10/02/2021
Empieza a leer 'Autorretrato con piano ruso' de Wolf Wondratschek


¿Sabe el azar lo que quiere?


1. ¿APRETÓN DE MANOS CON UN MUERTO?

En el café, todas las mesas están ocupadas. Todos los chistes se han contado y todos los periódicos se han leído. Extranjeros y autóctonos. Los camareros bailan. En el aire se aprecia el puro que se consume. A mi mesa está sentado un ruso que fue pianista en su juventud, una celebridad olvidada. Se ha resignado a ello. Moscú, Londres, Viena, todas las distancias se resumen en el primer verso de un poema, todos los espacios se funden en un enigma. Intenté desentrañarlo con la mente clara, pero fracasé. Al final, lo que uno recuerda son las habitaciones de hotel, más que los conciertos. Un apretón de manos demasiado fuerte. Mujeres atractivas que llaman a la puerta y se disculpan por haberse confundido. Una maleta con el cierre roto. La Torre Eiffel entre la niebla; durante dos días no se veía nada. Y, por supuesto, lo que todo el mundo sabe: el arte no puede hacer nada, y no puede hacer nada para remediarlo.

Es inexplicable cómo una persona se puede volver tan prescindible, una persona como yo, que al final cae en el olvido, sin zapatos, sin sueños. Su mano derecha, que una vez fue una zarpa, juega con un cigarrillo que los médicos le han prohibido fumar. El corazón. Lo tiene por escrito: morirá. Eso es, responde él, lo que deseo. Y nada de música, ni una nota, pero sí las campanas de la iglesia, que repiquen igual que lo hacían en las aldeas de mi tierra natal, las de mis abuelos, mis tías y tíos. Las vacaciones de verano, recuerdo largas semanas breves. Cuevas en las que no me atrevía a entrar. Pollos que se desangraban en las manos. Esperar las tormentas. Recoger ramas para un fuego que, por supuesto, estaba prohibido hacer, pero al hombre que pasó a caballo no le importó; él estaba absorto en la canción que cantaba. No tenías que portarte bien, podías quedarte despierto hasta tarde y escuchar las historias que contaban los adultos. Alguien te llevaba a la cama cuando te quedabas dormido con el sabor dulce de los frutos del bosque todavía en la boca. ¡Qué vida tan feliz! Estar descalzo en el barro. Caerse de los árboles sobre blando y volver a subir. Una y otra vez, sin parar. Había mujeres jóvenes y fuertes que trabajaban en los campos y a las que me daba vergüenza mirar. ¿Qué edad tenía para esos pensamientos que no eran los propios de un niño? Ah, sí, ya me llamaban la atención algunas chicas desvergonzadas y con las mejillas coloradas que se escondían. Recogía lo que encontraba, lo volvía a tirar y seguía andando. Rebaños de ovejas. Surcos de ruedas en la tierra. Adivinas ambulantes, jóvenes y viejas, que, dado que el futuro era un mal negocio, también comerciaban con perlas y raíces milagrosas. Las primeras teclas blancas y negras de un acordeón. Los pañuelos azules, el color del amor. Regresa pronto, pienso en ti. Después vinieron los alemanes, dejaron el dinero pero se llevaron el jabón y las cerillas. Llegó la muerte y no quedó nadie para contarlo. Los ancianos que seguían con vida dejaron de hablar. Los que se metían en la cama ya no se levantaban. Si se daba el caso de que alguien cantara, era solo en el pensamiento, en secreto. Durante mucho tiempo no se encendieron más velas frente a las imágenes de los santos. El amor era calentarse las manos los unos a los otros. Nadie salió de Leningrado ni nadie entró. Una ciudad presa del hambre. Siberia era entonces, por increíble que parezca, el lugar más seguro.

Escucho a un hombre al que acabo de conocer, cuya dicción, en un idioma extranjero para él, suena extraña, como un castillo de naipes frágil y sonoro que intenta proteger con cuidado, incluso de su propio aliento. Las frases suenan como si fueran cuesta arriba. Y todavía hay algo más que no facilita su comprensión, y es que tiene la mente distraída y perdida. Oye el hielo que se rompe en los canales, los disparos contra los osos, las notas falsas que, inexplicablemente indispuesto, tocó en París. Creo que hay que acostumbrarse a darle tiempo.

