02/09/2024
Empieza a leer 'El mejor del mundo' de Juan Tallón
Marta y Helena
¿Quién me puede decir quién soy?
William Shakespeare,
El rey Lear
Primera parte
1
Antonio extrae el puro del bolsillo de la chaqueta y lo huele con una inspiración larga, muy larga, larguísima. Al final, se le escapa un «Aaahhh» extasiado. Es un Cohiba Behike 56 que robó de casa de su padre el día de su entierro. Quizá el hombre lo guardaba para una ocasión especial. Pero ya no habría ocasiones especiales. No merecía la pena dejarlo allí, esperando a alguien que obviamente no iba a fumar más. Lo examina como a un anillo recién encontrado en el suelo y lo vuelve a guardar, empaquetando las ganas de fumárselo. Tiene tanto que celebrar que ese puro es un símbolo de la felicidad. Piensa que nunca estuvo tan cerca de ella. La persiguió y la atrapó. Se siente investido de un extraordinario poder. En su cabeza es omnipotencia, casi inmortalidad, al menos hasta el día en que pase lo peor. Es un momento álgido, dorado, devuelve el puro al bolsillo y estudia el centro de convenciones de un vistazo, atestado de visitantes que dirigen su atención al estand de Ataúdes Ourense, donde resplandece el Apolo, y constata que sigue ahí arriba, que al fin atrapó el éxito, que llegó, y que lo hizo pese a las circunstancias, a las adversidades que se sucedieron en cada una de las etapas de su vida hasta hoy. La pregunta que siempre lo ha empujado: «¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar?», y su respuesta: «Muy lejos», alcanzan al fin la plenitud.
Se esfuerza en contener la euforia, por educación, porque hay gente al lado y hay que saber ganar, saber estar. Pero le cuesta dominarse. Saber estar es un arte que o se cultiva desde pequeño o ya nada, así que acaba regresando a la euforia. No es hora de ser humilde, ni diplomático, ni sobrio. Se le escapa una enorme sonrisa, secreta y exagerada. «Sonrisa de cacho hijo de puta», como dice su amigo Pedro.
Por la megafonía le llega una música que no identifica. Hernández, a su lado, dice que es el Réquiem de Gabriel Fauré.
–Es que de joven toqué la trompa en una orquesta –explica Hernández.
Antonio cierra los ojos unos segundos. Aprieta los párpados de simple placer, para reafirmarse en que no hay nada como hacer negocios y ser un hombre ambicioso, que no teme al fracaso, que no cree en los obstáculos infranqueables, que no piensa que después de todo lo malo vayan a seguir pasando cosas horribles. Cerrar un buen trato lo reconcilia con cualquier varapalo, fealdad, injusticia que el mundo depara. Quizá «Hombre de negocios» resuma todo lo que quiere que ponga en su lápida cuando se muera, si se muere, claro. Hoy ve su muerte como una circunstancia inviable. ¿Habrá algo tan excitante, embriagador, bello como firmar un contrato de venta, ganar mucho dinero, advertir cómo te alcanza el secreto resplandor del sueño de una vida? No importa si en algún momento tuvo que hacer algo demasiado terrible para llegar hasta ahí, algo escalofriante, inenarrable, que, de vez en cuando, aun sin querer recuerda, pero se perdona a sí mismo.
Al abrir los ojos de nuevo apoya en el suelo su maletín rojo y se deja caer en la silla con las manos en los bolsillos, con sus nueve dedos, que apenas caben dentro de lo fornidas y aparatosas que son, como azadas. Primero cae a cámara lenta, imitando un plástico bamboleado por el viento, y en el último instante vertiginoso, convertido, sin explicación, en una estatua de hierro. Nota que el traje le aprieta en la cadera. Es culón y los bolsillos se abren al sentarse. Pero la incomodidad se diluye en bienestar. Se quita el zapato izquierdo y se coloca bien el calcetín, el que al andar se ha ido retorciendo. Se masajea la planta del pie y vuelve a calzarse. Se frota una mano con otra y se las huele.
Echa otro vistazo al Apolo, que desde donde se encuentra, en la zona de restauración, apenas adivina tras la gente. Es magnífico. Todo el mundo se detiene en su empresa a admirar el ataúd, a fotografiarlo, a preguntar de dónde salió, cuánto cuesta, dónde se compra, de qué está hecho, a quién van a meter dentro. Es demasiado hermoso y a la vez escalofriante. Respira hondo, se aploma, y después suelta el aire poco a poco. Pena que no se pueda fumar aquí, comenta. Mientras lo hace repara en una pelusilla adherida al hombro. Es inapreciable, pero mirada atentamente, durante un rato, se hace más y más enorme, y ya es una archienemiga. Sopla pero la pelusa no se mueve, provista de la plomiza pesadez de lo incorpóreo. Se aferra a su sutil insignificancia.
Al lado de su silla hay otra vacía, la recoloca y planta los pies encima, un instinto del poder, atento siempre a acomodarse, estirarse, expandirse. Gasta un 45 y sus resplandecientes zapatos de hebilla, sobre el asiento, parecen dos cuervos en un tendido eléctrico, a la espera no se sabe de qué. Lentamente, la paz lo embarga.
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