08/04/2021
Empieza a leer 'Aviones sobrevolando un monstruo' de Daniel Saldaña


NOTA PRELIMINAR

Hace muchos años leí, en un libro de ensayos del poeta Robert Creeley, una pregunta que nunca he logrado sacudirme: «¿Puede uno derretirse autobiográficamente?» Este libro es, en parte, un intento de respuesta a esa pregunta.

A los diecinueve años, mientras estudiaba en Madrid la carrera de Filosofía, entré a trabajar como redactor a una revista literaria. Decir que entré a trabajar es, como casi todo en estas páginas, una exageración: durante un periodo de prueba no recibí ningún sueldo, pero me permitían errar entre las fotocopiadoras y el garrafón de agua unas cuatro o cinco horas por día. A veces me confiaban un texto para corregir o traducir, o me ponían a capturar el aburridísimo índice anual de colaboradores. 

Un día, no recuerdo ya si porque lo propuse o porque me lo propusieron, escribí una reseña de una exposición de arte contemporáneo. Era un texto torpe, escolar y poco informado, pero sin venir a cuento incluí la mención de una revista neosituacionista inexistente, que según mi artículo se había presentado por aquellas fechas en el madrileño barrio de Malasaña. En otras reseñas de aquella época, más adelante, difundí nuevos rumores sobre aquel exaltado grupúsculo neositu en el que, de manera difusa, estaba ya el germen de una novela que escribiría más tarde. Esa ficción mínima, escondida en un texto que se pretendía non fiction, es lo único que salvaba a ese primer artículo que firmé. 

Como nadie en la revista tenía mucha idea de arte contemporáneo, y como supongo que tampoco tenían la paciencia para explicarme que mi texto era muy malo, me publicaron la reseña y hasta me pagaron por ella. Así empezó mi carrera de escritor a sueldo. Desde entonces he escrito y publicado muchos textos por encargo, a veces contra reloj, a veces con un tema asignado, a veces incluso como escritor fantasma, poniendo mi prosa pero no mi nombre.

Los textos aquí reunidos son producto de una labor análoga a la de aquella primera reseña. Algunos fueron escritos, en principio, para cumplir cierta comisión o ganar un monto más o menos irrisorio, pero en las múltiples reescrituras y rondas de correcciones cobraron otro sentido. Y, a pesar de su origen pedestre, quiero pensar que todos son fieles a un impulso personal; que todos guardan, entre líneas, ese oscuro corazón ficticio que, no tan paradójicamente, le confiere verdad a una escritura («Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa», dice Antonio Machado).

La aleatoriedad del freelanceo moderno impone a veces temas medio absurdos. Se me ha llegado a pedir que escriba sobre asuntos de los que no tenía la más pálida noción, pero una mezcla de cinismo y desempleo me ha empujado a tomar tales propuestas como retos, lanzándome a las bibliotecas públicas a investigar, en jornadas maratónicas, sobre la historia de la cetrería persa, las peregrinaciones budistas o el rosacrucianismo. Con todo, el azar objetivo me ha puesto una y otra vez ante temas que me son caros y sobre los que ya había pensado antes. El lector o la lectora de estas páginas encontrará, por ejemplo, una reaparición constante de la ciudad como superposición de capas narrativas, el sonido de los aviones, el ritual, la enfermedad y el dolor, las drogas. Uno tiene sus duendes, vaya, que lo persiguen de por vida aunque les aseste patadas.

De la Ciudad de México a Madrid, de Cuernavaca a Montreal y de allí a La Habana, este libro dibuja, además, un recorrido, o un derretimiento autobiográfico, por las ciudades que me han marcado.

