27/04/2021
Empieza a leer 'Despedida a la francesa' de Patrick deWitt
¡Oh, el pasado inconquistable!
OSCAR LEVANT
Nueva York
1
– Todo lo bueno llega a su fin –sentenció Frances Price.
Era una mujer adinerada y rutilante de sesenta y cinco años y se estaba poniendo los guantes negros de cabritilla en los escalones de un edificio de piedra rojiza del Upper East Side de Nueva York. Su hijo, Malcolm, de treinta y dos años, esperaba cerca de ella, con su habitual aire mohíno y desaliñado. Era un anochecer de finales del otoño; las ventanas del edificio estaban iluminadas y se oía un piano; en el interior de la casa se estaba celebrando una fiesta elegante. Frances le estaba explicando el motivo de su temprana retirada a otra dama igualmente rica pero menos rutilante, la anfitriona. Su nombre carece de importancia. La mujer se mostraba apenada.
– ¿Seguro que os tenéis que marchar? ¿Tan mal está la cosa?
– Según el veterinario, ya es solo cuestión de horas –aseguró Frances–. Es una pena. Estábamos disfrutando de esta deliciosa velada.
– ¿En serio? –preguntó esperanzada la anfitriona.
– Una velada deliciosa. Y detesto tener que marcharme. Pero parece que estamos ante una verdadera emergencia, ¿y qué puede hacer una en estos casos?
La anfitriona meditó la respuesta.
– Nada –acabó admitiendo. Se hizo un silencio; para espanto de Frances, la anfitriona se abalanzó sobre ella y la abrazó–. Siempre te he admirado tanto –le susurró.
– Malcolm –llamó Frances.
– De hecho, me impones. ¿Soy muy boba por sentirme así?
– Malcolm, Malcolm.
A Malcolm la anfitriona le resultó manejable; la despegó de su madre, le tomó la mano y se la estrechó. Ella miró desconcertada su propia mano moviéndose arriba y abajo. Había bebido dos copas de más y no llevaba en el estómago más que un viscoso paté. Volvió a meterse en su casa y Malcolm tiró de Frances para que bajase los escalones hasta la acera. Pasaron ante la limusina que les esperaba y se sentaron en un banco a veinte metros de la casa, ya que no había ni emergencia, ni veterinario, y al gato, ese estrafalario vejestorio llamado Pequeño Frank, no le pasaba nada, que ellos supieran.
Frances encendió un cigarrillo con el encendedor de oro. Adoraba este encendedor por su equilibrado peso y por el elegante ¡clic! que hacía en el momento de la ignición. Señaló con el cigarrillo encendido a la anfitriona, a la que ahora se veía tras la ventana del piso superior conversando con uno de sus invitados. Frances negó con la cabeza y sentenció:
– Nacida para aburrir.
Malcolm estaba examinando una de las fotografías enmarcadas que había robado del dormitorio de la anfitriona.
– Está borracha. Con suerte ni se acordará mañana por la mañana.
– Si lo hace, nos mandará flores. –Frances cogió la fotografía, un retrato de estudio reciente de la anfitriona. En él posaba con la cabeza un poco echada hacia atrás, la boca entreabierta y una desbordante felicidad en la mirada. Frances pasó el dedo por el ornamentado marco–. ¿Es de jade?
– Creo que sí –dijo Malcolm.
– Es muy bonito –dijo, y se lo devolvió a Malcolm. Él lo abrió, sacó la foto, la dobló en cuatro y la tiró a la papelera que había junto al banco. Volvió a guardarse el marco en el bolsillo del abrigo y retomó el análisis de la fiesta y se centró en un tipo madurito con una faja que le envolvía la prominente barriga.
– Ese hombre era una suerte de embajador.
– Sí, y si esas charreteras que llevaba pudieran hablar...
– ¿Hablaste con su mujer?
Frances asintió y dijo:
– Una dentadura de hombre en una boca infantil. Tuve que apartar la mirada. –Dio un golpecito con el dedo al cigarrillo para que la ceniza cayese en la acera.
– ¿Y ahora este qué quiere? –dijo Malcolm.
Un vagabundo se les acercó y se plantó ante ellos. Los ojos le brillaban por efecto del alcohol y les preguntó con tono animado:
– Amigos, ¿tenéis una moneda?
Malcolm estaba ya a punto de ahuyentar al tipo con un gesto de firmeza, pero Frances lo agarró del brazo.
– Es posible que sí –dijo–. Pero ¿podemos preguntarte para qué quieres el dinero?
– Oh, ya sabe. –El individuo alzó y dejó caer los brazos–. Para ir tirando.
– ¿Puedes ser más concreto?
– Pues, si quiere saberlo, la verdad es que me gustaría beber un poco de vino.
Permaneció balanceándose ante Frances, que le preguntó con tono de confidencia:
– ¿Es posible que ya te hayas tomado alguna copa esta noche?
– Me he entonado un poco, sí –admitió el tipo.
– ¿Y eso qué significa?
– Que ya me he tomado una copa, pero me apetecería otra.
A Frances le gustó la sinceridad de la respuesta.
– ¿Cómo te llamas?
– Dan.
