18/12/2023
Empieza a leer 'Animales metafísicos' de Clare Mac Cumhaill y Rachael Wiseman
A nuestras abuelas, madres e hijas:
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Prólogo
El título del señor Truman
(Oxford, mayo de 1956)
ELIZABETH ANSCOMBE TOMA PARTIDO
El 1 de mayo de 1956, justo después de comer, la campana mayor de la iglesia de Santa María sonó para convocar a los miembros del claustro de la Universidad de Oxford a la Biblioteca Bodleiana, la Vieja, sede de estudios para hombres y lugar de trabajo de escribas y copistas a lo largo de cuatro siglos, y ese día, de repente y de manera inexplicable, considerada blanco de amenazas de «las mujeres». Desde St. John’s, New College y Worcester, los profesores se dirigieron hacia el sur por St. Giles’, hacia el oeste por Holywell Street y hacia el este por Broad Street, togas y birretes al viento. Cuando se reunieron en el patio de Convocation House ya circulaban rumores. «Las mujeres traman algo en Convocation; tenemos que [...] votar en contra de ellas.»
Algo se sabía. Alic Halford Smith, el vicerrector, había propuesto al Consejo Hebdomadario que la universidad concediera un título honorífico a Harry S. Truman, expresidente de los Estados Unidos. La tradición mandaba que la candidatura se aprobase en Convocation (el órgano rector formado por todos los doctores y profesores universitarios) y que el honoris causa se concediera el mes siguiente durante la antigua ceremonia académica de la Encaenia, pero... de pronto salieron a la luz algunos hechos y empezaron a correr rumores apenas formulados. Se decía que «las mujeres» se opondrían a la candidatura.
Los miembros del claustro de St. John’s, que habían llegado con un mandato muy sencillo, «votar en contra de ellas», formaron corros para intentar averiguar contra cuáles debían votar. A nadie sorprendió que todo fuese culpa de Somerville, el ateo, el College para cerebritos (o, como decían algunos, para freaks). En All Souls hubo reacciones en contra de semejante injusticia; nadie dudaba de que «¡CASTIGAR al señor Truman sería un error!»: «Por Dios, no se puede considerar a un hombre responsable simplemente porque “su firma figura al pie de una orden”». En las mesas del comedor de New College se había acordado que «la decisión [de Truman] había sido una “equivocación”, apenas “un incidente, por decirlo de algún modo, en toda una carrera”». Aun así, hubo también quienes se pararon a pensar y vieron que apenas se sabía nada más de la carrera del señor Truman. Al oír el apellido del expresidente de los Estados Unidos resultaba imposible no asociar de inmediato «Hiroshima» y «Nagasaki».
Esa tarde, los profesores entraron en fila en Convocation House, un tribunal medieval dispuesto en cierto modo como una Cámara de los Comunes en miniatura. Todas las miradas se dirigieron hacia los bancos situados cerca de la entrada (donde solían sentarse las mujeres) en busca de la agitadora. Y ahí estaba, quieta, callada, sentada, la señorita Elizabeth Anscombe.
Entre bambalinas, los celadores, los secretarios, decanos y censores de la universidad estaban inquietos. ¿Acaso Anscombe había «formado un partido»? Según ella, no, pero ¿se podía confiar en su palabra? Los funcionarios habían consultado a conciencia los estatutos y habían examinado precedentes, pues se desconocía el procedimiento que debía seguirse para tratar esa clase de protestas; nadie recordaba una ocasión similar. A Alic Halford Smith, el vicerrector, le quedaba poco para jubilarse, y pidió a John Masterman, su sucesor, que presidiera la asamblea en su lugar. Masterman aún estaba haciéndose con el cargo y, cuando se alisó la esclavina de la toga y se dispuso a tomar asiento, seguía sin saber a ciencia cierta el procedimiento que debía aplicar. El orden del día venía muy cargado, pues había que discutir el estatus que tendría el Nuevo Testamento griego en la carrera de Teología. El Consejo Hebdomadario no veía la hora de que se aprobase su propuesta de nombrar a Truman doctor honoris causa, aplazada ya un año, y hete aquí que «la señorita Anscombe» se disponía a iniciar una polémica que podía acabar poniéndolos en apuros. Para colmo, había liado aún más las cosas al solicitar permiso para dirigirse a los presentes en inglés y no en latín (a pesar de que hablaba latín perfectamente).
La prioridad de Masterman era «que se removiera cuanto menos fango posible». Los periodistas, ávidos de información, ya habían llegado. Nadie dudaba de que ahí tendría lugar una «escena». En cuanto a los celadores, la señorita Anscombe era una espina que llevaban clavada desde hacía tiempo. Se había hecho famosa por ir a clase en pantalones, una prenda que, según los estatutos de la universidad, las mujeres tenían prohibido llevar. Esa tarde, los asistentes experimentaron un gran alivio cuando se puso de pie y vieron que debajo de la toga llevaba falda y medias.
Algo parecido al silencio descendió sobre Convocation House cuando la señorita Anscombe se dirigió al atril; los comentarios en sordina, unos por mera diversión, otros con intención de burla, fueron apagándose hasta quedar en nada cuando empezó a hablar. El aspecto de la oradora, poco respetable (el pelo largo y alborotado, la cara lavada, una ropa sin forma), quedó eclipsado por la belleza de su voz baja y firme. «Estoy decidida a oponerme a la propuesta de conceder al señor Truman el doctorado honoris causa aquí en Oxford.» Estaba nerviosa, pero habló despacio y con claridad.
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Traducción de Daniel Najmías
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