30/10/2024
Empieza a leer 'El volumen del tiempo I' de Solvej Balle

 

# 121

Hay alguien en la casa. Percibo sus movimientos por la habitación de arriba. Oigo cómo se levanta de la cama, baja las escaleras, entra en la cocina... El zumbido de las tuberías mientras llena un hervidor de agua, el sonido metálico al ponerlo sobre el quemador y un chasquido apenas audible del encendedor al prender el fuego. Después se produce un silencio hasta que el agua alcanza su punto de ebullición. Entonces oigo el crujir de hojas de té y papel cuando saca del envoltorio una cucharada y después otra y las echa en la tetera, así como el sonido al verter el agua sobre las hojas de té, ruidos que provienen sin duda de la cocina. Sé que abre el frigorífico porque oigo el choque de la puerta contra la encimera. De nuevo se produce un silencio mientras deja que el té repose, y al poco tiempo me llega el tintineo de una taza y su plato al sacarlos del armario. No puedo oírlo verter el té en la taza, pero sí los pasos que van de la cocina al salón cuando atraviesa la casa con la taza en la mano. Se llama Thomas Selter. La vivienda es una casa de piedra de dos plantas y se halla en las afueras de Clairon-sous-Bois, población del norte de Francia. Nadie entra en la habitación
del fondo, que da al jardín y a una leñera.

Es dieciocho de noviembre. Ya me he hecho a la idea. Me he habituado a los sonidos, a la luz grisácea de la mañana y a la lluvia que enseguida comenzará a caer en el jardín. Me he habituado al ruido de pasos por la casa, al abrir y cerrar de puertas. Oigo a Thomas salir del salón para ir a la cocina, dejar la taza en la encimera, y no transcurre mucho tiempo antes de que lo oiga en la entrada. Oigo que descuelga su abrigo del perchero, oigo que se le cae el paraguas al suelo y que luego lo recoge.

La casa queda en silencio una vez que Thomas se marcha bajo la lluvia de noviembre. Entonces, únicamente hay los ruidos que hago yo y el débil sonido de la lluvia fuera. La punta del lápiz deslizándose por el papel o la silla contra el suelo cuando la desplazo hacia atrás para levantarme de la mesa. Mis pasos que resuenan sobre el piso y un levísimo chirrido del picaporte al abrir la puerta que da al pasillo.

Durante la ausencia de Thomas suelo andar por la casa. Voy al aseo y a por agua a la cocina, aunque enseguida regreso a la habitación. Cierro la puerta y me siento en la cama o en la silla del rincón, de modo que no puedan verme desde el sendero del jardín en caso de que miren hacia el interior.

Cuando Thomas retorna con dos finas bolsas de plástico, los sonidos vuelven a arreciar. La llave abriendo la puerta, los zapatos que se restriegan en el felpudo. El crujir de las bolsas al poner la compra en el suelo. El paraguas plegado que él deja en la silla de la entrada y, un instante después, el roce del abrigo al colgarlo en el perchero de la pared junto a la puerta. Oigo de manera reiterada el crujido del plástico de las bolsas cuando las pone sobre la mesa de la cocina y empieza a colocar en su sitio los artículos que ha comprado. Guarda queso en el frigorífico, dos latas de tomate dentro de un armario, y deja una tableta de chocolate sobre la encimera. Una vez vacías, enrolla las bolsas y las mete en el armario bajo el fregadero, donde, después de cerrar la puerta, continúan crujiendo.

Durante la jornada lo oigo en el despacho del piso de arriba. Oigo la silla de escritorio desplazarse por el suelo, la impresora imprimiendo cartas y etiquetas. Pasos que resuenan en los peldaños de las escaleras y el amortiguado golpe sobre las tablas de madera cuando Thomas deja los paquetes y cartas en el suelo de la entrada. Lo oigo en la cocina y el salón. Percibo el roce de una mano o una manga contra la pared cuando sube las escaleras de nuevo. Oigo que está en el baño, y un sonido en la taza del inodoro que solo puede proceder de alguien que orina de pie.

Poco después vuelvo a sentirlo en las escaleras y la entrada, enseguida pasa al salón y se sienta en un sillón junto a la ventana desde la que se ve el camino. Mientras espera pasa el tiempo leyendo o contemplando la lluvia de noviembre.

Es a mí a quien espera. Me llamo Tara Selter. Estoy sentada en la habitación del fondo que da al jardín y a una leñera. Es dieciocho de noviembre. Cada noche, cuando me acuesto en la cama supletoria de la habitación, es dieciocho de noviembre, y cada mañana, cuando me despierto, es dieciocho de noviembre. He perdido la esperanza de despertarme el diecinueve de noviembre, y tampoco recuerdo el diecisiete de noviembre, que fue ayer.

Abro la ventana para echar algo de pan a los pájaros que dentro de un instante se reunirán en el jardín. Acuden durante la pausa que hace la lluvia. Primero llegan los mirlos, que se dedican a picotear las últimas manzanas que quedan en el árbol y el pan que he lanzado por la ventana. Al rato aparece un petirrojo solitario. Un instante después pasa por allí un mito, a continuación llegan también unos carboneros, que los mirlos echan de allí enseguida. No tarda en llover de nuevo. Los mirlos siguen comiendo un poco más, pero, en cuanto la lluvia arrecia, salen volando para refugiarse entre los arbustos del seto.

Thomas ha encendido la chimenea del salón. Ha ido al cobertizo del jardín a por leña y pronto notaré más calor en la casa. Después de hacer ruido en la entrada y el salón, Thomas se ha sentado a leer, de modo que ahora únicamente oigo mi lápiz sobre el papel, un susurro que en breve desaparecerá con el sonido de la lluvia. 

 

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Traducción de Victoria Alonso

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El volumen del tiempo

 

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