25/08/2021
Empieza a leer 'El final del amor' de Marcos Giralt Torrente


NOS RODEABAN PALMERAS


... Recuerdo los primeros momentos. Hay una escena que me aguijonea con frecuencia la memoria, aunque resulta arbitrario resaltarla.

Apenas quedaba una hora de luz. Pusimos las maletas en un rincón y miramos alrededor. La exótica pobreza de nuestro alojamiento (ocho metros cuadrados con tela de saco cubriendo la única ventana y dos colchones viejos de gomaespuma sobre sendos camastros de madera y cuerda trenzada) habría merecido un comentario, pero hablé animado por la novedad de estar solos:

– Es una pena la compañía.
– Ten cuidado, te pueden oír.

Marta se había agachado para buscar algo en su maleta, y no repliqué hasta que se incorporó:

– Olvidas que no hablan español.

En una mano sostenía una tela coloreada que habíamos comprado el día anterior, y en la otra, la mosquitera de la que no nos desprendíamos desde el comienzo del viaje. Tendió esta hacia mí.

– No lo sabemos... Mira el lado bueno: si no viniéramos con ellos a lo mejor no habríamos encontrado un barco dispuesto a traernos.
– No me gustan.
– Reconoce que nadie te gustaría...

Marta se había arrimado a una de las camas y me escrutaba con la tela desplegada, como si se dispusiera a extenderla, pero sin extenderla aún. Tuve, por indicación suya, que desplazar la mirada hacia el techo, donde descubrí una argolla, para entender lo que quería.

– No es eso... –Me alcé sobre la cama y enganché la mosquitera–. Pero da igual. Nos vienen bien. Esto está más perdido de lo que imaginaba. Quién sabe lo que puede suceder.
– Cómo has cambiado...

Marta había extendido la tela sobre el colchón, la había remetido por la esquinas y, sin detenerse a observar el resultado, había vuelto a acuclillarse para rebuscar en su maleta.

– ¿Qué quieres decir? –pregunté mientras la veía levantarse con el neceser.
– Nada. Simplemente que antes eras un poco más intrépido.
– Vaya, primero me reprochas que me queje de no estar solos y ahora, cuando lo acepto, resulta que soy un cobardón.

Marta sonrió al escuchar la palabra cobardón y me alegré de haberla elegido. Había volcado el neceser en la cama donde no dormiríamos y apartaba del revoltijo las lociones contra los mosquitos,

– No me gustó la actitud de ella... –añadí–. No es bueno dar excesiva confianza a la tripulación. ¿Te fijaste en cómo la miraba el capitán?

Debió de ser ahí, en el silencio que se produjo enseguida, cuando sentí un primer atisbo de lo que estaba por venir. Marta no consideró necesario responderme y yo me quedé callado. Nada había sido demasiado chirriante hasta ese momento; si acaso fastidiosamente normal. Lo que acabó siendo resultó tan distinto de lo previsto... El calor, la lluvia...

Creo que debo enderezar el rumbo. Ni siquiera he mencionado dónde nos encontrábamos. Nos rodeaban palmeras. Atardecía. El paisaje estaba cubierto por una fina película lechosa, pero a través de ella todo brillaba con tonos rojizos: la tierra, los monos que nos habían seguido al dejar la playa, la cara de la gente, las rocas. No había una razón específica para nuestra presencia allí. Todas, ninguna. Quiero decir que podíamos estar en cualquier sitio. En otro continente, en otro mar. Pero no. Estábamos en una isla del Índico africano a la que acabábamos de llegar desde una isla vecina. La que habíamos abandonado, favorecida por un pequeño aeródromo, tenía turismo y un floreciente comercio, mientras que la que nos acogía carecía casi de todo. Para llegar, habíamos alquilado una de las barcas de vela que los pescadores de la zona ponían a disposición de los turistas, generalmente para salidas de unas pocas horas. Más infrecuente era contratarlas, como nosotros, durante más de un día. Por esa razón, habíamos tenido que sumarnos a una excursión ya apalabrada. Disgustado, ni me había preocupado de conocer por anticipado el número de quienes vendrían con nosotros. Intentaba no considerarlos más que como un imponderable que me proponía ignorar, reducir, si era posible, a la invisibilidad. Aquella mañana en el muelle, al echar el primer vistazo a nuestros compañeros de viaje, había sentido, sin embargo, cierta inquietud. Podían surgir desavenencias, diferencias de criterio. Dos días con sus noches, en según qué condiciones, es mucho tiempo, y al fin y al cabo deberíamos compartir algo más que las atenciones de los marineros que nos llevarían y velarían por nosotros. Nuestra intención era conocer la población principal de la isla, donde alguien nos había dicho que aún se encontraban a un precio irrisorio muebles y objetos antiguos; la de ellos no la conocíamos. Era temprano, no había roto el día, y, antes de que su imagen se me hiciera del todo nítida y pudiera averiguar por mí mismo cuántos eran, Marta me sacó de dudas:

– Estupendo, son solo dos.
– No te creas –contesté–. Habría sido mejor dos parejas, se habrían entretenido entre ellas.

