15/12/2020
Empieza a leer 'Amar a Lawrence' de Catherine Millet


We are the foam and the foreshore...
D. H. LAWRENCE, La corona, 1915


La heroína de La serpiente emplumada, penúltima novela de D. H. Lawrence, se llama Kate. Al comienzo de este relato de quinientas páginas, Kate, que pronto debe decidir si regresa a su casa en Irlanda o si prolonga su viaje, pasea sin rumbo por la Ciudad de México. Atraviesa «la gran plaza sin sombra delante de la catedral», mira «los objetos en venta expuestos sobre la acera: los juguetitos, las calabazas pintarrajeadas, recubiertas de una especie de laca brillante, las novedades importadas de Alemania, las frutas, las flores. Y a los indígenas acurrucados ante sus mercancías: hombres sólidos, silenciosos y bellos que levantaban hacia ti sus ojos negros, sin pupilas [...]. [Mira] al hombre que preparaba su muestrario de naranjas y que, frotándolas con un paño, las secaba con tanto cuidado y casi con ternura antes de apilarlas en pequeñas pirámides de color vivo, bien alineadas y exquisitas. [...] Y al mismo tiempo, las ropas sucias, la piel sin lavar y el fulgor especialmente hueco, a la vez temible y atrayente, de sus ojos negros».

Escrita entre 1923 y 1925, La serpiente emplumada se publicó en 1926, el año en que Lawrence empezaba a redactar lo que se convertiría en El amante de Lady Chatterley. Es la segunda novela de Lawrence que leí, o, mejor dicho, la cuarta. Antes había encadenado la lectura de las tres versiones distintas de Lady Chatterley para un artículo que me habían pedido, destinado a un diccionario de personajes novelescos. El editor, por supuesto, había pensado que la autora de La vida sexual de Catherine M. era muy indicada para el tema. De hecho, yo no conocía nada de Lawrence y solo había aceptado el encargo porque me brindaba la oportunidad de leer por fin una obra tan famosa.

Como sucede tan a menudo en las historias de amor, al principio no me gustó. Lo achacaba a un estilo que no era de mi gusto, desordenado, repetitivo, como tanto le reprocharon al autor. Es muy posible que el verdadero motivo fuera que quería eludir una pregunta demasiado evidente: ¿qué tenía que decir Catherine M. de Constance Chatterley? No nos gusta responder a las evidencias, sobre todo cuando ya te han tocado un punto ínfimo del inconsciente y empiezas a defenderte porque la evidencia bien podría abrir una puerta a un camino muy largo y cuyo final está lejos, sumido en la oscuridad. Como quien dice, yo no había leído nada todavía de una de las obras más profusas que existen y, extrañamente, aplazaba el momento de penetrar en ella sorteándola con la lectura de varios de los innumerables exégetas que ha suscitado (Anthony Burgess, Anaïs Nin, Henry Miller). Finalmente abrí La serpiente emplumada. Las primeras páginas hablan de la aversión que siente Kate por Ciudad de México, «una ciudad de perros». Ahora bien, resulta que a mí Ciudad de México me gusta mucho, muchísimo.

Cuando el avión se acerca ves que la megalópolis ha conservado algo de la ciudad insular que era en la época de los aztecas. Está situada a un trayecto en taxi del Sol y la Luna de Teotihuacán, y en su corazón excavaron el cuadrilátero del Zócalo (es decir, la plaza de la Constitución, por donde se pasea Kate, y cuyo nombre popular es el Zócalo), con ese mástil en el centro, plantado como una jabalina, que lo convierte en un inmenso reloj de sol. México es una gigantesca piel rugosa y arrugada, prensada entre dos vacíos cósmicos. He pasado allí cortas estancias durante las cuales, dos o tres veces, contraté los servicios de un taxista para excursiones de un día; en otra ocasión, fue la cadena que me invitaba la que puso un coche y un chófer a mi disposición durante todo el tiempo que duró mi visita. Estos hombres eran acompañantes muy amables que se divertían conmigo de nuestro chapurreo recíproco. Eran más pulcros que los comerciantes que encontró Kate, y el que me acompañó varios días y me regaló en el momento de mi partida, con un gesto de reserva enternecedora, la gruesa sortija erótica que llevaba en un dedo, tenía los ojos claros.


