30/01/2024
Empieza a leer 'El pasado anda atrás de nosotros' de Juan Pablo Villalobos

 

Para Ángel, Luis Alfonso, Uriel y Luz Elena, hijos de mis papás

 

O passado anda atrás de nós
como os detetives os cobradores os ladrões
[…]
o passado ao contrário dos gatos
não se limpa a si mesmo
ANA MARTINS MARQUES

Solo el olvido permite el regreso impune.
SYLVIA MOLLOY 

 

Esto es una novela; cualquier parecido
con la realidad no es mera coincidencia:
así es como funciona la ficción.

 

La zanja

 

Hay un dicho que asegura que es imposible huir del pasado, y aunque yo me hubiera convencido de que los días que iba a pasar en México serían un intermedio, una pausa en mi vida real en el extranjero, la verdad era que aquella noche se estaba convirtiendo en un mal presagio, en la amenaza de volver a etapas oscuras de las que me había costado tanto escapar. Hay otro dicho que advierte que cuando las cosas están saliendo mal, todavía pueden empeorar, pero dos dichos seguidos comienzan a formar un sistema de prejuicios, así que lo mejor será que me remita a los hechos.


Eran las dos de la madrugada, quizá las tres, y yo estaba de pie en un bar de Lagos de Moreno con el brazo derecho levantado y el puño apretado, listo para ejecutar una venganza largamente pospuesta. Miraba el rostro de Everardo y calculaba dónde podría hacerle más daño, ¿en la quijada, en la nariz, en los dientes, en la cabeza? Que no lo supiera demostraba algo de lo que solía enorgullecerme: que hasta ese momento yo nunca le había pegado a nadie. Y ahora estaba determinado a hacerlo, incluso ya había cumplido con los primeros pasos, me había levantado con rabia, volcando de espaldas la silla en la que había estado sentado, y había posicionado mi brazo en un ángulo que le imprimiría mayor fuerza al golpe, siempre según mis teorías, basadas en ninguna experiencia real, cuando mucho en las películas y en la televisión.


Si el bar hubiera cerrado más temprano, a una hora decente, como se decía antes, y si sirvieran cervezas industriales, y no artesanales, que emborrachaban más rápido, el vaso de la paciencia no se habría colmado y no habríamos llegado a estos extremos. Pero la culpa era mía: tendría que haberme quedado en casa de mis papás limitándome a hacer lo que se suponía que había venido a hacer a México; había venido a cuidarlos, a estar con ellos, ¿por qué había aceptado la invitación de Everardo?, ¿por qué había dejado que mi hermana me convenciera? Llevábamos más de treinta años sin vernos y no había ninguna razón para el reencuentro, era obvio que todo iba a terminar mal, quizá en el fondo yo lo supiera y había estado deseando que ocurriera.

 

Así que iba a pegarle un puñetazo a Everardo, un puñetazo largamente merecido; me había pasado las últimas horas revisando nuestra historia, haciendo memoria del acoso y las humillaciones a los que me había sometido desde que yo tenía cuatro años con nueve meses hasta que cumplí los quince, es decir, desde que volvimos de Guadalajara a Lagos – el pueblo de mi familia paterna–, en junio de 1978, hasta el día de agosto de 1988 en el que yo me fui a Guadalajara para estudiar la preparatoria. En medio habían quedado esos diez años en Lagos durante los cuales estuve obligado a convivir con Everardo porque éramos compañeros en la escuela y, sobre todo, porque su mamá era la mejor amiga de la mía.


–Tengo cáncer –dijo entonces Everardo.

 

Seguía sentado, no se había inmutado a pesar de la amenaza de mi brazo en alto, y contemplaba la acumulación de vasos, platos, huesitos de pollo y servilletas esparcidos sobre la mesa con indiferencia, podría decirse que hasta aburrido. Creía que no me atrevería a pegarle, creía conocerme bien y, además, creía a ciegas que la gente no cambiaba, que nadie cambiaba, que por mucho que me hubiera ido del pueblo, y hasta del país, yo seguía siendo el mismo, que el que nacía miedoso moría miedoso.


Aflojé el puño de la sorpresa, desconfiado; no alcanzaba a discernir si Everardo hablaba en serio o si se estaba burlando de mí, si había desarrollado nuevas formas de tortura, más sofisticadas, menos salvajes. Contrario a él, yo sí profesaba una fe ciega en la evolución del alma humana, sobre todo cuando, como en el dicho citado, se trataba de empeorar.


–En el páncreas –especificó.

 

* * *

  

El pasado anda atrás de nosotros

 

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