01/03/2025
Empieza a leer 'Como el amor' de Maggie Nelson

  

Para Wayne
y para Eileen

 

LUCES
Un prefacio

Ya están saliendo los créditos, el cine sigue a oscuras. Una madre – mi madre– se me acerca y me susurra: «Bueno, ¿qué te ha parecido?». ¿Que qué me ha parecido? ¿Cómo puede alguien estar tan tranquilo como para pensar, hablar? Mi labor está clara: debo proteger la transmisión, sacarla a escondidas del teatro, examinarla más tarde en mi habitación, ver si brilla todavía. Solo así podría empezar a pensar en qué decir sobre ella. Si las frases me parecen lo bastante imponentes, puede que empiece a escribirlas. Esto es lo que he aprendido: si pones lo suficiente, al final, aunque sea de forma imprevisible, sale algo. (James Baldwin: «Todos los artistas, si quieren sobrevivir, se ven obligados, al final, a contar toda la historia; a vomitar la angustia».)
Mi madre me llevó a ver la mayoría de las primeras obras de arte que pude contemplar, desde John Waters hasta Jeff Koons. Muchas cosas no las entendía, algunas me ponían los pelos de punta y otras me conmovían. Mi reacción consistía en comportarme como una niña huraña y aburrida. Ahora soy esa madre. Y me resulta mucho más fácil imaginar la esperanza –incluso la emoción– que debió de sentir mi madre al llevarme con ella, al tener un acompañante después del espectáculo.
Me temo que no se me daba muy bien entonces –estaba demasiado ocupada naciendo– y tampoco se me da muy bien ahora. Y sin embargo, al rechazar sus preguntas, llegué a comprender lo que yo intentaba proteger; al contemplar su deseo de entablar una conversación, aprendí algo sobre el ansia de relacionarse que el arte evoca, frustra y posiblemente tenga para satisfacer. Aprendí que descubrir lo que uno piensa o siente sobre lo que sea puede llevar tiempo, y que siempre merece la pena tomarse ese tiempo. Aprendí que el arte es una forma de vivir juntos en este mundo, incluso cuando nos relaciona y nos separa, como la famosa mesa de Hannah Arendt.
Una mesa sugiere que quizá nos den de comer. Pero se trata de una posibilidad, no de una promesa. Puede que la mesa se convierta en el escenario de nuestra privación; puede que allí ocurra algo totalmente distinto. Pienso a menudo en la afirmación de Hilton Als de que «toda boca necesita llenarse: con algo húmedo o seco, como el amor, o desconocido y sabroso, como el amor». Pienso mucho en esta frase porque no acabo de entenderla. ¿Quiere decir que el amor es un ejemplo de algo que podría llenar la boca, o quiere decir que algo «parecido al amor» podría servir? ¿Qué es algo «parecido al amor», pero que no es amor? ¿Se trataría de un sustituto cruel, quizá el más cruel? ¿O algo que es como el amor, pero no el amor, puede ofrecer su propia forma de sustento? ¿Cómo podemos reconocer la diferencia?
¿Cómo es posible que la atención que uno presta al arte sea un acto de amor, o algo parecido, si el objeto amoroso (palabras, sonidos, pintura, píxeles) no puede corresponderte? ¿O se trata simplemente de una cuestión semántica? Al fin y al cabo, constantemente sentimos por cosas y personas un amor no correspondido, o al menos no de una forma recíproca y verificable. (En cualquier caso, ¿quién puede decir si estos árboles, o este Dios, nos aman o cómo nos aman?)
Mis amigos empezaron a pedirme que escribiera sobre arte nada más aterrizar en Nueva York, cuando tenía veintiún años. No sabía prácticamente nada de arte, así que la petición me desconcertó, pero enseguida me di cuenta de que había una larga historia –en Nueva York y otros lugares– de poetas que escribían sobre arte, y que si quería participar, más me valía empezar a fijarme y aprender. Mi primera invitación para colaborar en un catálogo llegó con la exposición inaugural de Greater New York, en el PS1, en 2000; lo único que teníamos que hacer, decía la invitación, era elegir una obra de arte que nos atrajera y escribir algo sobre ella en cualquier forma o estilo. Llegué al museo temblando, con un pequeño cuaderno en la mano, incapaz de hablar, hasta que me topé con la obra de Nicola Tyson, que inmediatamente reclamó mi atención. Se la presté, y las palabras vinieron solas. Durante los veintitantos años siguientes este ciclo se repitió, y cada vez me enseñó más que el acto de prestar atención es ya una recompensa. Y que este intercambio me vincula una y otra vez a la curiosidad, a los demás, a la vida, especialmente cuando mi propio ánimo se ha apagado.
