13/06/2024
Empieza a leer 'El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia' de Patricio Pron

 

They are murdering all the young men.
For half a century now, every day,
They have hunted them down and killed them.
They are killing them now. At this minute,
all over the world,
They are killing the young men.
They know ten thousand ways to kill them.
Every year they invent new ones.

Están matando a todos los jóvenes.
Desde hace medio siglo, cada día,
los han cazado y matado.
Los están matando ahora. En este mismo instante,
[en todo el mundo,
están matando a los jóvenes.
Conocen diez mil maneras de matarlos.
Cada año inventan nuevas.

KENNETH REXROTH,
«Thou Shalt Not Kill:
A Memorial for Dylan Thomas»

 

1

[...] the true story of what I saw and how I saw it [...] which is after all the only thing I’ve got to offer.

[...] la verdadera historia de lo que vi y cómo lo vi [...] que es, después de todo, lo único que tengo para ofrecer.

JACK KEROUAC

 

Entre marzo o abril de 2000 y agosto de 2008, unos años en los que viajé y escribí artículos y viví en Alemania, el consumo de ciertas drogas hizo que perdiera casi por completo la memoria, de manera que mi recuerdo de ese largo período –por lo menos el recuerdo de unos noventa y cinco meses de esos ocho años– es más bien impreciso y esquemático.

 

El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia

 

Recuerdo las habitaciones de dos casas donde viví. Recuerdo la nieve metiéndose dentro de mis zapatos cuando me esforzaba por abrir un camino entre la entrada de una de esas casas y la calle. Recuerdo que luego echaba sal y la nieve se volvía marrón y comenzaba a disolverse. Recuerdo la puerta del consultorio del psiquiatra que me atendía, pero no recuerdo su nombre ni cómo di con él. Estaba quedándose calvo y solía pesarme cuando lo visitaba, una vez al mes o algo así. Me preguntaba cómo me iba y luego me pesaba y me daba más pastillas. Unos años después de haber dejado aquella ciudad alemana, regresé y rehíce el camino hacia la consulta de aquel psiquiatra y leí su nombre en la placa que había junto a los otros timbres del edificio. Pero el suyo era sólo un nombre. Nada que explicase por qué yo lo había visitado y por qué él me había pesado cada vez que me había visto y cómo podía ser que yo hubiera dejado que mi memoria se fuera así, por el fregadero. Aquella vez me dije que podía tocar a su puerta y preguntarle por qué yo había sido su paciente y qué había pasado conmigo durante esos años. Pero después pensé que tendría que haber hecho una cita previa, que el psiquiatra no debía recordarme a esas alturas y que yo no tengo curiosidad sobre mí mismo realmente. Quizás un día un hijo mío quiera saber quién fue su padre y qué hizo durante esos ocho años en Alemania y vaya a la ciudad y la recorra y, tal vez, con las indicaciones de su padre pueda llegar a la consulta del psiquiatra y averiguarlo todo. Un día, supongo, en algún momento, los hijos tienen necesidad de saber quiénes fueron sus padres y se lanzan a averiguarlo. Los hijos son los detectives de los padres, que los arrojan al mundo para que un día regresen a ellos para contarles su historia y, de esa manera, comprenderla. No son sus jueces, puesto que no pueden juzgar realmente con imparcialidad a padres a quienes se lo deben todo, incluyendo la vida. Pero pueden intentar poner orden en su historia, restituir el sentido que los acontecimientos más o menos pueriles de la vida y su acumulación parecen haberles arrebatado. Y luego proteger esa historia y perpetuarla. Los hijos son los policías de sus padres. Pero a mí no me gustan los policías. Nunca se han llevado bien con mi familia.

 

2

Mi padre enfermó durante ese período, en agosto de 2008. Un día, me imagino que el de su cumpleaños, llamé a mi abuela paterna. Mi abuela me dijo que no me preocupara, que habían llevado a mi padre al hospital, pero sólo para un control de rutina. Yo le pregunté que a qué se refería. Un control de rutina, nada más, respondió mi abuela. No sé por qué se alarga tanto, pero no es importante, dijo. Le pregunté cuánto tiempo hacía que mi padre estaba en el hospital. Dos días, tres, respondió. Cuando colgué con ella llamé a la casa de mis padres. No había nadie allí. Entonces llamé a mi hermana. Me contestó una voz que parecía salida del fondo de los tiempos. Una voz que surgía de un sitio banal y recurrente, pero aterrador. La voz de todas las personas que han estado alguna vez en el pasillo de un hospital esperando noticias. Una voz que suena a sueño y a cansancio y a una desesperación sin obstáculo pero también sin término. No quisimos preocuparte, me dijo mi hermana. Qué ha pasado, pregunté. Bueno...  –respondió mi hermana– es demasiado complicado para contártelo ahora. Puedo hablar con él, pregunté. No, él no puede hablar, respondió
ella. Voy, dije, y colgué.

 

4

Mi padre y yo no hablábamos desde hacía algún tiempo. No era nada personal, simplemente yo no solía tener un teléfono a mano cuando pensaba en hablar con él y él no tenía dónde llamarme si alguna vez se le ocurría hacerlo. Unos meses antes de que él enfermase, yo había dejado la habitación que alquilaba en aquella ciudad alemana y había comenzado a dormir en los sofás de las personas que conocía. No lo hacía porque no tuviera dinero, sino por la irresponsabilidad que –suponía yo antes de hacerlo– iba a traer consigo el no tener casa ni obligaciones. El dejarlo todo atrás, de alguna forma. Y de verdad no estaba mal. Pero el problema es que cuando vives así no puedes tener muchas cosas, así que poco a poco fui desprendiéndome de mis libros, de los pocos objetos que había comprado desde mi llegada a Alemania y de casi toda mi ropa. Sólo conservé algunas camisas, y eso únicamente porque descubrí que una camisa limpia podía abrirte la puerta de una casa cuando no tenías otro lugar adonde ir. Yo solía lavarlas a mano por la mañana mientras me duchaba en alguna de aquellas casas y luego las dejaba secar en el interior de una de las taquillas del departamento de literatura de la universidad en la que trabajaba. O sobre la hierba de un parque al que solía ir a veces a matar el rato –si las temperaturas lo permitían, y no lo hacían casi nunca– antes de ir al encuentro de la no tan infrecuente amabilidad de los extraños. Yo prefería pensar, simplemente, que estaba de paso.

 

* * *

 

El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia

 

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