Se seca los labios después de beber agua de un vaso en el que, sin que se haya percatado, se le ha caído ceniza del cigarrillo y me mira como si le hubiera dado una respuesta inteligente a una pregunta que no ha formulado.

Eso espero, dice. Va a llover y eso siempre me ha encantado. Va a llover durante un buen rato. Va a llover en la oscuridad, bajo las estrellas. No creo en Dios. Soy otro tipo de creyente, a la antigua.

 

2. ¿ES QUE NO TENEMOS DERECHO A VIVIR?

Quedé con el anciano ruso. Propuso un restaurante italiano que no estaba muy lejos de su casa.

Lo vi a través de la ventana y parecía un mendigo. Fumaba. Estaba cansado. Aunque le habían prohibido el café, pidió uno y se espabiló. Saltarse las prohibiciones siempre ha sido un estimulante que lo ha alentado a vivir. A mi corazón le encantan mis estupideces. No todas, pero esta y un par más me las perdona, o eso espero. Todavía palpita sin interrupciones. Aunque a veces es cierto que amenaza con quedarse quieto. La peor vez, me contó, fue en París, cuando buscaba la tumba de la pianista rumana Clara Haskil en el cementerio de Montparnasse durante el descanso de los ensayos para un concierto. Ella yacía allí, en la tumba, y él se quedó allí sintiéndose inútil. Ella sabía más que yo. Yo no sabía qué era lo que ella sabía. Solo sabía que era importante saberlo y que yo no lo sabía. Un secreto, otro más, cuando hablamos de música. Es interesante escuchar algo que no puedes explicar, y cuantísima música hemos escuchado a lo largo de nuestras vidas: música buena, espléndida y maravillosa. ¡Y aun así! Le dolía el corazón. La admiraba más que a nadie que se hubiera sentado frente a un piano de cola, pero se guardaba para sí mismo esa veneración. Muy a su pesar, nunca la había escuchado interpretar en el escenario ni, por supuesto, la había conocido personalmente, aunque esto último no lo lamentaba, porque no habría encontrado palabras para expresarle su admiración, y estrecharle la mano le hubiera parecido una impertinencia. Pero los años y los kilómetros de distancia los habían mantenido alejados. Tenía quince años y acababa de llegar a Moscú para estudiar cuando Haskil murió, en Bélgica, aunque fue enterrada en París. Resbaló por las escaleras, creo, una caída de la que no se recuperó. Un descuido que nunca hubiera cometido en el piano. ¿Qué quiere decir eso? ¿Es que no tenemos derecho a vivir?

En ese momento no significó mucho ni para él ni para el resto de los estudiantes, pero eso cambió cuando descubrió sus discos y quiso saberlo todo acerca de su vida, su formación, su carrera y su repertorio. A partir de entonces fue como si se hubiera enamorado de ella y de la modestia con la que se había mostrado ante su público, de la grandeza de esa modestia. Podía resultar doloroso ver lo poco que quiso llegar a ser, cómo logró escapar hacia la simplicidad sin traicionar a la música. La música no es una habitación que se pueda volver a pintar. ¿Hablaba ella ruso? ¿Hablaba ella siquiera? ¿Acaso no tenía las manos frías antes de cada actuación, demasiado frías para Mozart, quien luego se las calentaba? Entonces ya había médicos en la vida de ella, pero todavía no en la de él.

Ah, sí, algo más que nunca olvidaré, dijo Suvorin de repente, y en sus pensamientos volvía a estar en París, en sus años de juventud. Cuando visité su tumba, vi un gato que no me prestó la más mínima atención, ni siquiera me miró, estaba tumbado sobre la losa del sepulcro de tal manera que cubría, con su pequeña cabeza, la fecha de la muerte, como si quisiera engañar al mundo, no, aún mejor, como si quisiera demostrar que el mundo se equivocaba y borrar su muerte. Todo lo demás, el nombre, la fecha y el lugar de nacimiento, se podía leer. Extraño, ¿verdad?

