02/09/2024
Empieza a leer 'Como un latido en un micrófono' de Clara Queraltó

 

El día 15 de enero de 2024, un jurado compuesto por Mita Casacuberta, Guillem Gisbert, Imma Monsó, Sergi Pàmies, Jordi Puntí, Isabel Obiols y Silvia Sesé le otorgó el 9.º Premio Llibres Anagrama de Novela a Como un latido en un micrófono, de Clara Queraltó.

 

A Marc, por el latido

 

FEDRA: Lo oigo a través de las paredes. Lo
noto. Reconozco los latidos de su corazón
a kilómetros.
SARAH KANE 

 

Primera parte
Gabriela

 

24 DE JUNIO

En aquel momento no sabía que iba a impresionarme tanto ver llorar a un hombre.

Solo había visto a alguno en las películas. Y a mi abuelo cuando se murió la abuela, hace muchos años. Verlo a él, que hablaba siempre en el mismo tono de voz, llorando de esa manera, sollozando como un crío con los ojos cerrados y el aire que no le salía de la boca, me dio miedo. Pensé que después de mi abuela se moriría él. Lo que no sabía era cómo iba a impresionarme ver llorar por mí a un hombre, destrozado y perdido. Arrodillado en el suelo, con la cara enrojecida, con una mueca rara en los labios, incapaz de terminar de pronunciar las palabras. Como si la magnitud de ese dolor le viniera de un lugar que yo no alcanzaba a entender.

Entonces aún no lo había visto. Pero tampoco faltaba tanto. Eran las cinco de la tarde y el calor me hacía pensar en hierro oxidado y candente pegado a la piel. La resaca tenía forma de dolor de cabeza en línea recta entre las sienes. La boca áspera y el remordimiento instalado en las tripas. Por eso había dejado el móvil en el fondo de la mochila, y la mochila debajo del asiento del copiloto, como si no verlo me hiciera un poco más inocente en el juicio de mi conciencia. Dos dedos de polvo en la guantera, botellas de agua vacías por el suelo, y en el cenicero, una montaña de colillas que, inexplicablemente, no se había desmoronado. Conducir es lo peor que puedes hacer si pretendes despejar la cabeza y, sobre todo, si hay una escena y una boca concretas en las que no quieres pensar. Por eso, el trayecto se me hacía lento, parecía que estuviera atravesando el desierto del Karakum a veinte por hora. Pensaba en que lo mejor que había hecho ese año era sacarme el carné nada más cumplir los dieciocho para tener coche en verano. Iba de Barcelona a Belldoc, en el Ampurdán, a casa de mi abuelo, donde había veraneado toda la vida; gracias a eso había conseguido ese trabajo de unas semanas en la biblioteca. Me pagaban fatal, pero lo único que tenía que hacer era ordenar cuatro libros y vigilar a niños de familias con pasta que leían cuentos en una sala con mueblecitos de madera y cojines, que ya no eran de colores, ahora se ve que eran de lino beis. Porque el color es azúcar para los niños, y el azúcar es veneno.

Además, en Belldoc también veraneaba Lena, mi Leni de todos los veranos. Algunas veces nos habríamos matado. Pero nos echábamos de menos como locas porque nos gustaba fumar porros al atardecer en el lago y nos pasábamos el curso enviándonos vídeos de gatos que se asustan con una tostadora y de gente que se explota espinillas. Y estaba mi abuelo, claro: el patriarca, el señor Maurici, el hombre al que un día vi llorar. Maniático como él solo, hombre de pocas preguntas y de comprar jamón un poco más caro porque ese día llegaba yo de Barcelona y había que celebrarlo.

A medio camino tuve que pararme a repostar porque hacía casi media hora que iba en reserva. Cuando me puse de pie, me mareé un pelín, como si aún tuviera el último cubata rondándome por la sangre de las piernas. Tenía la espalda sudada. Detrás del cristal, el chico de la gasolinera me miró de arriba abajo. Me dio un poco de lástima, pensé que menudo trabajo aburrido era ese, de los que te embotan, con ese olor pegado a la nariz todo el día que te debe de ir matando por dentro. Fue por eso, por la lástima que me dio, por lo que antes de entrar a pagar me agaché a ponerme bien la hebilla de la sandalia. Incliné el torso y noté que la camiseta, de cuello amplio, se me desbocaba hacia abajo; durante unos segundos se me vieron las tetas y la barriga. Para ti, chaval, la alegría de la tarde. Después, en la caja, fui seca con él.

–Treinta euros en el seis, por favor. Y cóbrame esto también.

Cuando volví a montarme en el coche, me miré en el retrovisor: cara de cansada y los granitos de la barbilla enrojecidos y grandes. Me encendí un piti y me lo fumé mientras me comía el KitKat que acababa de comprar.

En Belldoc, el abuelo me obligó a hacer treinta maniobras para aparcar el coche en el garaje. Era su santuario. Cabía de sobra, pero él lo quería en una línea paralela perfecta con su furgoneta y con el mismo margen exacto a un lado y al otro.

–Un poco más... ¡Para!

Y daba con la mano en el capó para que frenase.

–Gabriela, endereza el volante, endereza...

–Venga, abuelo, que está perfecto.

Quería que le pidiese que me lo aparcara él.

–Dale un poco más, un poco más, un poco más... ¡Para!

Y golpecito con la mano al maletero.

 

* * *

Traducción de María Alonso Seisdedos

* * *

 

Como un latido en un micrófono

 

Descubre más sobre Como un latido en un micrófono de Clara Queraltó aquí.


COMPARTE EN:

Suscríbete

¿Te gustaría recibir nuestro boletín de novedades y estar al día con los eventos que realizamos? Suscríbete a nuestra Newsletter.