11/02/2022
Empieza a leer 'Bueno, aquí estamos' de Graham Swift
Son ilusiones de la vida lo que recuerdo.
JONI MITCHELL
Jack esperó entre bastidores. Sabía retrasar su aparición la cantidad exacta de segundos. Estaba tranquilo. Tenía veintiocho años, pero con doce de experiencia escénica, sin contar el año y medio que había estado en el ejército, era todo un veterano. Los tempos se llevaban en la sangre, si pensabas en ello te liabas.
Se toqueteó la pajarita, se llevó la mano a la boca y carraspeó educadamente, como si estuviera a punto de entrar en una habitación cualquiera. Se alisó el pelo. Con las luces de la sala amortiguadas oía el creciente murmullo, como si algo empezara a hervir.
No ocurría con frecuencia, pero en aquel momento ocurrió. La súbita contracción del estómago, el pánico, el vértigo, las náuseas. No tenía que hacer aquello: transformarse en otro. Planteaba la petrificante pregunta de quién era él, de entrada, y la respuesta era sencilla. No era nadie. Nadie.
¿Y dónde estaba? No estaba en ninguna parte. Estaba en una frágil plataforma construida sobre las inquietas aguas del mar. Normalmente no pensaba en ello. En aquel momento incluso sus piernas habrían podido transformarse en inútiles puntales de hierro oxidado, fijados en la arena. Por encima de todo estaba el temor a que vieran aquello, a que supieran que sufría de aquel modo.
Nadie lo sabría nunca. Nadie en cincuenta años.
Comprobó la cremallera del pantalón por cuarta o quinta vez, limitándose ya a rozar el aire.
Necesitaba que alguien lo lanzara, que le dieran el brusco empujón por la espalda. Solo una persona había sabido hacerlo: su madre. Aquello tampoco lo sabría nunca nadie. Todas las noches, todas las veces, allí estaba su empujón invisible. Él apenas lo notaba y apenas pensaba en darle las gracias.
¿Dónde estaba aquella noche? Por lo que él sabía, estaba con un hombre llamado Carter, ella lo llamaba su segundo marido, un tipo que tenía un garaje en Croydon. Que le aprovechara. En cualquier caso, aquello no le había impedido darle el invisible empujón en la espalda todos aquellos años. A veces incluso imaginaba, nuevamente invisible entre los asientos, en la oscuridad, su mirada vigilante y aprobadora.
Ese es mi Jack, ese es mi brillante muchacho.
Propietario de un garaje y se llamaba Carter. Es una pregunta, amigos, es una pregunta. Había un teatro en Croydon que se llamaba El Grande. Él había actuado allí, en una comedia musical navideña. El sirviente Buttons. ¿Se había presentado ella en secreto con el señor Carter, oliendo a motor de coche y pensando: la dichosa Cenicienta? Ese es mi Jack, mi chico.
Ahora era un chico de veintiocho años y todo un veterano, llevaba como una segunda piel aquella indumentaria blanquinegra que era el desfasado atuendo de los animadores, los estafadores, los disfrazados de todo el mundo. En los últimos tiempos se llevaban los pantalones vaqueros, las cazadoras de cuero y las guitarras de sonido vibrante. Pero había conocido todo eso demasiado tarde. Lo suyo era el bastón, el canotier y los zapatos de claqué. «Y ahora, amigos –no gritéis demasiado fuerte, chicas–, ¡los sensacionales Rockabye Boys!» Como si él fuera su puto tío. Pero tenía la clase de aspecto (y él lo sabía), la sonrisa y el mechón de pelo –volvió a echárselo hacia atrás– capaces de dejarlos boquiabiertos (en escena y fuera de ella, dicho sea de paso).
Siempre que consiguiera salir a escena.
En cuanto al «primer marido» de su madre, había un hombre que ni era realmente nadie ni estaba realmente en ningún sitio: su padre. Pero entre uno y otro –y había sido un intervalo largo– también ella había trabajado en el teatro, y qué oficio más cruel y más cabrón. Si piensas en él te lías. ¿Y a quién tenía ella para que le diera el empujón?
Nadie debía ver aquello, nadie debía saberlo. Oía el creciente murmullo que esperaba para engullirlo. Tenía que respirar, respirar. «No llores, Cenicienta.» Ahora solo se tenía a sí mismo para recibir el empujón, pero ¿cómo dárselo? Cruza la línea, pasa el límite.
Jack era maestro de ceremonias aquella temporada (la segunda) y Ronnie y Evie eran los primeros después del intermedio. Trabajaban en el espectáculo gracias a Jack y no estaba tan mal ser los primeros después del intermedio. Cuando todo cambió y se fue a pique aquel agosto, pasaron a ser los últimos, solo por delante del número de Jack que cerraba la función.
Por entonces también empezaron a ocupar un lugar más importante en el cartel. La gente iba especialmente para verlos a ellos. En las carteleras empezaron a verse, pegados encima, volantes que decían: «Vengan y vean con sus propios ojos.» Jack había comentado: «¿Con qué otros ojos podrían ver?» Pero sus ocurrencias no eran muy numerosas en aquellos tiempos. Sus chistes públicos prosiguieron. ¿Conocéis aquel de la mujer del propietario del garaje? El espectáculo debía continuar.
–Estáis en Brighton, amigos, así que saltad como cabritánicos.