Suvorin había dejado de dar conciertos y tampoco asistía a ninguno. En algún recoveco de su mente todavía había un piano de cola, como para poner fotografías. Qué jóvenes fueron todos una vez. Siempre con un pie en la cárcel, lo que, aún mucho después de la muerte de Stalin, podía significar el exilio, el gulag, el fin en general. Podías morir muy rápido o, por lo menos, convertirte en moribundo. Y morías lentamente. Mejor beber por ello que desanimarnos.

Pasó un camarero y se detuvo para tomar nota. Ya no bebo.

El camarero se alejó rápidamente.

Qué pena, dijo, y se rascó la comisura del labio para quitarse una hebra de tabaco. Ya no puedo, es así. He estado bebiendo alcohol desde que tengo edad para hacerlo. No lo piensas, lo haces. No soy exactamente lo que llaman un «patriota», no en el sentido político, pero por qué no admitimos que somos más indulgentes con nuestros propios vicios que con los de los demás, y que cada vez que nos preguntan por el alcohol en Rusia en una entrevista damos la misma respuesta. «Old Russian tradition!» Lo que traducen por «Somos rusos y bebemos». No entendían suficiente del tema. ¿Los rusos beben porque son infelices? ¿Comunistas desdichados? ¿El alcohol ayuda a combatir el hambre? ¿Era ese un motivo para desplazarse a Occidente, para no convertirse en un borracho? Tocaron todos los registros.

¡No, en serio! No soy una oficina de información. Pero, por supuesto, se me ha ocurrido alguna que otra observación al respecto, con un grado de seguridad adquirido a lo largo de los años. «¡No confíes en nadie que no beba!» era una de ellas. Los que bebían en secreto nos daban pena. Aunque tampoco es que vivieran mucho. Nosotros no bebemos como los aristócratas. Nos contentamos con simples vasos de agua. Estar tan cerca de la llama que la hoguera te envuelve, ¿lo comprende? Protege a las personas de su gran país.

No necesitaba nada mientras estuviera tocando el piano, pero ¿qué podía hacer con las manos en mi tiempo libre? ¿Dónde estaba el vaso? Hoy en día, todavía me siento algo desnudo sin uno.

Miró por encima de mi cabeza algo que había en la pared. ¿La indulgencia de una vida longeva? No lo sé. ¿Aún más sueños inalcanzables?

Pero me gustaría contarle una historia. Moscú, sala de conciertos Chaikovski. Una delicia de la arquitectura. Una tarta cortada por la mitad. Y sin embargo no tiene una mala acústica. Puedes llegar a ser un héroe. Hay fantasmas. Nunca he tenido las manos frías. Pero esa noche del estreno de la segunda sinfonía de mi amigo Alfred Schnittke, tenía calor. Me ardían hasta las puntas de los dedos. Dos de mis alumnas no tenían entradas para ese concierto privado, no se había puesto a la venta ninguna. Por seguridad. Así que se les ocurrió algo. Estaban obsesionadas con entrar en la sala. Y mire, así fue. No solo los compositores viven de la inspiración. Aparecieron a primera hora de la tarde, se hicieron pasar por mujeres de la limpieza y las dejaron pasar. Cuando llegaron a la escalera, se metieron en una caja que alguien había dejado para restaurar y estuvieron escondidas las siguientes cuatro horas, hasta poco antes de que empezara el concierto.

Pareció percatarse por primera vez de que yo lo escuchaba. Y a usted, ¿qué le haría meterse en una caja? Y prosiguió su explicación, sin esperar una respuesta que, de todos modos, no habría sido capaz de darle.

Cuando, hace un año, mi esposa murió en una colisión completamente absurda pero mortal con un autobús urbano, llamé a una de ellas. Actualmente es musicóloga. Al final me vi obligado a cumplir la última voluntad de mi esposa de ser enterrada en tierra rusa. Bueno, no se refería a que debía llevar el cuerpo a Moscú: lo que quería decir era algo más poético. Sentía nostalgia, así era ella. Añoraba la tierra de su hogar. Así pues, le encargué a mi antigua alumna que me enviara tierra desde Rusia. Los gastos de envío a cargo del destinatario, por supuesto. Es una mercancía pesada.

 

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Traducción de Eva García Pinos.

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Autorretrato con piano ruso

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