A pesar de sus reticencias y hasta con cierta repugnancia al principio, Kate se separa de sus dos amigos norteamericanos, esnobs y afeminados. Ellos vuelven a su país y ella se deja absorber por el gran México y se instala al borde de un lago, «vasta extensión linfática de agua, como un mar reluciente hasta el infinito, hasta las montañas de la nada sustancial». Conoce a dos mexicanos con los que tiene «la sensación de encontrarse frente a hombres que eran auténticos hombres». Los dos, don Ramón y Cipriano –este último es indio–, dirigen una revolución que tiene por objeto restaurar la antigua religión de la que declaran ser los dioses vivos. Kate accede a casarse con Cipriano en una ceremonia bendecida por Ramón bajo un aguacero. Color local de sarapes y rebozos, himnos interminables a Quetzalcóatl, sacrificio humano: sería chabacano si la receta estuviese realzada con chile romántico, lo que no es en absoluto el caso. Kate persiste en su escepticismo hasta el final y Cipriano, que la observa, se aleja cuando el tema de conversación se vuelve serio, porque «la conversación puede ser fuente de irritación». No ceden en nada el uno al otro, los dos conservan su completa libertad. Es como si la experiencia de un vasto espacio y del despertar de un tiempo muy antiguo los envolviera, los colmara, los preservase de buscar idealmente la fusión mutua. Este relato excesivo nutrió ciertas inclinaciones mías, despertó distintos y paradójicos recuerdos y fantasías: la atracción que ejercen sobre mí los espacios abiertos, emociones profundas experimentadas en relaciones extremadamente efímeras, sexuales o no, fantasías alimentadas a veces con respecto a hombres austeros, cuando no puritanos.

Este último rasgo, por cierto, tuvo como efecto que me enamorase de Lawrence porque este escritor a quien se considera uno de los padres de la revolución sexual era un «puritano escandaloso», como dice una de las biografías que se le han consagrado. No tengo el menor escrúpulo en reconocerlo, convencida de que cuando nos enfrascamos en el estudio de una obra, cuando nos embarcamos con ella durante un largo rato en la vida, porque de todas formas se ha apoderado de nosotros, el interés intelectual entraña una especie de atracción sexual; yo lo he experimentado varias veces. No cambia nada que el autor de la obra haya muerto o esté vivo. Siempre nos enamoramos solo de imágenes (en cuanto al verdadero amor es otro cantar).

Desde hace unos meses tengo como fondo de pantalla de mi ordenador uno de los retratos que hizo de Lawrence el fotógrafo Nickolas Muray (quien, dicho sea de paso, fue amante de una mexicana, Frida Kahlo). Para que le obedeciera su modelo, «el más tímido que he conocido nunca», declaró Muray, le había colocado literalmente de espaldas a la pared. Lawrence, arisco, tiene una actitud de persona difícil, la barbilla hundida, la mirada que observa por debajo de los arcos profundos de las cejas, y una suave ironía de aquiescencia en la imagen que he elegido. Sé por qué, a pesar del tosco esbozo de su cara y de sus modales drásticos, tantas mujeres inteligentes y refinadas sintieron afecto e incluso ternura por este hombre que conservó toda su vida, hasta en las páginas de Lady Chatterley, un profundo apego por el pueblo donde nació, en la región minera de los Midlands.

Lo que en una primera lectura parecían negligencias de estilo o ridículas exageraciones y hasta ingenuidades, en realidad se deben a que Lawrence, cuando escribe, carece totalmente de superego. Ni la más mínima sospecha de escrúpulo moral o de ideología que frenasen los sentimientos y la imaginación. A medida que adquiere madurez, parece que hubiese tenido como norma que aunque el principio de realidad haga imposible realizar sus sueños, no por eso tiene que renunciar en absoluto a ellos.

