter más de una bomba. Y el capataz no me quita el ojo de encima, si entro con otra bolsa le va a escamar. De verdad, créeme. Fernand se lleva una de las cajas al oído: menudo escándalo, oye, tictac tictac tictac, ¿estás segura de que...? Taleb ha hecho lo que ha podido, pero tú tranquilo, que todo irá bien, responde Jacqueline. Vale. Sube, que te acerco un poco. Vaya un nombre el de este sitio, ¿no? De algo habrá que hablar, se dice Fernand, que prefiere hablar de cualquier cosa salvo de eso, mientras esté todo por hacer. El barranco de la Mujer Salvaje. ¿Conoces la leyenda?, pregunta Jacqueline. Creo que no. Si la conocía, la he olvidado... Fue algo que sucedió el siglo pasado, lo que ha llovido desde entonces, dicen que una mujer perdió a sus dos hijos en el bosque de allá arriba, los perdió después de comer, después de hacer un pícnic, en primavera, con el mantelito en la hierba, ya te imaginas la postal, y los dos pobres críos desaparecieron en el barranco, nadie pudo dar con ellos, y la madre se volvió loca de atar, no quiso rendirse y se pasó el resto de su vida buscándolos, la llamaban la mujer salvaje porque parece que dejó de hablar, que solo era capaz de soltar unos chillidos de animal herido, y un buen día encontraron su cuerpo en algún lugar, ahí donde me esperabas, quizá, a saber... Fernand sonríe. Extraña historia, sí. Ella aparca. Bájate aquí, mejor que no vean el coche cerca de la planta. Buena suerte. Fernand se apea del coche y se despide con un gesto de la mano. Jacqueline se lo devuelve y pisa el acelerador. Fernand se echa al hombro la bolsa de deporte. Es de un verde pálido, con una banda más clara donde lleva el cierre de cordones. Se la ha prestado un amigo, con ella va a jugar al baloncesto los domingos. Entrar con total naturalidad. Ser anodino, perfectamente anodino. Hace ya unos días que lleva la bolsa al trabajo para que el ojo de los vigilantes se habitúe a ella. Piensa en otra cosa. La mujer salvaje del barranco, qué historia más extraña. Ahí está Mom’, con su nariz pesada y firme sobre el bigote. ¿Cómo ha ido ese paseíto? Bien, necesitaba estirar un poco las piernas, esta mañana me he deslomado en el tajo. Qué va, la lluvia ni la noto, Mom’, esto no es más que sirimiri, cuatro chispas que pararán en un momento, te lo digo yo... Sirimiri, sirimiri, qué bien se le da el habla popular. Mom’ le da una palmadita en el hombro. Fernand piensa en la bomba que lleva en la bolsa, la bomba y su tictac. Las dos, hora de volver a las máquinas. Ya voy, dejo la bolsa y estoy contigo, Mom’, sí, hasta ahora. Fernand recorre el patio con la mirada, poniendo cuidado en no volver la cabeza. Perfectamente anodino. Ningún gesto brusco. Camina despacio hacia el local en desuso que descubrió hace tres semanas. El gasómetro de la planta era inaccesible; tres garitas y alambradas. Peor que un banco en pleno centro o un palacio presidencial (y eso sin contar que antes de entrar hay que desvestirse de pies a cabeza, o casi). Imposible, vamos. Y muy peligroso, demasiado, como le dijo al camarada Hachelaf. Que no haya muertos, sobre todo que no haya muertos. Mejor ese pequeño local abandonado, por donde nunca pasa nadie. Matahar, el viejo obrero con cara de papel arrugado, color mostaza, le dio la llave sin dudarlo. Es solo para echar una cabezadita, Matahar, mañana te la devuelvo, no les digas nada a los demás, ¿vale? 

 

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Traducción de Álex Gibert

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De nuestros hermanos heridos

 

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