– ¿Puedo llamarte Daniel?
– Si quiere...
– Dime, Daniel, ¿cuál es tu marca de vino favorita?
– Señora, me puedo beber cualquier cosa líquida. Pero me gusta el Three Roses.
– ¿Y cuánto cuesta una botella de Three Roses?
– Cinco pavos la botella. Ocho la garrafa de un galón. –Se encogió de hombros, como para dar a entender que un galón era la opción más ventajosa.
– ¿Y qué te comprarías si te diese veinte dólares?
– Veinte dólares –repitió Dan, y resopló–. Con veinte dólares podría comprar dos galones de Three Roses y un frankfurt. –Se palmeó el bolsillo–. Ya tengo cigarrillos.
– ¿Entonces con veinte dólares te apañarías bien?
– Oh, de maravilla.
– ¿Y adónde te llevarías todo eso? ¿A tu habitación?
Dan entrecerró los ojos. Estaba imaginando mentalmente la situación.
– La salchicha me la comeré nada más comprarla. El vino y los cigarrillos me los llevaré al parque. La mayoría de las noches duermo allí.
– ¿En qué parte del parque?
– Debajo de un arbusto.
– ¿Un arbusto en concreto?
– Mi experimento..., mi experiencia me dice que todos los arbustos son iguales.
Frances le sonrió con dulzura a Dan.
– Muy bien –le dijo–. Así que te echarás bajo un arbusto en el parque, te fumarás los cigarrillos y te beberás el vino tinto.
– Sí.
– Mientras contemplas las estrellas.
– ¿Por qué no?
– ¿Te vas a beber los dos galones en una noche? –quiso saber Frances.
– Sí, desde luego.
– ¿Y por la mañana no tendrás una resaca de campeonato?
– Las mañanas son para eso, señora.
Lo dijo sin intención jocosa alguna, y Frances pensó que las mañanas de Dan debían de ser horripilantes. Conmovida, abrió el monedero y sacó un billete de veinte. Dan lo cogió, un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza y se largó con una rapidez inusitada. Se les acercó un policía uniformado, que lanzó una mirada despectiva a Dan mientras se escabullía.
– Espero que ese tipo no les estuviese importunando.
– ¿Quién, Daniel? –dijo Frances–. Para nada. Es amigo nuestro.
– Me ha parecido que les estaba pidiendo dinero.
Frances miró con frialdad al agente.
– De hecho, le estaba pagando lo que le debía. Debería haberle pagado hace mucho, pero Dan ha tenido mucha paciencia conmigo. Doy gracias a Dios de que existan hombres como él. Aunque eso a usted qué le importa. –Alzó el encendedor y lo prendió: ¡clic! La llama, gruesa y con la base azul, se interpuso entre ellos como una frontera. El poli se sintió rechazado y siguió su camino, murmurando lamentos para sí mismo. Frances se volvió hacia Malcolm y dio una palmada con ambas manos para celebrar el desenlace de la situación. No les gustaban los polis, no les gustaba nadie que representase la autoridad.
– ¿Ya te has quedado a gusto? –preguntó Malcolm.
– Pues sí –respondió Frances.
Mientras se dirigían a la limusina, cogió a Malcolm del brazo con un gesto cariñoso muy típico de ella.
– A casa –le ordenó al chófer.
El lujoso apartamento de dos plantas estaba a oscuras y parecía un museo a deshoras. La cocinera les había dejado un asado en el horno; Malcolm sirvió dos raciones y cenaron en silencio, que no era lo habitual, pero ambos estaban ensimismados en sus propios problemas. Malcolm estaba inquieto por Susan, su novia. Llevaban varios días sin verse, y la última vez que habían hablado ella se había dirigido a él de un modo rudo y vulgar. La preocupación de Frances era de tipo existencial; últimamente no se quitaba de encima una sensación de intranquilidad, como si alguien tirase de ella hacia las profundidades. Pequeño Frank, ya decrépito por su avanzada edad, trepó a la mesa y se sentó ante Frances. Ella y el gato se miraron a los ojos. Frances encendió un cigarrillo y exhaló una bocanada de humo directa a los ojos del animal. Este hizo una mueca y salió de la habitación.
– ¿Qué plan tenemos para mañana? –preguntó Malcolm.
– El señor Baker insiste en que debemos reunirnos –respondió Frances.
El señor Baker era su asesor financiero y gestionaba la herencia desde el fallecimiento del marido de Frances y padre de Malcolm, Franklin Price.
– ¿De qué quiere hablar? –preguntó Malcolm.
– No me lo ha especificado.
La respuesta no era, técnicamente, una mentira; el señor Baker no había mencionado de forma explícita el motivo de la reunión, pero Frances sabía muy bien de qué quería hablar con ella. Pensar en eso la puso de malhumor, de modo que se excusó y subió por la escalera de mármol para buscar solaz en una bañera rebosante de minúsculas y resplandecientes burbujas. Después se sentó en el canapé del baño con su albornoz afelpado, ya relajada. Pequeño Frank dormitaba a sus pies. Ella se puso a hablar con Joan por teléfono.
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Traducción de Mauricio Bach.
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