20/05/2022
Empieza a leer 'Aniquilación' de Michel Houellebecq
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Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte. Hace mucho que las vacaciones han pasado y el nuevo año está todavía lejos; la proximidad de la nada es inhabitual.
El lunes 23 de noviembre, Bastien Doutremont decidió ir al trabajo en metro. Al apearse en la estación de Porte de Clichy, vio enfrente la inscripción de la que le habían hablado varios colegas los días anteriores. Eran un poco más de las diez de la mañana; el andén estaba desierto.
Se fijaba desde la adolescencia en los grafitis del metro parisino. A menudo los fotografiaba con su iPhone anticuado: debían de ir por la generación 23, él se había quedado en la 11. Clasificaba las fotos por estaciones y por líneas y les destinaba muchas carpetas en su ordenador. Era una afición, si se quiere, pero él prefería la expresión en principio más suave pero en el fondo más brutal de pasatiempo. Uno de sus grafitis preferidos era, de hecho, aquella inscripción con letras inclinadas y precisas que había descubierto en medio del largo pasillo blanco de la estación de Place d’Italie, y que proclamaba con energía: «¡El tiempo no pasará!»
Los carteles de la operación «Poesía RATP», con su muestrario de necedades insulsas que durante un tiempo habían invadido el conjunto de las estaciones de París, hasta extenderse por capilaridad por algunos convoyes, habían suscitado en los usuarios reacciones múltiples de cólera desquiciada. Así, él había recogido en la estación Victor Hugo: «Reivindico el título honorífico de rey de Israel. No puedo hacer otra cosa.» En la estación Voltaire, el grafiti era más bestial y angustiado: «Mensaje definitivo a todos los telépatas, a todos los Stéphane que han querido perturbar mi vida: ¡NO!»
En realidad, lo escrito en la estación de Porte de Clichy no era un grafiti: con letras gruesas y enormes, de dos metros de altura, trazadas con pintura negra, se extendía a todo lo largo del andén en dirección a Gabriel Péri-Asnières-Gennevilliers. Incluso al pasar al andén opuesto le había sido imposible encuadrarlo entero, pero pudo descubrir el texto íntegro: «Sobreviven monopolios en el corazón de la metrópoli.» No era nada muy inquietante, ni siquiera muy explícito; era, sin embargo, el tipo de cosas que podía provocar el interés de la Dirección General de Seguridad Interior, la DGSI, como todas las comunicaciones misteriosas, oscuramente amenazadoras, que invaden el espacio público desde hace unos años y que no se podía atribuir a ningún grupúsculo político claramente catalogado, y cuyos mensajes en internet, que él era el responsable de dilucidar en aquel momento, constituían el ejemplo más espectacular y alarmante.
Encima de su escritorio encontró el informe del laboratorio de lexicología: había llegado en el primer reparto de la mañana. El examen hecho por el laboratorio de los mensajes de muestra había permitido aislar cincuenta y tres letras, caracteres alfabéticos y no ideogramas; los espaciados habían permitido distribuir estas letras en palabras. Después se habían esforzado en establecer una biyección con un alfabeto existente y habían hecho su primera tentativa con el francés. Inesperadamente, parecía posible que correspondieran: si a las veintiséis letras de base se añadían los caracteres acentuados y los provistos de una ligadura o una cedilla, se llegaba a cuarenta y dos signos. Tradicionalmente se inventariaban además once signos de puntuación, lo que daba un total de cincuenta y tres signos. Así pues, afrontaban un problema de desencriptado clásico, consistente en establecer una correspondencia biunívoca entre los caracteres de los mensajes y los del alfabeto francés en sentido amplio. Por desgracia, al cabo de dos semanas de esfuerzo, estaban en un callejón sin salida: no se pudo establecer ninguna correspondencia mediante ninguno de los sistemas de encriptado conocidos; era la primera vez que esto sucedía desde la creación del laboratorio. Difundir en internet mensajes que nadie lograría leer era obviamente una acción absurda, por fuerza tenía que haber destinatarios, pero ¿quiénes?
Se levantó, se preparó un café solo y se plantó ante el ventanal con la taza en la mano. Una luminosidad cegadora reverberaba sobre las paredes del tribunal de primera instancia. Nunca le había visto ningún mérito estético especial a aquella yuxtaposición desestructurada de paralelepípedos gigantescos de cristal y acero que dominaba un paisaje embarrado y lúgubre. De todas formas, el objetivo perseguido por sus diseñadores no era la belleza, ni siquiera realmente el encanto, sino la ostentación de una determinada pericia técnica, como si se tratara ante todo de dejar boquiabiertos a eventuales extraterrestres. Bastien no había conocido los edificios históricos del número 36 del quai des Orfèvres, y en consecuencia no sentía ninguna nostalgia, a diferencia de sus colegas más mayores, pero no había más remedio que admitir que el barrio del «nuevo Clichy» evolucionaba día tras día hacia el desastre urbano puro y simple: el centro comercial, los cafés, los restaurantes previstos en la planificación inicial nunca habían llegado a existir, y relajarse fuera del ámbito laboral durante la jornada se había convertido, en los locales nuevos, en algo casi imposible; en cambio, no había ninguna dificultad en aparcar.
