18/12/2019
Empieza a leer 'Cómo ser famosa' de Caitlin Moran
NOTA DE LA AUTORA
«Esto es una obra de ficción. De vez en cuando aparecen músicos y lugares reales, pero todo lo demás –los personajes, lo que hacen y lo que dicen– es producto de mi imaginación. Provengo, igual que Johanna, de una familia numerosa, crecí en una vivienda de protección oficial de Wolverhampton e inicié mi carrera profesional como periodista musical cuando todavía era una adolescente. Pero no soy Johanna. Su familia, sus colegas, las personas a las que conoce y sus experiencias no son mi familia, mis colegas, las personas a las que yo conocí ni mis experiencias. Esto es una novela, y todo es ficticio.
La lista de reproducción que acompaña a la novela está disponible en www.caitlinmoran.co.uk».
Primera parte
1
«Cuando tenía once años renuncié oficialmente al sueño de mi familia.
El sueño de mi familia era sencillo y aparece en mis recuerdos más tempranos: algún día conseguiríamos dinero en algún sitio (nos tocaría la lotería, encontraríamos un cáliz medieval en un mercadillo o, lo menos probable, ganaríamos ese dinero) y nos marcharíamos de Wolverhampton.
«Cuando caiga la bomba atómica, mejor que nos pille bien lejos», decía mi padre, al final de nuestra calle, y señalaba más allá de los campos de cultivo de Shropshire, hacia las lejanas Black Mountains. Vivíamos prácticamente en el campo.
«Si se cargan Birmingham, la lluvia radiactiva no llegará a Gales, porque esas montañas son como un muro –añadía, convencido–. Allí estaremos a salvo. Si nos metemos en la furgo y salimos cagando leches, en dos horas nos plantamos en la frontera.»
Estábamos a mediados de la década de los ochenta, cuando sabíamos a ciencia cierta que, tarde o temprano, los rusos iniciarían una guerra nuclear contra las West Midlands. La amenaza era tan visceral que hasta Sting había escrito una canción sobre ella para advertirnos que iba a ser, a grandes rasgos, jodida. Así que estábamos mentalizadísimos.
Y planeábamos nuestra huida. La casa de nuestros sueños era un refugio de supervivencialista, con suministro de agua propio (un manantial o un pozo). Necesitaríamos un amplio terreno para poder ser autosuficientes («Cultivaremos fruta en invernaderos de plástico», decía papá) y tendríamos un sótano lleno de cereales y armas («Para disparar contra los saqueadores cuando vengan. O para suicidarnos», añadía con el mismo tono risueño, «si las cosas se ponen muy feas»).
Hablábamos tanto de la casa de nuestros sueños que todos dábamos por hecho que su existencia era real. Manteníamos apasionadas y largas discusiones sobre si era mejor tener cabras o vacas («Cabras. Las vacas son muy cabronas») y sobre qué nombre podíamos ponerle a la finca. Mi madre, que se había quedado un poco idiota después de tantos embarazos, era partidaria de una opción horrible: «La casa feliz». Mi padre no quería ponerle nombre («No quiero que ningún capullo nos pueda encontrar en la guía telefónica. Cuando llegue el Apocalipsis, no voy a estar para muchas hostias»).
Éramos pobres (bueno, eso era normal; toda la gente a la que conocíamos era pobre), así que por Navidad nos hacíamos regalos unos a otros, y esa Navidad (la Navidad de 1986) yo había dibujado un cuadro de La Casa de los Sueños del Supervivencialista para regalárselo a mis padres.
Como solo era un dibujo, no había escatimado en nada: había una piscina en el jardín y, en la parte de atrás, un huerto de árboles frutales. La puerta principal estaba decorada como la cola de un pavo real, todos los niños teníamos nuestro propio dormitorio y el de Krissi contaba con un tobogán que salía por la ventana e iba a parar a su propio parque de atracciones. Era una casa cojonuda.
Mis padres contemplaban el cuadro con lágrimas en los ojos.
–¡Qué bonito, Johanna! –dijo mi madre.
–¡Debes de haber tardado una eternidad en dibujarlo!
–comentó mi padre. Y era verdad. El tejado estaba cubierto de hadas. Me había llevado horas dibujarles las alas. Hasta se veían las venas. Razoné que las alas debían tener venas. Necesitaban un sistema vascular.
Entonces mi madre volvió a mirar mi dibujo y preguntó: –Pero ¿dónde está tu cuarto, Johanna? ¿Se te ha olvidado dibujarlo?
–Ah, no –contesté con la boca llena de tartaleta de frutas navideña. La masa era muy densa; mi madre no era muy buena cocinera. Por suerte, le había puesto encima una loncha de queso cheddar, por si acaso–. Es que yo no viviré ahí. Yo me iré a vivir a Londres.
Mi madre rompió a llorar. Krissi se encogió de hombros: «Más sitio para mí.» Mi padre me soltó un sermón. «¡La vida en la ciudad es una muerte segura! –dijo en un momento de su discurso–. Si no te matan los rusos, te matará el IRA. ¡La civilización es una trampa de la que es imposible escapar!»
Pero a mí no me importaba que los rusos o el IRA lanzaran una bomba atómica. Por mí podían lanzar millones, yo seguiría negándome a vivir en la ladera de una montaña, con un rebaño de cabras y soportando la lluvia. Aunque Londres fuera radiactiva, estuviera llena de mutantes y significara una muerte segura, seguía siendo el sitio ideal para mí. En Londres era donde pasaban las cosas y yo quería que pasasen cosas y con la máxima urgencia.
Así que tengo diecinueve años y aquí estoy, en Londres, y resulta que Londres es el sitio ideal para mí. Tenía razón. Tenía razón cuando decía que era aquí donde debía instalarme.
Me vine a vivir a la metrópolis hace un año, a un piso de Camden, para iniciar mi carrera de periodista musical. Me compré suficiente ropa para llenar tres bolsas de basura, una tele, un portátil, una perra, un cenicero, un encendedor con forma de pistola y un sombrero de copa. Esa era la suma total de mis posesiones. No necesitaba nada más».
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Traducción de Gemma Rovira.
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