01/01/2025
Empieza a leer 'Dick o la tristeza del sexo' de Kiko Amat

 

A David Papiol

A Valentín Roma y Carlos Zanón

 

L’adolescent riu i salta i balla, però ningú
no vol veure la tristesa sexual de l’adolescent.

JOSEP MARIA DE SAGARRA,
Vida privada

 

Franki agarra a Perla de las patas traseras y la arrastra a través de la cocina. Es pesada; más de lo que preveía. Cuando llega al pasillo se da cuenta de que la boca ha dejado a su paso un reguero de baba verduzca y sanguinolenta que divide el salón-comedor en dos. Del ano también le ha brotado sangre mezclada con excremento líquido. Las vetas de hocico y recto se trenzan como tiras de ADN sobre la moqueta gris perla.
El chico maldice a la perra. Por su culpa tendrá que comprar un producto limpiador especial, buscar una droguería que esté lejos de su casa. Inventar excusas cuando la cosa no salga bien.
No se da cuenta de que ha entrado a una dimensión en la que todo eso carece de importancia.
Deja ir las patas traseras de la labrador, que se desploman sobre la moqueta. Se lleva las manos a la cintura, la observa con desdén. Es innegable: si ella se hubiese negado a participar en los hechos de los últimos meses, ahora no se hallaría en ese estado.
Vuelve a agarrarla. Cruza el umbral de la primera planta y tuerce a la izquierda, andando de espaldas. Llega al rellano, donde la moqueta se transforma en baldosas de loza gris salpimentada.
En su cabeza, mientras arrastra a la perra muerta, se va repitiendo la frase:

No existe casi nada que no haya matado a alguien. El mejor cordial ha resultado ser un veneno mortal.

Empieza a bajarla por las escaleras, tirando de los cuartos traseros. El cráneo y el costillar de Perla golpean cada nuevo escalón con un golpe sordo. La lengua y las orejas se le agitan a cada impacto, también las patas delanteras. Por un breve instante, da la impresión de que ha vuelto a la vida y puede echarse a ladrar en cualquier momento.
Franki siente un espasmo de depresión gástrica. Se detiene por segunda vez. Una migraña poderosa le oprime las sienes y le obliga a apretar fuerte los párpados. Percibe el flujo de sangre espesa en las venas del cuello y en las muñecas. La sangre de la retriever, por el contrario, parece cada vez más licuada.
Perla tiene la testa en un escalón, medio tronco en el siguiente, los cuartos traseros en el de más abajo. Desguitarrada. Su cuerpo se adapta a la forma de la escalera, como una alfombra. Si Dick estuviese presente, rebajaría la tensión con alguna de sus típicas salidas de tono (la he matado a polvos, en ambos sentidos de la palabra), pero no está, y Franki se guarda mucho de invocarle. De un tiempo a esta parte, la aparición del galán galáctico solo ha traído consigo acontecimientos aciagos.
Buscando animarse, el chico piensa en que cada vez queda menos para perder al animal de vista. Limpiará el nombre de los Prats, y su involucración personal en los hechos de los últimos meses, hasta donde sea posible, y luego continuará con el resto de su vida.
Él suele tener dificultades para leer determinadas expresiones o entonaciones, cuanto más sutiles peor, pero ahora, mientras mira el cuerpo inerte, con su pelaje inmóvil en la zona del pecho, lengua inerte a un lado de la boca, sabe que ha hecho lo correcto. Perla está más petrificada que su foto del comedor.
Franki se echa a reír. El sonido le pilla por sorpresa. En realidad, acallar a la labrador había sido bastante más sencillo de lo que preveía. A lo largo de aquellos cuatro meses, el chico le atribuyó tantas emociones y reacciones humanas que, por un instante, temió que se oliese el plan, llamase a algún perro policía amigo suyo, y en comisaría largara todo lo que había visto, y había hecho, en aquella casa.
Pero no. La perra era una perra, nada más.
Una súbita elación estremece su cuerpo. Se le inflama el pecho. Siente ganas de arrancarse a cantar un salmo de agradecimiento a Dios, «Kumbayá» o algo de similar contenido lírico, quizás acompañado de una alegre contradanza.
Excelente, Franki. Excelente, piensa. Ojalá pudieses contarle esto a alguien.
Por desgracia, piensa también, contárselo a alguien estaría en directa contradicción con el propósito mismo de la acción original, que era silenciar a alguien.
Bueno, esta perra no se va a enterrar sola, dice, en voz alta, en mitad de las escaleras. Se agacha, la toma de las patas traseras y continúa arrastrándola hacia el garaje. 

 

Marzo

Cuatro meses antes de envenenar a Perla, el chico ve a su madre desnuda. Sucede cuando llega a casa, tras salir del instituto. En el pasillo de la entrada grita hola, para escuchar su propia voz. La madre nunca le contesta, y a esa hora el padre se encuentra aún en Barcelona, dando clase en la facultad, o en la redacción del periódico, dependiendo del día.
Se pasa la mano por el pelo y lo frota. De su cabeza salen despedidas varias gotas que pintan un círculo húmedo en la moqueta. Una inofensiva pero molesta llovizna de marzo le pilló a medio camino, cerca de la cuesta de Correos. Se quita el guardapolvo cruzado del abuelo y lo cuelga en el colgador.
Perla suelta un ladrido diplomático, al otro lado de la puerta del garaje. Es una labrador retriever bien educada; «con papeles», decía el anuncio. Su padre, el de Franki, la adquirió y trajo a casa un día, unos tres años atrás, simulando que era un regalo para el hijo.
El chico abre la puerta metálica. Wuena pewa, wuena Perla, dice, imitando a Papá. Chien ech mi pewicha wonicha. Chien ech, ¿eh?
La retriever agita el rabo sin entusiasmo mientras olisquea a Franki. Realiza un par de órbitas geosincrónicas a su alrededor y, cuando culmina el proceso, desaparece escaleras arriba. Sus uñas repiquetean en cada escalón.
Las palabras de Franki no han conseguido engañarla ni por un momento. El amor que él les profesa a los animales en general, y a Perla en particular, no invita al escrutinio.
La lluvia golpea contra la uralita del bajante, y también contra el asfalto de la calle Sant Pere. El aire huele al sabor que deja en la boca un guijarro de río. La silueta del Opel Senator granate está perfilada con aceite en el suelo de cemento, como el cuerpo de una escena del crimen. Un olor combinado de aceite de motor, madera romática, cajas de cartón húmedas y yeso desconchado. En un rincón, el plato circular que su padre hizo inscribir en una tienda de impresión digital: PERLA. Al fondo del todo, contra la pared opuesta, un congelador grande, de sarcófago, que nunca usan.

 

Media hora después se encuentra de rodillas sobre la alfombra, de cara a su cama, en la habitación del sótano, a la que llama búnker. Pantalones y calzoncillos bajados hasta media pantorrilla. Un tafanario lampiño, con un par de asas marcadas en cada nalga, por la fuerza muscular que realiza. Sostiene un libro abierto con una mano en forma de atril.
Se agarra el falo y concentra su imaginación, y en un breve instante es él mismo, encarnado en el extraordinariamente dotado Dick, quien protagoniza el relato.

 

* * *

 

Dick o la tristeza del sexo

 

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