Unos cincuenta metros más abajo, un Aston Martin DB11 entró en el aparcamiento de los visitantes; o sea que Fred había llegado. Era un rasgo extraño, en un geek como Fred, que lógicamente debería haber comprado un Tesla, aquella fidelidad a los encantos obsoletos del motor de explosión; a veces se quedaba minutos enteros soñando despierto, arrullado por el ronroneo de su V12. Al final se apeó y cerró la portezuela con fuerza. Con los protocolos de seguridad de la recepción, tardaría diez minutos en aparecer. Esperaba que Fred tuviera noticias; a decir verdad, era incluso su última esperanza de poder informar de algún progreso en la próxima reunión.
Siete años antes, cuando la DGSI los contrató como temporales –con un sueldo más que confortable para jóvenes sin ningún diploma, sin ninguna experiencia profesional–, la entrevista de reclutamiento se había reducido a una demostración de sus capacidades de intrusión en diferentes sitios de internet. En presencia de la quincena de agentes de la Brigada de Investigación de Fraudes en las Tecnologías de la Información, la BEFTI, y de otros servicios técnicos del Ministerio del Interior, reunidos para la ocasión, habían explicado cómo, una vez introducidos en el registro de personas físicas, el RNIPP, podían, con un simple clic, desactivar o reactivar una tarjeta sanitaria; cómo hacían para entrar en el sitio gubernamental de los impuestos y desde allí modificar, muy simplemente, el importe de los ingresos declarados. Incluso les habían mostrado –el protocolo era más complicado, los códigos se cambiaban regularmente– cómo lograban, una vez introducidos en el FNAEG, el archivo nacional automatizado de las huellas genéticas, modificar o destruir un perfil de ADN, hasta en el caso de un individuo ya condenado. Lo único que consideraron preferible silenciar fue su incursión en el sitio de la central nuclear de Chooz. Durante cuarenta y ocho horas tuvieron el control del sistema y habrían podido desencadenar un protocolo de parada urgente del reactor, privando así de electricidad a varios departamentos franceses. No habrían podido, en cambio, desencadenar un incidente nuclear importante: para penetrar en el corazón del reactor faltaba una clave de encriptado de 4.096 bits que aún no habían podido crackear. Fred tenía un nuevo programa de crackeo que había intentado utilizar, pero aquel día habían decidido de común acuerdo que quizá habían ido demasiado lejos. Salieron del programa, borrando todas las huellas de su intrusión y no volvieron a hablar del asunto con nadie y ni siquiera entre ellos. Aquella noche Bastien había tenido una pesadilla en la que le perseguían quimeras monstruosas, compuestas de ensamblajes de recién nacidos en descomposición; al final de su sueño se le apareció el corazón del reactor. Habían dejado pasar varios días sin verse, ni siquiera se habían telefoneado, y fue sin duda a partir de aquel momento cuando habían pensado por primera vez en ponerse al servicio del Estado. Para ellos, cuyos héroes de juventud habían sido Julian Assange y Edward Snowden, no estaba nada claro colaborar con las autoridades, pero el contexto de mediados de la década de 2010 era especial: a raíz de diferentes y mortíferos atentados islamistas, la población francesa había empezado a apoyar a su policía y a su ejército y hasta a sentir cierto afecto por ambos.
Fred, sin embargo, no había renovado su contrato con la DGSI al final del primer año; se había ido para crear Distorted Visions, una empresa especializada en los efectos numéricos especiales y la imagen de síntesis. En el fondo, al contrario que Bastien, Fred nunca había sido un auténtico hacker; nunca había sentido realmente ese placer, un poco similar al del eslalon especial, que Bastien experimentaba al sortear una sucesión de cortafuegos, ni la embriaguez megalómana que le invadía cuando lanzaba un ataque de fuerza bruta, movilizando miles de ordenadores zombis para desencriptar una clave particularmente astuta. Al igual que su maestro Julian Assange, Fred era ante todo un programador nato, capaz de dominar en unos días los lenguajes más sofisticados que aparecían continuamente en el mercado, y se había servido de esta aptitud para escribir algoritmos de generación de formas y de texturas totalmente innovadores. Se habla a menudo de la excelencia francesa en el sector de la aeronáutica o del espacio, pero se piensa con menos frecuencia en los efectos numéricos especiales. Gran parte de los clientes de la empresa de Fred eran los más grandes blockbusters de Hollywood; cinco años después de crearla ya había alcanzado el tercer puesto mundial.
Cuando entró en su despacho, antes de arrellanarse en el sofá, Doutremont comprendió inmediatamente que las noticias serían malas.
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Traducción de Jaime Zulaika.
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