Mi primera impresión fue algo equívoca, estereotipada. Él era alemán, de origen austriaco, y probablemente había cumplido ya los sesenta y cinco. No pasaban inadvertidas ni la rigidez de su espalda intentando mantenerse erguida, ni la incipiente derrota con la que el cuello, hundido entre los hombros, empezaba a dejarse vencer por el peso de la cabeza. Tenía, en cambio, el cuerpo delgado y fibroso; el pelo, canoso, muy corto, y los ojos azules, tan vivaces e inquisitivos que, si quien lo observaba no era perspicaz, con facilidad le habría supuesto diez o quince años menos. A este probable dictamen contribuirían su actitud y su manera de vestir; no porque esta fuera informal y juvenil, que lo era, sino porque no causaba ese efecto exacerbado que caracteriza a quienes, no siéndolo, se disfrazan de jóvenes. Su ropa, la cartera donde guardaba el pasaporte, sus gafas de sol e incluso la pulsera que adornaba una de sus muñecas no parecían recién sacadas de las vitrinas de una tienda, sino verdaderamente suyas. No averigüé su profesión; puede que no tuviera ninguna, que desempeñara varias o que disfrutara de una vida alternativa como logista o cabecilla de alguna comuna. Llevaba el año 1968 pintado en la frente con sol y yodo californiano y todo el óxido de quién sabe cuántas toneladas de doctrina budista y pensamiento newage originario, pero al principio no advertí que, detrás de los restos del fracaso de su generación, de sus educadas maneras de seductor maduro, de su ánimo conciliador y democrático, subyacía, asimismo, una inquietante ansiedad, una secreta inhibición reflejo del niño que tal vez había sido, criado sin padre entre las ruinas de Dresde o Berlín. Su acompañante, alemana también aunque de origen hindú, parecía a su vez un tozudo producto de su tiempo, en su caso el de esas mujeres, hijas de los más variados traumas infantiles (el desarraigo, el divorcio de sus padres, su propia belleza), que se han hecho mayores cuando aún jugaban a novios y a heroínas de novela, y que, conscientes del descalabro, han acabado apergaminándose en el descabellado intento de retener lo que ya saben perdido. Superaba apenas los cuarenta años; perfectamente podía ser hija de él, y, de hecho, en sus ademanes de amante-enfermera, de amante-geisha, de amante-confesora, más que la de un verdadero amante, se adivinaba la entrega de un discípulo. Lo que no se advertía tan a primera vista era que, detrás de su belleza –intacta, en gran parte, pese al almíbar–, palpitaban reconocibles los estragos producidos por una sexualidad expansiva aunque no necesariamente voraz. Todo esto no lo pensé al verlos en el muelle; es el producto de las desordenadas impresiones que fui recolectando a lo largo del viaje. En el muelle había sido más pueril y prosaico; tan solo reparé en su diferencia de edad. Una cosa sí me llamó la atención: tanto él como ella me dieron de lado y se concentraron en Marta, como si pretendiesen llegar a mí a través de ella o yo no les interesara.

La travesía fue larga a causa del viento. Navegamos en zigzag por la lengua de mar que separaba nuestra isla de origen del continente; arriada la vela y ayudados por pértigas, nos internamos más tarde entre manglares, y finalmente, con el viento a favor, alcanzamos mar abierto; en total ocho horas de viaje, tres más de las previstas, hasta que tocamos puerto. Y eso gracias a la suerte, ya que el trayecto se habría complicado si, sorprendidos por una tormenta, hubiésemos tenido que refugiarnos en tierra. A la suerte y a que la tripulación, cuatro marineros de piel coloreada por todas las sangres del Índico, hizo su labor con diligencia. De ellos, solo el capitán, menudo y con el pelo largo peinado a lo rasta, nos había dirigido la palabra en una mezcla de inglés e italiano. Su trabajo, además de llevar el timón y dirigir a sus compañeros, había consistido en ayudarlos a cambiar de lado el contrapeso del barco cada vez que hubo que modificar el rumbo. Desde el principio, junto a los tópicos necesarios para despertar nuestro interés, había deslizado en la conversación discretos anzuelos con los que pretendía llevarnos a esa falsa camaradería que, mediando un intercambio comercial, sobre todo si es en lugares remotos, muchas veces no tiene otro fin que el de multiplicar las situaciones de las que extraer beneficio. De todas formas, no parecía violento ni conspirador, y, cuando comprendí que destinaba sus preguntas a calibrar nuestra permisividad con lo que llamaba soft drugs, me tranquilizó pensar que solo quería liar un cigarrillo de marihuana. No me gustó, por el contrario, que nuestra compañera de viaje aceptara fumar. Ella misma dudó, ya que miró a su pareja pidiéndole permiso, y él, que un instante antes había rehusado, se lo concedió con un guiño.