«No quiero hablar demasiado de esta exposición, pero me lo han pedido, y para sobrevivir en una cultura de la explicación, hay que explicar», dice Als en un ensayo sobre «James Baldwin/Jim Brown y los niños», una exposición que montó para el Artist’s Institute en 2016. «Pero ¿cómo explicar el corazón? ¿Una sensibilidad? ¿El amor? Amo a todos los artistas de esta muestra... Miro a los artistas de esta muestra y te los presento a través de las palabras porque es lo único que puedo hacer.» Tampoco quiero hablar demasiado de esta recopilación de ensayos y entrevistas. De hecho, durante algún tiempo me resistí a escribir un prefacio, y solo pude empezar al evocar ese primer y tenso recuerdo en el que me resisto a la llamada, a la explicación, ese yo juvenil que teme que el lenguaje arruine la experiencia estética. «Al arte se le impone el lenguaje», dice Rachel Harrison. «¿Realmente es lo mejor para el arte? ¿Es realmente bueno para el arte? ¿Hace eso feliz al arte?» Probablemente, no. Probablemente, el lenguaje no hace feliz al arte. El lenguaje no siempre me hace feliz. Pero a veces hay que explicarse. Y no solo porque alguien lo pida, ni porque vivamos en una cultura de la explicación, sino porque uno quiere. Necesita hacerlo. El lenguaje se eleva, se levanta. Las palabras no son solo lo que queda; son lo que tenemos que ofrecer.
Y así, ofrenda en mano, nos unimos a la fiesta. Nos situamos en la proximidad de algo que no es ni un sustituto cruel ni un premio de consolación, pero que tiene toda la energía del amor: su excitación, su devoción por el detalle, su convicción eufórica de que tiene un sentido, su sensación de que merece la pena seguir en él, sin importar la repulsión o el aburrimiento o la incomprensión o el sufrimiento. Llegados a este punto no importa realmente si la energía es amor o si se parece al amor; lo que importa es que nos pone cachondos, que no nos quedamos al margen. («Lo cierto es que no veo mi obra como un vehículo para expresar una idea sobre mi sexualidad. La veo como otra forma de practicar mi sexualidad» – Nayland Blake.)
Me encantan todos los artistas de esta exposición, y les doy las gracias por arriesgarse a que su arte sea infeliz invitándome a entrar en su mundo y concediéndome el honor de escribir sobre su obra. Gracias también a todos los interlocutores – dentro y fuera de este libro– que han dedicado su tiempo a pensar en voz alta conmigo. Estas conversaciones pretenden ser un intercambio, pero yo las veo más bien como nubes que hemos creado juntos y que ahora flotan sin ataduras. Y, por supuesto, le doy las gracias a mi madre por llevarme a todos esos cines a oscuras: mi reticencia, mi actitud protectora, no era más que una señal de lo mucho que me importaba.
Y a ti, lector – recordemos juntos los famosos versos de William Carlos Williams–: «Es difícil / extraer noticias de los poemas / y sin embargo los hombres mueren miserablemente cada día / por falta / de lo que se encuentra en ellos». Abracemos la buena noticia, que es que no tenemos por qué ser como esos hombres miserables. Hay tantas locuras que podemos meternos en la boca, con o sin el símil.

(2023)

 

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Traducción de Damià Alou

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Como el amor

 

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