Todo esto siguió hasta principios de septiembre, y el público solo veía el lado asombroso de la cosa, esa cosa de la que tanto se hablaba. Entonces terminaba el espectáculo y la cosa de la que tanto se hablaba no era más que eso, solo podía existir en el recuerdo de quienes la habían visto, por sus propios ojos, durante aquellas semanas de verano. Luego esos recuerdos se desvanecerían. Incluso podrían acabar preguntándose si la habían visto de verdad.
También acabaron otras cosas. Ronnie y Evie, que habían tenido un debut notable, que habían salido de la nada, se habían hecho famosos aquel verano y habían alcanzado una posición segura, y hasta parecía que tenían un gran futuro por delante, no volvieron a aparecer en escena. A Ronnie no volvieron a verlo nunca más.
Eddie Costello, un gacetillero local de «Artes y Espectáculos», había escrito hacía un mes, o antes, que la pareja –porque eran pareja en la vida real– había «arrasado en Brighton». Seguramente una exageración en su momento, ahora era la mitad de la historia, que ya no era una simple noticia de «Artes y Espectáculos».
Evie acabó por quitarse el anillo de compromiso. Había sido otro ejemplo de que el espectáculo debe continuar. En la época en que se le ocurrían bromas a porrillo, Jack había soltado que aunque se habían comprometido a actuar en verano, no tenían por qué estar comprometidos. Pero era evidente que lo estaban. El anillo de compromiso, con su única y brillante gema, era además un complemento visible –pequeño pero visible– del atuendo plateado de la muchacha. ¿Qué efecto habría producido si se lo hubiera quitado antes de terminar la temporada? Era, como todos los anillos de aquella naturaleza, una garantía. Si todo hubiera funcionado, y seguro que lo habría hecho, se habrían casado aquel septiembre al acabar la temporada y se habrían ido de luna de miel, a ser posible no a Brighton.
O quizá Evie esperaba que por seguir llevando el anillo todo volviera a ser como antes. Que todo pudiera rectificarse. No se lo había devuelto a Ronnie. Ronnie no se lo había pedido. Ronnie no había dicho nada. Que el propio anillo decidiera.
Un día de aquel septiembre, cuando terminó la temporada y la policía dijo que ella era libre de irse de Brighton, Evie hizo algo que estaba cantado. Fue al final del muelle, se quitó el anillo y lo arrojó al mar. Nunca se lo dijo a Jack. Incluso entonces había pensado, sin saber qué iba a ser de su vida, que tirar el anillo podía hacer, en cierto modo, que todo volviera a ser como antes. Incluso podía hacer que Ronnie volviera.
Era el típico espectáculo de costa en vacaciones. Variedades. Números que iban desde acróbatas de circo hasta los prometedores Rockabye Boys, pasando por la gorda y ya no tan prometedora Doris Lane, unas veces conocida como «Señora de la Melodía», otras llamada (por impertinente referencia a una de sus rivales) «Novia de las Fuerzas Armadas». Números que iban desde malabaristas hasta giraplatos, pasando por «Lord Archibald», que apareció con un gigantesco oso de peluche –«tenía la mano metida en su culo», en palabras de Jack– con el que hablaba, y que le respondía con un notable talento para la réplica. Durante toda aquella temporada sostuvieron conversaciones sobre la cambiante situación del mundo: lo que Macmillan le habría dicho a Eisenhower y cosas por el estilo. A veces incluso podían «ser» Macmillan y Eisenhower, o Jrushchov y De Gaulle. Era graciosísimo, un oso de peluche hablando como el general De Gaulle.
Pero todo se sostenía gracias a Jack, que era el maestro de ceremonias. Daba la impresión de que el espectáculo era suyo. Todos acabaron estando bajo su égida y no habría sido lo mismo sin él. Colega de noche, perfecto anfitrión. Fuera de escena decía que él era únicamente el que engrasaba las ruedas: cuanta más grasa, mejor. Pero esa no era una tarea pequeña.
Por entonces era Jack Robinson, como el de la frase hecha «antes de que puedas decir Jack Robinson». Un poco de rollo, unos chistes, algunos obscenos, un poco de canto, un poco de baile, un poco de taconeo. Hacía las presentaciones y los interludios, pero también tenía algunos números propios y siempre aparecía al final para cerrar la función y hacer sus piruetas de despedida.
Lo importante era que todos volvieran a la calle con el humor festivo confirmado, sintiendo que habían gastado bien su dinero, que se habían divertido, y creyendo que también ellos podían cantar y bailar un poco. Para muchos, el espectáculo nocturno del muelle era el plato fuerte del día.
– Y con esto, amigos, vuestro querido colega Jack Robinson os da las buenas noches y os desea felices sueños, durmáis con quien durmáis. Acompañará vuestra salida una breve canción. Creo que ya la conocéis. ¡Maestro..., cuando quiera!
When the red, red robin... (Cuando el petirrojo rojo, rojo...)
Si el público se animaba, a lo mejor la cantaba mientras salía. También es posible que cuando todos estuviesen fuera y viesen las farolas, y oyeran y oliesen el mar otra vez, cantaras algunos pasajes de la canción en su cabeza, o incluso en voz alta, mientras recorrían con pasos alegres el paseo de madera.
I’m just a kid again doing what I did again! (¡Vuelvo a ser un niño y hago lo que hacía de niño!)
Era agosto de 1959.
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Traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle.
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