17/10/2022
Empieza a leer 'A lo lejos el cielo del sur & Así les hacemos la guerra' de Joseph Andras

 

No hay vida sino en la sombra. En el contraluz y en los rasgos que cuesta distinguir, en las siluetas de contornos indecisos y fulgor moderado, si no mitigado. En las palabras a medias y la bruma, los pasadizos en los que darle vueltas a la cabeza y los rescoldos protegidos entre las manos. Los grandes hombres lo han echado todo a perder, piensas, exponiendo sus almas a la luz. Gloria y prestigio son las quince letras de una misma derrota: cuánta sangre bajo el pedestal de las estatuas, cuánta renuncia en el resplandor de las pantallas, cuánta omisión en las escenas aclamadas. Nada corrompe más que el éxito, como advirtió un comunero que te es muy querido.

El icono Ho Chi Minh, venerado líder supremo, te interesa bien poco. Y los retratos impresos en los billetes de un Vietnam rendido al comercio internacional, aún menos. Nunca has apreciado más que a los últimos, los perdedores, los malasombras, los flojos, los ignorados, los que vinieron al mundo con mala estrella y no valen un ardite.

Sabemos del presidente, de esa ilustre perilla entronizada por la historia en algún lugar entre Lenin y Gandhi, aunque es probable que no sepamos más que eso, que fue el sumo sacerdote de un comunismo difunto y condenado en todas partes. Pero el hombre por el que sientes esta especie de afecto era un peregrino sin un chavo; no se llamaba Ho Chi Minh y cambiaba de nombre como de camisa, después de sudar cada una de ellas en la esperanza de hacer iguales a los seres humanos, nada menos; dormía en cuchitriles, escribía artículos en una lengua en la que su madre no le cantó y recorría París bajo la mirada recelosa de la policía.

Es este hombre, en el exilio y por los rincones de una capital recién salida de una guerra, el que vas a buscar, a sabiendas de que no encontrarás nada.

 

 

Un transeúnte teclea en su teléfono móvil, el hombro apoyado en un poste de señalización; otro pasa a su lado en bicicleta, la melena corta al viento. El azul del cielo no tiene otro propósito que el de garantizar el perfecto contraste de los tejados. Una mujer le da una calada a su cigarrillo, sentada junto a la puerta de una lavandería, y el humo le anuda sus cintas al cabello negro; otra cruza el paso de peatones: la mayor de sus hijas, apenas una adolescente, lleva un turbante oscuro y una chaqueta verde oliva. Los paseantes no exhiben la dignidad que se les presupone: una multitud de peatones y vehículos de dos o cuatro ruedas, tanto da, se arrolla, se solapa, se empuja y se despliega, voraz y parlanchina, por la ciudad.

París es un monstruo al que le han blanqueado la dentadura. Dicen que su antiguo nombre guardaba cierta relación con los pantanos, el lodo o los ratones: tal vez debería haberse quedado en eso. La ciudad se adueña ahora de las gargantas y las atiborra de alquitrán; las avenidas, las aceras y las fachadas tienen mala cara; se desperezan con el aplomo del secuestrador o del mangante. La tierra húmeda de rocío, la hierba alta, los animales desnudos y las copas de las plantas leñosas ya no atraen la mirada del viandante. La piedra tallada tiene talento: borra hasta el recuerdo de aquello de lo que se adueña.

En algún lugar de esta calle de kilómetro y medio de largo (la rue Charonne, por más señas) vivió Nguyên Tât Thanh (así se llamaba entonces), recién llegado de Londres, en una buhardilla, de «incógnito». Ese es en todo caso el primer rastro del que dispones, y se lo debes a un artículo publicado en 1970 y firmado por un antiguo obrero, tipógrafo de L’Humanité y responsable de asuntos coloniales en la Sección Francesa de la Internacional Obrera o SFIO, un tal Michele Zecchini.

A tu izquierda, una aspiradora yace extendida al pie de la puerta de un garaje; un padre empuja con una sola mano el cochecito de un niño que puede que algún día empuje otro a su vez, vaya uno a saber.

 

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La fecha de su instalación en París trae aún de cabeza a historiadores y biógrafos: 1917, 1918, 1919. Si hemos de fiarnos del obrero y tipógrafo en cuestión, y suponer de paso que su memoria era digna de crédito al cabo de tantos años, cosa que nadie, y tú el que menos, está en condiciones de asegurar, el vietnamita residía en la capital en julio de 1918, el mes en que ambos se conocieron, y contaba ya con varias amistades. Y si hemos de fiarnos de Boris Souvarine, militante socialista a la sazón, fue un año antes cuando él lo conoció.

Pero acaso no esté aquí lo esencial.

El caso es que el mundo estaba a punto de salir o salía ya de una guerra que aún no sabemos por qué hubo que librar. Acorralar a los perros, golpear a las mulas en el hocico, fustigar a los caballos, apiñar a las palomas eran actividades en las que los seres humanos ya se empleaban, eran el pan de cada día de su especie; probablemente hubo que pensar más a lo grande, tejer uniformes hasta perder la cuenta y cavar hoyos por todas partes, desenrollar alambradas, ondear banderas rayadas de colores y recibir obuses en la jeta y metralla en la piel, al igual que los animales; era cosa de mantenerse ocupado. Pero Rusia, que había echado al zar para instaurar en la tierra el reino de los pobres diablos, permitía creer todavía un poco en aquella letra plantada orgullosamente sobre sus dos pies, la inicial de esa curiosa palabra: Hombre.

 

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Allá, al otro lado del canal de la Mancha, Nguyên había trabajado de pinche de cocina en el Carlton, de barrendero de nieve, de cartelista, de vendedor de periódicos junto a la boca del metro, de basurero: las huelgas agitaban las orillas del Támesis y se metió. También se le vio distribuir alimentos entre los muertos de hambre, conversar con los reformistas de la Sociedad Fabiana y unirse a una oscura organización clandestina anamita (o, para entendernos, vietnamita, que hoy vendría a ser lo mismo). Entre una cosa y otra había tenido tiempo de reparar en que los blancos también se mataban entre ellos, como sucedía en la Irlanda ocupada, y de aprender una palabra cuya ausencia compromete la vida misma: revolución.

 

 

 

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Traducción de Álex Gibert.

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