Los contrastes de su personalidad, la finura de su atención a los demás y la aspereza de su trato, su estilo, acompañado de un realismo sofocante –como si la escena primitiva se recrease ahí, ante nuestros ojos–, y un lirismo puro extraído de los objetos más prosaicos, Lawrence los insufló a todas sus heroínas, esas mujeres modernas que no claudican en sus deseos y su voluntad y que no están menos habitadas por el inconsciente de la especie. Mujeres libres como nunca antes y sin embargo insatisfechas como desde siempre. Y Lawrence las hace actuar y hablar exactamente con la misma ausencia de tabúes que caracteriza su escritura. Claro que las luchas no son ya las de la época de las sufragistas que él frecuentó, pero si he emprendido este libro es porque creo que muchas de las contradicciones que él puso de manifiesto siguen entorpeciendo nuestra conciencia y en ocasiones causando sufrimiento.

En 2009 se publicó una nueva traducción de La serpiente emplumada, necesaria en la medida en que la primera había censurado ampliamente el texto original. Fue para mí la ocasión de escribir un artículo sobre esta novela. Hoy considero que la frase final constituye una buena introducción a este libro: «¿Hemos sondeado la magnitud de la intuición genial de Lawrence cuando sugirió en sus novelas que la evolución del mundo estaba vinculada, no con el cambio del estatus social de las mujeres –una parca reivindicación feminista–, sino con la plena consecución de su gozo sexual?»


AUSTRALIA

En noviembre de 1919, David Herbert Lawrence, que a la sazón tenía treinta y cuatro años, partió de Inglaterra con destino a Italia, donde antes de la guerra ya había pasado breves períodos en dos ocasiones. Atravesó el país desde Turín a Florencia y luego a Capri, para afincarse finalmente algún tiempo en Sicilia. Desde allí hizo excursiones a Malta y Cerdeña y después aceptó una invitación que lo apremiaba a viajar mucho más lejos, a Taos, en Nuevo México. En febrero de 1922 embarcó en Nápoles rumbo a Ceilán, que le desagradó, antes de llegar a Australia, donde se quedó poco más de tres meses, y prosiguió su viaje hacia Nueva Zelanda y Tahití, porque había decidido, desoyendo todos los consejos, acceder al continente americano por la Costa Oeste. Desembarcó en San Francisco el 4 de septiembre de 1922 y de allí partió en Pullman hacia Lamy, al sur de Santa Fe, y llegó por fin a Taos por carretera. Desde Nuevo México hizo varias visitas a México, regresó a Europa y volvió a partir. De nuevo en Inglaterra en octubre de 1925, se apresuró a abandonar el país una vez más rumbo a Italia, no sin haber pasado por París y Baden-Baden.

A propósito de este perpetuo zigzag viajero por la superficie del planeta, cuentan que durante una travesía en la que una violenta tempestad sacudía el barco, Lawrence pretendió tranquilizar a su mujer Frieda, aterrorizada, diciendo: «¡Un barco en el que yo navego no puede hundirse!»

Cuando tropecé con esta anécdota, no solo me divirtió; me pareció que revelaba el vínculo exacto de Lawrence con la vida, siendo así que su vida en la tierra, y no solo en el mar, dependía del hilo cada vez más tenso de que la tuberculosis aún no había aparecido en su pecho. Sin embargo, yo no habría sabido describir ese vínculo. Comprendía la frase de Lawrence sin ser realmente capaz de captar su verdad.