«¡Horrible vida! ¡Horrible ciudad!», escribe Baudelaire en otro poema que releo mucho, de El spleen de París (una ciudad, quiero creer, menos horrible que Cuernavaca). Horrible oficio, añado aquí: solitario e incierto, sembrado de obstáculos reales e ilusorios, desesperante y mal pagado. Pero también oficio dulce, que me sosiega y me hace olvidarme de casi todo lo que en general me angustia. Pensar sobre la ciudad desde la que escribo, o sobre el cuerpo que teclea estas palabras, es siempre, invariablemente, pensar también el acto mismo de escribir, sus consecuencias. Por eso se cuelan, en estas páginas, algunas reflexiones sobre el oficio, horrible y luminoso, de poner una palabra delante de otra.

 

AVIONES SOBREVOLANDO UN MONSTRUO

1

Me acerco a la ventanilla del avión casi hasta pegar mi cara contra ella. Sobrevolamos la ciudad. Juego a identificar los edificios: el World Trade Center, antes conocido como Hotel de México; la Torre Latinoamericana, a lo lejos, marcando el territorio del Centro Histórico; el mall de Reforma 222, por donde pasaba todos los días para ir a mi trabajo como editor hace unos años, antes de emigrar a Canadá.

No había estado en la Ciudad de México en los últimos doce meses y lo único que puedo pensar es que es horrible, y que la amo. Esta contradicción es perfectamente común y todos los chilangos la hemos sentido alguna vez cuando atisbamos el monstruo desde lejos. Pienso en todas las veces que he visto el infinito océano de calles, casas grises y avenidas sucias de la ciudad extenderse bajo mis pies desde un avión. Cada vez, al llegar a México, he experimentado esta misma mezcla de repulsión y encanto, este movimiento de atracción y rechazo.

Ese doble impulso lo sintió también Efraín Huerta, que en 1944 publicó su «Declaración de amor a la Ciudad de México» en el mismo libro en el que se incluía uno de los textos más hermosos y justos sobre el DF que se hayan escrito nunca: «Declaración de odio a la Ciudad de México». A veces leo ese poema en voz alta, exaltado, para recordar mi origen: «Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa, / cada hora más blanda, cada línea más brusca.»

Hace diez años, exactamente, aterricé en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México al que ahora nos acercamos. En ese entonces volvía procedente de Madrid, después de pasar cuatro años viviendo en España. Yo era un joven poeta de veintiún años y tenía una beca del gobierno mexicano para escribir mi primer libro. Nunca había vivido como adulto en la ciudad, pero una incombustible altanería –característica de los poetas jóvenes– me hacía confiar ciegamente en el futuro.

Era octubre de 2006 y me instalé en un pequeño departamento de la colonia Roma, que en ese entonces no se había gentrificado hasta los ridículos niveles de hoy en día. 

La vecindad en la que vivía, llena de plantas y de pericos enjaulados, tenía su entrada justo entre una sinagoga y un local de reparación de pianos –el soundtrack de mi vida durante esos años era una mezcla extraña de música judía y experimentos atonales, como una composición de John Zorn pero accidental y callejera–. Por una extraña peculiaridad arquitectónica, el breve pasillo que conectaba mi sala, mi cocina y mi cuarto estaba descubierto, sin techo, de modo que cuando llovía tenía que mojarme para pasar de un espacio a otro del departamento.

Tenía muy pocas pertenencias: una orquídea que me llevé de casa de mi madre, un puñado de libros de poesía y una cafetera italiana. Vivía a base de quesadillas, sexo y cerveza de lata. Me sentaba en una pequeña silla de madera en el pasillo sin techo y escribía poemas en una vieja laptop frente a mi orquídea. No conocía a nadie, nadie me conocía. El DF –que ahora ha dejado de llamarse «DF»– era una aglomeración de posibilidades.

Poco después, a través de la beca que tenía para escribir mi primer libro, conocí a otros poetas. Bailé con ellos, me peleé con ellos, los amé, me emborraché con ellos, nos insultamos. Las cosas que hacen los poetas jóvenes de cualquier ciudad, y que paradójicamente los hacen sentirse únicos. Yo me sentía único, escuchando las notas imperfectas del afinador de pianos mientras bailaba en el pasillo descubierto de mi pequeño departamento, bajo mi lluvia de interior.

