04/03/2024
Empieza a leer 'Abeja furiosa de su miel' de Mercè Ibarz

 

a Lluís

Aun vencida, quiero ser yo misma,
abeja furiosa de su miel.
MERCÈ RODOREDA

Ella había devenido su propio futuro.
CLARICE LISPECTOR

 

1. PROVOCACIONES

 

Escribe a mano, en francés, en un papel que dejará sin fechar, esta frase del filósofo y escritor existencialista Jean-Paul Sartre: «Los autores también son historias y por eso algunos desean escapar de la historia con un salto a la eternidad». Al lado de otras frases sin referencia, quizás propias, y de un proverbio de origen persa: «Cuanto más negra es la noche, más brillan las estrellas». Los autores son historias y a la vez algunos de ellos necesitan escapar de la historia. Debía ser hacia finales de los años cincuenta, cuando ya estaba instalada en Ginebra. En más de una ocasión diría después a amigos y editores que si no hubiera podido escribir habría enloquecido. La literatura era un horizonte, daba sentido al exilio y, a veces, le hacía olvidar la espesa sensación de «sentirse perdida en medio del mundo». Acabar una novela podía dejarla exhausta durante semanas y en algunas épocas, cuando no podía escribir, el brazo derecho se le paralizaba. Pero escribir era imprescindible, fuera como fuese la vida. Así que, cuando hace suya la imagen de Sartre, enciende un foco tan potente como un primer plano cinematográfico. Si los autores son historias podemos intentar captar la historia de Mercè Rodoreda y los vuelcos de su misterio. En sus libros, en la manera elíptica, esquiva y a menudo contradictoria de contar su vida en prólogos, esbozos de memorias y entrevistas impresas y filmadas, en sus cartas. La Rodoreda que anota la aparente paradoja del filósofo permite imaginar el valor que daba a su vida – a su historia– a la hora de escribir, cuando pensamiento e individualidad se funden.
Su literatura, de Aloma (publicada en 1938 y editada, reescrita, en 1969) a La muerte y la primavera (inacabada, edición póstuma de 1986), es también la historia de Mercè Rodoreda: el viaje interior de una muchacha sin sueños que se va de casa de noche, al encuentro con la ciudad moderna, hasta la creación, en el exilio, de un mundo donde la civilización es lejana y el amor es el reflejo en el agua de la cabellera de una adolescente, un destello de luz. Un extremo y otro de su obra son distintos, pero las dos novelas constatan lo mismo: la sociedad es frágil y cruel, los sentimientos asedian, la sinrazón impera, pero hablar nos salva.