Hace unos años me encontraba en Sidney, ciudad a la que, en Canguro, novela que Lawrence escribió en Australia, llegan con sus dos maletas y una sombrerera de cartón Richard Lovat Somers y su mujer Harriet, trasuntos más o menos maquillados de D. H. Lawrence y de Frieda. Una alarma de incendio se produjo en el hotel donde yo me alojaba. Estaba descansando en mi habitación cuando sonó una voz sintética y atroz advirtiendo «Fire! Fire!», antes de ordenar que hiciéramos el equipaje y estuviéramos preparados. Esto se repitió cinco o seis veces, ligeramente espaciadas, durante las cuales permanecí acostada sin moverme. Pura y simplemente, no creí que pudiese haberse declarado un incendio. Sin la menor duda, en el fondo de mí misma tenía inscrito algo como: «Un hotel donde me hospedo no puede incendiarse.» Hasta que la voz se tornó realmente imperiosa: «Emergency! Emergency!» Entonces me encontré en la escalera, casi desnuda, en medio de los demás huéspedes, todos muy preparados, disciplinados y serenos, como deben estar los adultos responsables, y arrastrando sus maletas bien cerradas. Resultó que era una falsa alarma.

He contado este recuerdo cada vez que he querido mostrar un carácter resueltamente optimista. Pero al evocarlo de nuevo más recientemente, cuando empezaba a trabajar en este libro, y porque las palabras de Lawrence me lo trajeron a la memoria, me pareció que este optimismo testarudo tenía una raíz profunda: quien atraviesa una tormenta sin creer que pueda tragárselo (quien no teme un incendio en un barrio, concretamente en Walsh Bay, donde no es raro que se produzcan en los viejos almacenes portuarios reconvertidos en salas de espectáculo, hoteles y restaurantes), se ve a sí mismo como una persona resueltamente por encima de las circunstancias. Como ser humano vive en la tierra, pero su ritmo no puede confundirse con el de la persona. Se dirá que se trata de orgullo, si ese es el nombre de esta convicción tanto más absoluta porque obedece a la lógica del inconsciente y a su jerarquía, que colocan la propia vida por encima de un suceso: se deplora la desaparición de un barco en el mar, ningún superviviente; las llamas han devastado uno de los hoteles más encantadores de Sidney, ¿por culpa de la seguridad? Hay cosas mejores en las que emplear el tiempo que estas peripecias. La tierra gira, agita los océanos (provoca cortocircuitos que a veces ocasionan incendios, otras veces activan una alarma intempestiva), mientras que el orgulloso avanza a su propio ritmo (o se queda en la cama). Habiendo sido tan gran viajero, Lawrence había adoptado el comportamiento del ave migratoria: nacido en la tierra, no giraba, sin embargo, ni a la misma velocidad ni en el mismo sentido que ella, y para eludir las vicisitudes atmosféricas tomaba las estaciones a contrapelo.

Al final de su vida, Lawrence, el ave migratoria, huía, en sentido propio, de los climas nefastos para su enfermedad pulmonar, a merced de las creencias médicas de la época... o de las de Frieda. Después de haber vagado de Bandol y Port-Cross a París, de Barcelona y Palma de Mallorca a Florencia, Baden-Baden y Rottach, murió en Vence el 2 de marzo de 1930. Enterrado en Vence, siguió viajando. Su viuda hizo transportar sus cenizas a Taos, donde permanecen.


En 1916, Lawrence aún no había corrido mundo. Australia no estaba todavía en el horizonte. Para huir de Londres, tanto de los zepelines que bombardeaban la ciudad como de la persecución de las autoridades que le reprochaban el antimilitarismo expresado en su obra, de la justicia que acababa de condenar por obscenidad su cuarta novela, El arco iris (1915), y de la indigencia en la que le hundía todo esto, y confiando también en eludir el alistamiento, debido a su salud delicada, fue a esconderse en Cornualles con Frieda, y allí, a causa del origen alemán de ella (de soltera se apellidaba Von Richthofen), fueron nada menos que sospechosos de ser espías. Lawrence asistía profundamente afectado al naufragio de Europa y mucho tiempo antes de poder embarcarse había empleado en una carta la metáfora del barco: «No pertenezco al barco y, si puedo evitarlo, no quiero hundirme con él. Ya no quiero participar en esta época.»

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Traducción de Jaime Zulaika.

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Amar a Lawrence
 

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