 

2

Hace ya dos semanas que estoy en la Ciudad de México, después de aquel aterrizaje en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez –después de ese momento en que pensé, como Efraín Huerta, que amo y odio esta ciudad–. Dos semanas de salir todos los días, de vol ver en la madrugada, ebrio de luz eléctrica, y de intensidad y de smog y de tequila. Dos semanas de este paréntesis extraño que es mi visita al lugar donde nací, después de un año viviendo fuera.

Jorge, Benjamín y yo miramos el cielo, acostados en la azotea, mientras hablamos. La conversación se interrumpe de vez en cuando por el ruido de los aviones. La colonia Narvarte, en donde estamos, está en la ruta de aterrizaje del Aeropuerto Benito Juárez: cientos de vuelos comerciales, sobre todo a partir de las dos de la tarde, ejecutan una elegante curva sobre el techo de la casa de Benjamín antes de apuntar hacia alguna de las dos pistas de aterrizaje y despegue del vetusto aeropuerto. (Siempre me sorprendió que el nombre de esas pistas fuera 5L/23R y 5R/23L, como si no fuéramos capaces de reconocer que es un aeropuerto de dos pistas, y que bien podrían llamarse 1 y 2, respectivamente.)

Hace tres horas, Benjamín, Jorge y yo nos metimos media dosis de LSD cada quien. Ahora conversamos con cierto letargo, desde la lucidez alucinada de la droga, interrumpidos de vez en cuando por el ruido de las turbinas sobre nosotros. Es un domingo resplandeciente y lento. Deben ser las tres o las cuatro de la tarde.

Cada vez que el sonido de las turbinas de un avión corta el cielo a la mitad, Benjamín, Jorge y yo nos callamos para mirar y escuchar con todo el poder de nuestra atención. La aeronave asoma la nariz por el extremo izquierdo de nuestro campo de visión, que imagino corresponde al norte. Desde ahí se desliza suavemente hacia el extremo opuesto, como un cuchillo caliente que atraviesa un bloque de mantequilla. El ruido resuena unos segundos más, cuando el avión ya no es visible desde donde estamos tumbados. El LSD acentúa el efecto Doppler y sé que los tres –Benjamín, Jorge y yo– estamos pensando en eso mismo, en la forma en que el sonido de los aviones revela, de un modo casi científico, la curvatura del planeta y el tamaño exacto de la atmósfera sobre nosotros.


Hace poco más de un año, de un modo bastante imprevisto, fui el actor protagónico de una película filmada en la Ciudad de México, justo antes de irme a Canadá. Digo que fue imprevisto porque no soy actor y nunca antes había trabajado en cine. Pero acepté actuar en la película porque me pareció que sería una experiencia interesante –y necesitaba el dinero–. Cuatro días de rodaje, de los dos meses que duró el asunto, transcurrieron en la colonia Narvarte –a unas diez calles de la casa de Benjamín desde donde miro el cielo acostado en la azotea–. Durante la filmación, el paso de los aviones hizo tortuoso el trabajo del sonidista, que se perdía momentos importantes de un diálogo más bien improvisado e irrepetible. En vista de los problemas que eso supondría para el proceso de edición, me acostumbré a callar cada vez que pasaba una aeronave. De un modo más o menos natural hacía una pausa en cuanto intuía el ronco sonido de las turbinas en lo alto, y luego continuaba el diálogo cuando el ruido era ya imperceptible. Así fue como el director acabó rodando tomas de hasta diecisiete minutos sin un solo corte, para gran irritación de buena parte del crew –acostumbrado a un estilo más conservador y expedito de trabajo–. Esa experiencia me volvió extremadamente sensible al paso de los aviones en la Ciudad de México, que antes había ignorado con relativo éxito durante treinta años. Desde entonces, no puedo tener una conversación en el DF sin hacer una pausa, aunque sea mínima, cuando pasa un avión.

