23/01/2023
Empieza a leer 'El último día de la vida anterior' de Andrés Barba
–¿Cuánto tiempo es para siempre? –preguntó Alicia.
–A veces solo un segundo –respondió el Conejo Blanco.
LEWIS CARROLL
UNO
Sucede así: ve al niño el primer día de venta de la casa, mientras limpia la cocina entre las visitas de dos clientes. Abre el grifo para aclarar el trapo y, al cerrarlo y darse la vuelta, se lo encuentra en una de las sillas. Tiene unos siete años, aspecto embobado y un uniforme de escuela marrón. No es una entelequia, sino un cuerpo tan real como la balda o el fregadero. A primera vista le produce el leve rechazo que siempre le ha producido la gente rica; ese aire teatral, de figurín, aunque suavizado por la infancia. Las manos reposan sobre las rodillas y lleva unos botines negros, sin calcetines, el flequillo le cae sobre la frente con una pulcritud distante. Parece un ladrón, un ladrón pequeño cuyo ideal secreto fuera ser admitido, pero no hace ningún intento por parecer simpático, ni por disculparse. Tras la primera sorpresa, sin poder determinar qué tiene de extraño, se concentra en su mirada. El niño parece tan familiarizado con el espacio que resulta absurdo preguntarle de dónde ha salido, es una emanación natural de las paredes, de ese aire repleto de polvo dorado en suspensión. Ni siquiera se mueve, como si esperara la merienda desde un tiempo remoto. Por su parte, ella no siente ningún miedo, solo un leve estremecimiento. Un abejorro de verano golpea el cristal desde el interior y durante unos segundos eso es lo único que ocurre: la insistencia del abejorro, la cocina vacía de una casa vacía, la sorpresa de una agente inmobiliaria de treinta y seis años ante un niño de siete que la observa. Un niño, lo descubre ahora, que no ha pestañeado una sola vez.
Piensa que es una señal de que esta casa no se venderá nunca. Es como ese niño: demasiado refinada y poco práctica, una casa para ese tipo de ricos de mediados del siglo xx que privilegiaban la arquitectura racionalista sobre la comodidad y la ostentación. Hoy nadie estaría dispuesto a pagar tanto dinero por una casa que ni es cómoda ni muestra abiertamente el dinero que vale. Se lo dijo a su jefe de la inmobiliaria la primera vez que se la enseñó, que la casa era un hueso, que se iban a pasar meses enseñándola a estudiantes de arquitectura y al final la iban a dar por imposible. Ahora, tras una semana arreglando las dos plantas, el garaje y el jardín, estudiándose el dosier del arquitecto y dando instrucciones a los pintores para que la dejen impecable, esto. Casi está a punto de echarse a reír, pero hay algo en la mirada del niño que se lo impide. No es solo el anacronismo de su ropa; el hecho de que no pestañee le da a su mirada una condición neutralizante, como si todo lo que captaran esos ojos quedara inmediatamente impregnado de algo desnudo, reducido a un esquema elemental. Y sin embargo no es siniestro, aunque podría serlo, como un muñeco demasiado realista no es siniestro cuando se lo confunde con lo que parece pero sí cuando se descubre lo que es. Su misma presencia, a pesar de ser sólida, tiene algo inestable. También sus sentimientos hacia él son inestables. Es la primera vez que le ocurre algo así y, paradójicamente, no le produce la inquietud que había imaginado. Durante años, en otras casas, la sensación de ser observada a veces la ha llevado a caminar con el corazón en la boca hacia la salida, ahora este niño la mira sin pestañear y ella no siente ningún temor, solo un vago rechazo por sus privilegios.
–¿Qué quieres? –le dice. Y como el niño no contesta, vuelve a preguntarle, casi de mal humor–: ¿Qué quieres?
Entonces él hace ademán de levantarse y ella da un paso atrás. Todavía tiene en las manos los guantes de goma con los que ha repasado la cocina y eso le da un aspecto entre oficinista y empleada del hogar que hace sonreír al niño, o eso le parece a ella.
–Escucha –continúa un poco absurdamente, como si hablara a un perro–, no puedes estar aquí, ¿entiendes? Van a venir unas personas.
Piensa que tal vez, aunque lo está viendo, la distancia entre los dos es infinita, y eso le produce cierto alivio. Hay tantas formas de no responsabilizarse que esa no parece la peor de todas. Y sin embargo el niño sí reacciona. Se incorpora y alza la mano para despedirse. Ella hace lo mismo. Y en ese último instante, en el breve intervalo en que se da la vuelta y sale hacia el pasillo y ya no lo ve más, a ella le parece que en ese cuerpo diminuto hay una angustia animal, una angustia casi insoportable.
Descubre más sobre El último día de la vida anterior de Andrés Barba aquí.