En realidad, a eso me refería horas después en el cuarto donde dormiríamos, cuando Marta se sintió obligada a defenderlos. Tras ordenar las medicinas, se había quitado las sandalias y estaba calzándose unos zapatos para proteger sus tobillos de los mosquitos vespertinos.

– No le des más vueltas... –dijo risueña, aunque también tajante–. Hemos tenido suerte. Son gente normal. Ni han querido irse a otro sitio ni nos han propuesto nada extravagante.
– Solo faltaba. El barco lo hemos alquilado a medias y el acuerdo era regresar pasado mañana.
– No vamos a tener problemas. Ya lo verás.

Marta zanjó la conversación, pero lo cierto es que casi habíamos tenido ya el primer conflicto. Si disponíamos de alojamiento, se debía a la propia Marta, que, al desembarcar en la playa y observar las cabañas donde el capitán pretendía que durmiéramos, se había empeñado en buscar una alternativa más cómoda. Ellos no se habían negado, pero habían tardado en decidirse, y sé, porque esas cosas se intuyen, que en el fondo nos siguieron renuentes. Diría más: no solo no les había disgustado, parecía haberles agradado la perspectiva de compartir espacio con la tripulación. Al menos a él, que fue quien más animoso se había mostrado.

Ninguno de nosotros se arrepentía ahora. No era para menos. Aunque precarias, ocupábamos habitaciones contiguas en la azotea de una casa construida en torno a un patio en el que crecían tres palmeras, y disfrutábamos de unas vistas impresionantes. La misma manera de encontrar el lugar había merecido la pena. Decenas de niños habían salido a nuestro encuentro al aproximarnos a la aldea y nos habían conducido hasta allí casi en volandas. A causa del dispar ímpetu del enjambre que nos guiaba, habíamos traspasado separados la puerta, y por un momento, antes de que el dueño nos descubriera al alemán y a mí, había podido contemplar su cara de incredulidad y susto al ver a las mujeres irrumpir en el patio.

Marta quería terminar la conversación y no insistí. Se levantó de la cama donde se había sentado para calzarse, sonrió y me dio un beso. Esta era una forma más eficaz que el ruego de decir basta ya, concentrémonos en lo importante. Y lo importante era disfrutar de nuestras necesarias vacaciones africanas. No recuerdo si añadimos algo; enseguida se oyó la llamada a la oración de un muecín, al que de inmediato fueron sumándose otros, y nos quedamos paralizados. Cuando estos cesaron, entró en el cuarto nuestra compañera de excursión. Olía a perfume y había sustituido su vestido del barco por unos pantalones y una camisa. Le tocaba tomar la pastilla de la malaria, nos explicó, y se le había acabado el agua.

– Tenemos que comprar –dijo Marta, tendiéndole nuestra última botella–. Supongo que encontraremos en algún sitio.

La alemana cogió la botella, tragó la pastilla y se quedó donde estaba visiblemente turbada. Imaginé que necesitaría algo que le avergonzaba pedir en mi presencia y salí a la azotea para esperar. Antes, al llegar a la casa, habíamos convenido repartirnos las obligaciones pendientes para aprovechar mejor lo que quedaba de luz: unos pondrían al tanto de nuestra llegada al jefe de la aldea, como nos habían recomendado que hiciéramos, y los otros regresarían a la playa para avisar al capitán del barco de que habíamos encontrado dónde dormir. Con ánimo de provocarme, o respondiendo tal vez a un deseo que no supe calibrar, cuando le propuse este reparto de tareas, el alemán había contestado rápidamente que sí y había sugerido que fuéramos los dos a visitar al jefe del pueblo y que Marta y su mujer fueran a la playa donde habíamos dejado a la tripulación. Aunque luego había aguardado callado mi respuesta y su ademán grave no me inducía a ello, había preferido tomármelo a broma:

– Sí, claro, o se las vendemos directamente al dueño de la casa por un par de camellos.

Llevaba un rato entretenido en observar a nuestro hospedero encender un fuego en el patio, cuando un ruido me hizo mirar hacia la parte más elevada de la casa, una torre abierta a la que se accedía por unas escaleras que partían de la azotea donde me encontraba. Allí estaba otra vez. Me daba la espalda de medio perfil, asomado a la baranda. No sé cuánto tiempo llevaba en ese lugar, desde luego más que yo en el mío. Aparentemente no se había dado cuenta de mi presencia. Estaba abstraído, mirando algo con unos prismáticos. Llegué a su lado y me asomé como él. Al cabo de unos segundos, retiró los anteojos de su cara y me los puso delante. Al principio mi mirada vagó sin rumbo hasta que, tras una ayuda suya, descubrí de qué se trataba. En uno de los patios vecinos había un pozo y, junto al pozo, una chica muy joven se lavaba las axilas con el pecho descubierto. Aparté la mirada instantáneamente, tan perplejo que no acerté a decir nada.

 

El final del amor

 

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