 

3

No sé de dónde saqué la peregrina idea de que podía dedicarme a la escritura, pero es una idea conflictiva, por decir lo menos. Nadie puede dedicarse a la escritura en México. O bueno, quizás sí, pero son personas que no conozco y que, en última instancia, no tengo el más mínimo interés en conocer. Para vivir holgadamente como escritor en México uno tiene que opinar mucho sobre futbol y política –en un sentido chato de la política, desde luego– y dar conferencias sobre temas diversos y salir en la tele. El resto de los escritores mexicanos nos dedicamos a mandar emails lastimeros pidiendo trabajo o solicitando becas, cuando no a trabajar jornadas infames en oficios afines.

No sabía nada de esto cuando llegué a vivir a la ciudad hace exactamente diez años, ansioso de plasmar en inocentes versos mi escuálida visión del mundo mientras escuchaba la música de la sinagoga y del afinador de pianos. Creía entonces, con un fervor ridículo, que sería la gloriosa excepción a la norma. Me dedicaría a escribir poemas y conquistaría lentamente el mundo desde mi pasillo sin techo en la colonia Roma. En vez de eso, terminé trabajando jornadas de diez u once horas al día en una revista, una editorial, un festival, una película independiente.

Escribir en la Ciudad de México es como conversar cuando se está bajo la ruta de despegue y aterrizaje de los aviones: hay que callar de vez en cuando, dejar que el ruido lo ocupe todo, que el cielo se parta en dos antes de retomar la palabra. Entre 2006 y 2015 intenté ser un escritor en la Ciudad de México. El cielo se partió en dos muchísimas veces durante ese tiempo.

Al principio sobreviví gracias a las becas. Ahora bien, en México hay becas para escritores jóvenes que implican que uno debe asistir a ciertos talleres, con tutores de una generación senior. Esos escritores mayores son, salvo excepciones, personas que no tienen otro mérito que haber envejecido. La literatura en México es una gerontocracia. Los viejos son celebrados por cumplir años; los jóvenes son mirados con recelo y tratados con displicencia. Y los talleres, en general, son espacios en los que se liman todos los ángulos de la escritura, homogeneizando y quitándole el filo o la rareza a un texto. Durante tres años viví gracias a becas de ese estilo, oponiendo al sistema de talleres una tozudez hiperbólica.

Pero toda beca se acaba. Una vez que empecé a trabajar como editor de una revista literaria pensé que en el fondo no estaba tan mal dedicarme a eso. Podía escribir un poco durante la semana más floja, inmediatamente después del cierre de edición. Podía pedirles textos a todos los autores que me interesaban. Vaya, me pagaban por leer poesía: dentro de todo, no estaba tan mal. Pero esa ilusión duró poco: la revista era un nido de víboras. Editar cada número era como bailar con hienas. Escritores afines al poder político repartiéndose un prestigio imaginario y macerándose en la mediocridad de una prosa que, como mucho, aspiraba a una pálida eficiencia. No eran los únicos, pero sí la mayoría. El director de la revista, un renombrado liberal, se ensañó conmigo porque osé hablarle de «tú» en vez de «usted» –mi maldita educación Montessori–. Así que terminé por irme.

En cualquier caso, no todo fue malo en aquellos años. Me casé con una mujer inteligente y hermosa. Nos mudamos juntos a la colonia Narvarte, justo bajo la ruta de aterrizaje de los aviones. El sonido recurrente de las turbinas se convirtió en el nuevo soundtrack de mi existencia, reemplazando la música de la sinagoga y del afinador de pianos.

Y luego, poco a poco, todo se fue torciendo, avivado mi vicio y mi violencia por la hipertrófica urbe. Observé con ternura el crecimiento de mi alcoholismo como otros vigilan la maduración de un hijo. Me volví un ser irritable, con accesos de ira. Escribí una novela en los tiempos muertos de mi devastación. Y luego se partió el cielo en dos. Me divorcié. Perdí toda la fe en lo que hacía. Me tuve que quedar callado durante un tiempo, escuchando el paso de los aviones.

 

Aviones sobrevolando un monstruo

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