16/09/2020
Empieza a leer 'El Muro' de John Lanchester
I. El Muro
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Hace frío en el Muro. Eso es lo primero que te dice todo el mundo, y lo primero que notas al llegar, y lo que tienes en la cabeza todo el tiempo que pasas allí, y lo que recuerdas cuando ya no estás. Hace frío en el Muro.
Buscas metáforas. Frío como el hielo, como el acero, como la noche. Frío como beso de suegra; esa es buena. Pero pronto comprendes que el problema es que el frío aquí no es una metáfora. No se parece a ninguna otra cosa. No es más que una realidad física. Este tipo de frío, al menos. El frío es frío es frío.
Así que eso es lo primero que te cae encima. No es como otros fríos. El de aquí es un frío presente en todas partes, una especie de atributo físico permanente del lugar. El frío es una de sus propiedades fundamentales; es intrínseco. Y te cae encima como un fardo, la primera vez que pisas el Muro, el primer día de tu periodo de servicio. Sabes que estarás ahí dos años. Sabes que viene a ser lo mismo en todas partes, en lo que respecta a la geografía, y que todo depende de cómo sea la gente con la que te toque. Sabes que no hay nada que hacer. Da miedo, pero al mismo tiempo, a su manera, tiene algo de liberador. No hay elección: en el Muro todo consiste en que no hay elección.
Te dan algo de instrucción, pero no mucha. Seis semanas. Básicamente cómo sujetar, limpiar, mantener y disparar el arma. En ese orden. Un poco de entrenamiento físico, pero no demasiado, y un montón de práctica en despertares a media noche, sueño interrumpido, ataques repentinos de pánico, cambios repentinos de orden, pruebas de disciplina en plena madrugada. No dejan de machacarte con eso: vale más tener disciplina que coraje. En combate, ganan los que siguen las órdenes. Esto no es como en las películas. No vayas de valiente, haz lo que te mandan. Y eso es todo, más o menos. El resto de la instrucción es en el Muro. Te la dan los Defensores que llevan más tiempo que tú. Y luego te llegará a ti el turno de dársela a los Defensores que vengan después. Así que eso es lo que traes aprendido: levantarte en mitad de la noche y limpiar tu arma.
Normalmente, cuando llegas ya está oscuro. No sé por qué, pero lo hacen así. Llevas ya todo un largo día viajando: a pie, en autobús, tren, otro tren, camión. El camión te deja ahí. Tú y tu petate, plantados en mitad del frío y la oscuridad. El Muro queda enfrente, un monstruo largo y bajo de hormigón. Se pierde en la distancia. Pese a que es completamente vertical, de cerca da la sensación de que esté inclinado hacia ti. Parece que vaya a volcar sobre tu cabeza. Notas la presión.
El aire va cargado de humedad, incluso cuando no llueve o la espuma de mar no salpica desde lo alto, como suele ocurrir. Justo detrás del Muro en general no llega el viento, aunque a veces sí corre algo. Cuando el tiempo está húmedo y oscuro, el Muro se ve negro. El único camino o señal o indicio de lo que debes hacer o de adónde debes ir es un tramo de escalones de hormigón: siempre te dejan al lado de los escalones. Hay una lucecita arriba, en la caseta de vigilancia, pero tú aún no sabes que eso es lo que ves. Lo que piensas sobre todo es que el Muro es mucho más alto de lo que esperabas. Ya lo habías visto antes, claro, en vivo y en foto, puede que hasta en sueños. (Esa es una de las cosas que descubres en el Muro, que montones de personas sueñan con él, desde mucho antes de que las manden ir.) Pero cuando estás allí y lo miras desde abajo y sabes que vas a estar dos años en ese lugar, y que lo mejor que te puede pasar en esos dos años es que sobrevivas y te largues del Muro y nunca más tengas que pasar un solo día de tu vida cerca de él, parece distinto. Parece muy alto y muy recto y muy oscuro. (Lo es.) Las escaleras exteriores de hormigón parecen empinadas y resbaladizas. (Lo son.) Parece un lugar frío, duro, implacable y desolado. (Lo es.) Te sientes atrapado. (Lo estás.) Deseas que todo se acabe; deseas estar en cualquier otra parte; darías lo que fuera por no estar ahí. Puede que, aunque no seas creyente, pronuncies alguna plegaria, en voz alta o entre dientes, da igual, porque no cambia nada, porque tu plegaria dice: por favor por favor por favor sácame del Muro, y sin embargo ahí estás, en el Muro. Comienzas a subir los escalones. Ha empezado tu vida allí.