Leerla es conocerla: junto a su vida privada, una vida de mujer que la escritora y amiga suya de juventud Anna Murià ha calificado de dolorosa (y gozosa, añade), está la voluntad explícita de Rodoreda de trascenderla, de olvidarla, de escapar. De provocar la memoria y la imaginación a la vez. Probablemente por eso son tan diferentes las primeras y las últimas obras. Pero todas comparten una escritura que explora los caminos del padecimiento mental y del dolor social. Como ella, en gran medida, como en su personalidad, en su obra hay: inocencia y corazón frío, un odio diamantino y una compasión creciente, crueldad y mesura, ironía y absurdo, ternura y singularidad inagotable, autonomía.
Los abismos entre obras no responden a una evolución literaria a través de los años. La primera versión de La muerte y la primavera está acabada en septiembre de 1961; es, pues, coetánea de La plaza del Diamante. En siete u ocho años, de finales de los cincuenta a mediados de los sesenta, vive en Ginebra una ebullición y descarga creativa. Empieza cuatro novelas casi a la vez, que por orden de edición serán La plaza del Diamante (1962), Jardín junto al mar (1967), Espejo roto (1974) y La muerte y la primavera (1986), siendo Jardín..., entonces «Una mica d’història» (Algo de historia), la primera novela de posguerra que emprende. Retoma asimismo allí las prosas poéticas «Flores de verdad» (publicadas en 1980), termina los relatos de Mi Cristina y otros cuentos (1967), escribe La calle de las Camelias (1966) y lleva entre manos la reescritura de Aloma. Una lectura de conjunto de novelas, prosas y cuentos produce el efecto de encontrar por todas partes las migas de pan de La muerte y la primavera reunidas a lo largo del camino de la vida y de la literatura, como si esta obra inconclusa fuera su motor y su faro. Esta perla negra de la imaginación desolada de la segunda mitad del siglo XX abre las puertas a leer y releer toda Rodoreda con más sentido y reto y a recibir la luminosidad de su oscuro canto a favor del deseo.
Su mente ponía en marcha a la vez novelas y narraciones corales en primera y en tercera personas de muy diversa índole. Neorrealistas, psicológicas, simbolistas, desbocadas, clásicas, de imaginación novecentista y de imaginación fantástica y surreal, antirrealistas, abstractas. En el olvido irrenunciable dejó sus escritos anteriores a la guerra, excepto Aloma. Quizá porque las dos guerras que vivió pusieron al descubierto las ilusiones perdidas, uno de sus temas mayores. Biografía y superación de la biografía. Una especie de contrapunto, de compensación. El contrapeso a su vida de mujer catalana.
Escapar, trascender el peso de su historia personal y de la historia de su país, van de la mano en Rodoreda. Se trata de un escapar que no significa escapismo, ni siquiera mitificación. Más bien implica la exigencia de huir de los errores, los propios y los colectivos. Escribir bien, al nivel más alto. Trabajar sin descanso y sin alzar la voz; a gritos no se dicen bien las cosas. O llueven garrotazos. Así le sucedió a ella de joven y así se podría decir que le sucedió a Cataluña cuando ella era joven – fantasmas que no la abandonarían nunca. Hubiera podido ser una buena modista y una pintora seguramente notable, pero creyó que lo esencial era alimentar el caudal y el patrimonio de la literatura catalana.
No fue fácil, porque tenía una necesidad imperiosa de decir sin decir. En su primera novela publicada, en 1932, escribe en el prólogo: «Digo lo que no pienso y pienso lo que no digo. Pero en definitiva digo siempre lo que he pensado, sin pensar en lo que he dicho». Años más tarde, en el cuento «Parálisis», abiertamente biográfico, lo confirma: «No daré nada. Hablaré sin hablar de mí y no daré nada. Parálisis soy yo». Para llegar a decir sin decir hará, parafraseando a Kafka y su deseo de ser piel roja, «escaramuzas de indio sioux que es el más astuto». Escaramuzas, como en la guerra.

Volvamos a la frase de Sartre. «Los autores también son historias y por eso algunos desean escapar de la historia con un salto a la eternidad.» La idea es que los escritores puede que se vean a sí mismos como relatos, pero eso no les incita siempre a trabajar ni les tranquiliza. Bien al contrario, la introspección puede colapsar a un escritor. Hasta el punto de que la única manera de superarlo –de «escapar de la historia»– sea fundirse con el universo y encontrar así la voz de sus personajes, de sus imaginaciones. De esta manera, el escritor –«algunos»– podrá finalmente trabajar. Entre 1939 y 1956, Rodoreda pasó largas temporadas de sequía y a la vez urdía la obra por venir.
«Escapar de la historia» no es tan solo una forma de trascender la propia biografía. Es también una forma de protegerla. Como manera de lograr la creación y no caer en la pura taquigrafía biográfica. Y como mecanismo social. La reserva extrema atribuida a la persona de Rodoreda en Barcelona a partir de los años sesenta quizá se ha de entender sobre todo como forma de protección de un ambiente que le había sido hostil. Las cartas de juventud a Anna Murià no son precisamente secretistas ni reservadas, son de escritura desnuda.
Un núcleo significativo del mundo cultural de los años treinta y cuarenta, en el exilio y en Cataluña, no digirió su independencia de mujer separada de su marido que dejó al hijo con la abuela y el padre y que en el exilio se unió a un hombre que había dejado mujer e hija. En consecuencia, este mismo mundo cultural tampoco digirió ni comprendió pocos años después su independencia de autora. Los libros de memorias y de retratos literarios de su generación la ignoran o la nombran de pasada, como si no fuera una escritora sino una mujer a evitar.

 

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Abeja furiosa de su miel

 

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