04/06/2024
Empieza a leer 'En las manos, el paraíso quema' de Pol Guasch

Ofrecido en la palma de la mano
el paraíso – ¡no lo cojas!, ¡quema!
MARINA TSVIETÁIEVA

 

Todas las vidas empiezan antes de nacer: está una madre que repasa la lista de nombres al ir a acostarse, indecisa, o un padre que se imagina el rostro ausente de la criatura que todavía no existe. Está el deseo de muchos años que se marchita en silencio o el ritmo frenético del arrepentimiento que se aferra al corazón. Está la paz que se paga cara tras callar mucho tiempo o una habitación a oscuras que pide ser habitada. Está la espera que tiene que acabar de una vez por todas con esa soledad insoportable o el miedo a una nueva presencia que llegará para desordenarlo todo. Sea como sea, todas las vidas empiezan antes de nacer.

Me habría gustado pensar lo mismo de la mía, pero estoy convencido de que mi cuerpo minúsculo, acurrucado en una esquina oscura del vientre de mi madre, era incapaz de despertar ningún sentimiento. Ha tenido que pasar toda una vida, veinticuatro años brevísimos, una vida veloz como un cometa raudo, para poder decirlo sin dolor. Me pregunto por el tiempo en que estuve enfermo sin saberlo y por cómo la vida sigue navegando tranquilamente cuando se obvia la tristeza. De eso trata, también, mi historia: del tiempo. Del tiempo que no vuelve, porque el tiempo nunca vuelve. Y también del miedo, porque un día te da miedo una cosa y al día siguiente te da miedo todo. Y seguramente esta historia mía sirve para explicar que, cuando alguien se te acerca y te dice que no crezcas tan deprisa, que el vigor y la belleza desaparecen muy deprisa, cuando alguien se te acerca y te dice eso, debes saber que tiene razón.

Es de noche. La gente que he amado duerme. Puede que Rita no y, apoyada en la ventana del piso de la ciudad, trate de convencerse de que ningún ruido rompe el equilibrio del mundo. Desde allí, ve a personas que no conoce. Alguien que vuelve a casa después de un día demasiado largo y mira al cielo antes de abrir la puerta, como pidiendo un deseo. La negrura lo aturde ligeramente. O alguien que reconoce la lámpara encendida del cuarto de Rita y durante un segundo cruzan la mirada, desde lejos, observándose extrañados. Todo esto para decir que somos porque los demás nos recuerdan: quizá, seguramente, Rita piensa en mí, en lo que hicimos, mientras mira desde la ventana en esta noche cerrada.

Líton era mi nombre. Veinticuatro era la edad. Pino prensado sin barnizar era la madera del ataúd. Calor infernal era el tiempo. Calcinado, el paisaje. Y lo demás se alarga muchísimo, porque las historias siempre son largas, aunque una vida no haya fracasado ni haya triunfado, como la mía, aunque una vida sea un pedazo de espacio y muchas horas juntas y nada más. Ahora intento separarme del tiempo. Hablo de los cuatro pilares que construyen esta historia como si no los hubiera levantado yo. No vendrá ningún otro reino que no esté ya en la Tierra. El olvido es una parte del cuerpo que todavía no has utilizado. Quizá por eso creo que es demasiado pronto para empezar a hablar de los que he amado como de un recuerdo. Aun así, no dejo de imaginarme qué dirán los vivos de mí: las personas que me querían; las personas que no sabían quién era, que no sabían nada de mí, que solo intuían una sombra que llegaba y se iba del pueblo, una sombra de niño que acababa de hacerse un hombre acoplándose al paisaje, como el eco de una voz perdida en la infinidad del valle, de un pueblo al que todo el mundo llamaba pueblo y nada más: es fácil olvidarse de un lugar que no tiene nombre.

Yo no era del pueblo. Era de la ciudad. La ciudad, tres valles más allá. Al pueblo llegué porque mis padres se compraron una casa. Era lo que hacía la gente de la ciudad que tenía dinero para comprarse una casa, decía ¡el pueblo, el pueblo!, como quien dice ¡despertadme de la pesadilla del olvido! Pero hacía tiempo que no llovía, muchos años, y la tierra resquebrajada tenía más sed que cien perros que han ladrado toda la noche. Donde no hay agua no hay nada. Iba los fines de semana. Eso fue después del Servicio y antes de los incendios. El tren me dejaba en la estación, subía dando un rodeo hasta que por el horizonte asomaban los primeros tejados y la montaña gris los coronaba. El aire caliente silbaba paseándose por las calles. El sol me señalaba. Donde no hay agua luego hay fuego, pero de eso todo el mundo se olvida. Me habría gustado pensar que no se trataba de un pueblo recogido en un rincón abandonado del tiempo: ahora trato de imaginarme un pedazo de luna en el cielo solo para creerme que todavía queda un poco de luz que se tiende sobre él.

Rita vivía en la Colonia. La Colonia era un puñado de casas situado en lo alto de la montaña, casas blancas que la mina había vuelto grises, aferradas al suelo como si fueran roca madre, escalando la cresta riscosa y desafiando al paisaje. Allí vivían los mineros con sus familias. Allí vivía gente mayor, gente cansada. Allí vivían las viejas, puestas en fila delante de la puerta buscando la sombra, reunidas en el lavadero charlando durante horas, hablando de la Colonia y de los jóvenes y de la vida, que a menudo se hace demasiado larga. Desde allí, el pueblo resplandecía más abajo como un espejismo. Con la distancia y el tiempo, las cosas parecen bonitas, pero no lo son, y la gente de la Colonia decía ¡el pueblo, el pueblo!, como quien dice ¡devolvedme mi pedazo de historia!

 

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Traducción de Carlos Mayor

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En las manos, el paraíso quema

 

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