Yo los subí temblando; me gustaría pensar que fue por el frío, pero seguramente fue mitad eso y mitad miedo. No había barandilla, y el hormigón estaba más y más húmedo a medida que avanzaba. Nunca he llevado bien las alturas, por insignificantes que sean. Se me ocurrió que igual resbalaba y me caía, y ese pensamiento fue creciendo a medida que subía. Me caeré y me partiré la cabeza y me moriré, y mi tiempo de servicio en el Muro acabará antes de empezar, pensaba. Me convertiré en un chiste. ¿Te acuerdas del idiota aquel que...? Pero si eso ocurre, al menos me largaré del Muro.
Una vez arriba, fui a la caseta de vigilancia. Salía luz de una ventana cubierta de escarcha. No se veía el interior. No sabía adónde ir ni qué hacer, pero no había más opciones, así que llamé a la puerta. No respondió nadie. Volví a llamar y oí un ruido, que tomé como una señal de que pasara.
Entré y una ola de calidez me inundó. Las gafas se me empañaron de inmediato, así que no veía nada. Oí a alguien que reía, y a otra persona cuchicheando algo. Me quité las gafas y eché un vistazo alrededor con los ojos entrecerrados. La sala era una caja de hormigón desprovista de adornos. Las paredes estaban cubiertas de mapas. Había dos personas sentadas en rincones opuestos, una de ellas un hombre negro e imponente, con las mejillas cruzadas de cicatrices, que llevaba puesto un jersey de uniforme, de punto de ochos y color verde oliva. Era el Capitán, aunque eso yo aún no lo sabía. Fue la única persona en el Muro a la que vi llevando uniforme. Al resto, sencillamente, no nos parecía que abrigara lo suficiente. Me miró sin sonreír. Tras él había tres monitores con pantallas de radar verdes.
– Un Defensor corto de vista –dijo–. Genial.
La otra persona soltó una risita por la nariz. Era un hombre blanco y corpulento con un gorro rojo de punto: el Sargento, aunque eso yo tampoco lo sabía aún.
– Me llamo Kavanagh –dije al fin–. Soy nuevo.
Suena estúpido ahora y sonó estúpido entonces, pero no se me ocurría qué otra cosa decir. Ellos ni siquiera se rieron. Solo me miraron. El hombre de uniforme se levantó, se acercó hasta mí y me miró de arriba abajo. Era alto, me sacaba al menos media cabeza.
– Soy el Capitán –dijo–. Este es el Sargento. Haz todo lo que te digamos sin preguntar por qué. Se tarda unos cuatro meses en pillarlo todo. Tengo completa potestad para prolongar tu tiempo aquí, sin posibilidad de apelación. No tengo que dar ningún motivo. La única manera de salir del Muro es que pasen dos años y yo decida que te puedes marchar. Si no te lo dejaron claro en la instrucción, te lo dejo claro yo ahora. ¿Está claro?
Lo estaba. Eso le respondí.
– Llévalo a los barracones –le dijo al Sargento–. Yo voy a salir al Muro.
El Capitán se marchó. La actitud del Sargento cambió un poco cuando se quedó solo conmigo.
