02/09/2024
Empieza a leer 'A resguardo' de David Leavitt
Conspiran todas las convenciones
para hacer que este fortín adopte el mueblaje del hogar;
y no veamos qué somos ni dónde estamos:
perdidos en un bosque encantado,
niños con miedo a la noche
que jamás han sido buenos ni felices.
W.H. AUDEN,
«1 de septiembre de 1939»
Ah, los zorros... tienen madrigueras en la tierra,
y los pájaros nidos en el aire,
y todo tiene su cubil;
pero nosotros –pobres pecadores– no tenemos
dónde cobijarnos.
«Pruebas difíciles» (espiritual afroamericano)
Primera parte
1
–¿Estaríais dispuestos a preguntarle a Siri cómo asesinar a Trump? –preguntó Eva Lindquist.
Eran las cuatro de la tarde de un día de noviembre, el primer sábado tras las elecciones presidenciales de 2016, y Eva estaba sentada en el porche cubierto de su casa de fines de semana en Connecticut, en compañía de Bruce, su marido; sus invitados, Min Marable, Jake Lovett y la pareja formada por Aaron y Rachel Weisenstein, ambos profesionales de la edición literaria; Grady Keohane, un coreógrafo soltero que tenía una casa en las cercanías; y la prima de Grady, Sandra Bleek, que acababa de dejar a su marido y pasaba unos días con su primo mientras se adaptaba a su nuevo estado. No estaba en el porche Matt Pierce –un amigo de Eva más joven que ella (treinta y siete años)–. Estaba en la cocina, preparando una segunda tanda de scones; había tenido que tirar la primera ya que había olvidado añadirle la levadura.
Un benévolo atardecer de otoño iluminaba la escena, que era de bienestar y placidez: la estufa de leña caldeaba el porche, y los invitados estaban acomodados en el sofá y los sillones de mimbre blanco, con los cojines que Jake –el decorador de Eva– había tapizado con una cretona rosa jubileo. Sobre la mesa de mimbre blanco, una tetera, tazas, platillos, un bol de crema cuajada y otro bol de mermelada de fresa casera aguardaban a los morosos scones.
Eva repitió la pregunta:
–¿Quién de vosotros estaría dispuesto a preguntarle a Siri cómo asesinar a Trump?
Al principio no respondió nadie.
–Lo pregunto solo porque, desde las elecciones, me ha dominado el deseo urgente y loco de preguntárselo –dijo Eva–. Pero tengo miedo de que, si lo hago, Siri informará de ello inmediatamente al Servicio Secreto y vendrán a detenerme.
–No lo creo, querida... –dijo Bruce.
–¿Por qué no? –dijo Eva–. Estoy segura de que pueden hacerlo.
–¿Qué? ¿Escuchar lo que hablamos por el móvil? –dijo Sandra.
–No digo que no puedan hacerlo –dijo Bruce–. Estoy diciendo que muy probablemente el Servicio Secreto tendrá cosas mucho mejores que hacer que vigilar nuestras conversaciones con Siri.
–A ver, ¿soy el único aquí que recuerda el Watergate? –dijo Grady Keohane–. ¿Soy el único aquí que recuerda como «pincharon» aquellas conversaciones telefónicas?
–¿Pueden grabarse las conversaciones de los móviles? –dijo Rachel Weisenstein–. Yo creía que solo se podían «pinchar» los teléfonos fijos.
–¿En qué siglo vives? –le preguntó Aaron a su mujer.
–Bueno, si fuéramos terroristas puede que sí –dijo Bruce–. Si fuéramos de una célula del ISIS o algo parecido... Pero un grupo de personas blancas tomando té en un porche cubierto en el condado de Litchfield... No creo.
–En ese caso, hazlo –dijo Eva, tendiéndole su móvil–. Pregúntaselo.
–Pero yo no quiero asesinar a Trump –dijo Bruce.
–¿Veis? Sois unos gallinas –dijo Min Marable–. Clo clo clo..., clo clo clo...
De pronto Aaron tuvo uno de sus famosos enfados.
–Eh, qué pasa... –dijo–. ¿Os estáis escuchando a vosotros mismos? O sea, ¿veis lo que os está pasando? ¿Será posible? ¿No tenemos una Primera Enmienda en este país? ¿No tenemos derecho a decir lo que nos salga de las narices?
–Menos si incita al odio –dijo Rachel.
–A la mierda el discurso de odio –dijo Aaron.
–Hablo por mí misma si digo que no me apetece correr ese riesgo –dijo Min–. ¿Qué dices tú, Jake?
–¿Yo? –dijo Jake, que no estaba acostumbrado a que solicitasen su opinión en estas ocasiones–. Bien, pues no dejaría de hacerlo por miedo. Quiero decir que no lo haría, pero no por miedo.
–La cuestión es que, aunque lo matarais, ¿valdría de algo? –dijo Sandra–. Sería presidente Pence. Y eso podría ser aún peor.
–No estamos hablando de matarlo realmente –dijo Grady–. Estamos hablando de preguntar a Siri cómo matarlo. Hay una gran diferencia.
–¿Te refieres a que es una especie de experimento mental? –dijo Sandra.
–Oh, por el amor de Dios... –Aaron sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta, apretó el botón «Home» y dijo–: Siri, ¿cómo...?
–No, no... –Rachel le arrancó el móvil de la mano–. No voy a dejar que lo hagas.
–¿Quién, yo? –dijo Siri.
–Dame mi móvil –dijo Aaron.
–Eso puede estar más allá de mis posibilidades en este momento –dijo Siri.
–Solo si me prometes no hacerlo –dijo Rachel.
–Rachel, te lo estoy pidiendo de buenas maneras –dijo Aaron–. Devuélveme el móvil.
–No.
En ese momento Matt Pierce entró en el porche con los scones.
–Perdón por la tardanza –dijo–. Se reanuda el servicio normal... ¿Qué pasa?
–Contaré hasta diez –le dijo Aaron a Rachel–. Uno, dos, tres...
–Oh, toma –dijo Rachel–. Toma el maldito aparato.
Lanzó el móvil hacia Aaron y entró corriendo en la casa. Todos miraron a Aaron.
–¿Qué? –dijo Aaron.
–¿No huelen de fábula esos scones? –dijo Eva–. Pero me temo que el té va a estar demasiado infusionado.
–Haré otra tetera –dijo Matt, retrocediendo a través de la puerta que conducía a la cocina.
* * *
Traducción de Jesús Zulaika
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