– Muy bien –dijo–. Hay dos sargentos, uno por turno. Yo soy el tuyo. El otro está en el Muro. Tendría que haberme ido a dormir ya, pero me he quedado levantado esperándote porque soy un puto santo. Pregúntale a quien quieras. Conocerás al resto de los compañeros de turno por la mañana. Te voy a hacer una versión rápida del tour. Lo demás lo puedes ver mañana. Como ha dicho el Capitán, hace falta un tiempo para quedarse con todo, y la mejor manera es la repetición. Puedes hacer preguntas al principio, pero todo el mundo se cansa de responder bastante pronto, así que te recomendaría que antes de abrir el pico pensaras si eso que estás preguntando tiene una respuesta obvia.
Me enseñó la cantina, que era un cubo de hormigón pelado con sillas y mesas; la sala de recreo, que era un cubo de hormigón pelado con un televisor enorme y sofás destartalados; la armería, que estaba cerrada, y la enfermería, que era un cubo de hormigón pelado con cuatro camas de estructura de acero y sin personal médico. Luego me hizo bajar dos tramos de escaleras hasta los barracones, que era como llamaban los Defensores al cuarto en el que dormía todo el mundo. También era un cubo de hormigón pelado. Después de cerca de un minuto en la puerta, mis ojos se acostumbraron lo suficiente a la oscuridad como para distinguir los detalles principales. Había treinta camas en el cuarto, quince a cada lado, con paneles de contrachapado separándolas en cubículos. En la otra punta estaban los baños. Yo estaba ya familiarizado con aquella disposición, porque era la misma de los barracones donde había hecho la instrucción. Un lado no tenía ninguna fuente de luz exterior, el otro tenía unos ventanucos cuadrados por encima de la altura de la cabeza. Las camas que había a lo largo de la pared derecha estaban todas vacías, porque la mitad de la compañía estaba en el turno de noche. Las camas a lo largo de la pared izquierda estaban todas ocupadas por cuerpos durmientes, todas salvo la novena, que estaba desocupada y ahora era la mía.
Dejé la bolsa en el rincón del cubículo. Me saqué los zapatos y las capas exteriores de ropa y me metí en la cama. Las sábanas estaban ásperas, pero las dos mantas eran gruesas y enseguida entré en calor. Me llegaban los ronquidos y los murmullos de mis nuevos compañeros de pelotón. El hambre me acelera; me di cuenta de que no había comido desde mi partida, y de que la cabeza me zumbaba demasiado rápido como para conciliar el sueño. Cansado, desvelado, inquieto, me quedé allí tumbado mirando el techo, y pensé: solo quedan dos años, 729 noches más, si consigo superar esta. Eso contando que tenga suerte y nada se tuerza.
Debí de dormir, porque me despertaron. O a lo mejor era un nuevo tipo de sueño en el que no te llevabas nada de la parte buena de dormir y sí todo de la parte mala de despertarte sobresaltado. Oí una alarma y un momento después noté que la cama se movía. Abrí los ojos y me encontré con la cara de un hombre echándoseme encima, tan pegado que olía su aliento caliente y ligeramente apestoso. La cara era toda barba, ojos y gorro de lana. La parte positiva era que sonreía.
– Carne fresca –dijo–. Yo soy el Cabo. También conocido como Yos. Cinco minutos para asearse, quince para desayunar, luego nos reunimos.
Sacudió la cama una vez más, como por si acaso, y luego se levantó y fue hacia los baños. También era alto, muy por encima del metro ochenta. A su alrededor, otros miembros del pelotón iban levantándose, gruñendo y rascándose. Vi que la mayoría dormían más o menos con toda la ropa puesta. El Cabo se detuvo a un par de metros y se volvió hacia mí:
– No pongas esa cara de preocupación. ¿Sabes eso que dicen?... No te preocupes por cosas que tal vez no lleguen a ocurrir. Aquí es distinto. Estás en el Muro. Ya ha ocurrido. –Se echó a reír y se marchó.
* * *
Traducción de Inga Pellisa.
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