19/04/2021
Empieza a leer 'Frágiles' de Remedios Zafra
Sé que tras mi sonrisa congelada pocos advertirán esta ansiedad esclerotizada cuando me duele aquí, aquí y aquí, pero cada despertar me paseo por el alambre buscando una excusa que me haga caer y me obligue a frenar, porque yo no puedo.
LAURA BEY,
Mi vida en la primera IP
Los nuevos lenguajes afectivos de la economía global contemporánea (...) son lenguajes de la ansiedad, la contingencia y la precariedad, ocupando el espacio que el sacrificio, la movilidad ascendente y la meritocracia usaban. ¿Qué le sucede al optimismo cuando el futuro se astilla como un accesorio pasando por la vida? ¿Qué sucede cuando una mayor ambivalencia sobre la seguridad (...) se encuentra con un destacamento más nuevo de ella (todo es contingente)? ¿Cómo se entiende esta emergencia como una crisis objetiva y percibida?
LAUREN BERLANT,
El optimismo cruel
La esperanza, situada sobre el miedo, no es pasiva como este, ni, menos aún, está encerrada en un anonadamiento (...). No soporta una vida de perro, que solo se siente pasivamente arrojada en el ente, en un ente incomprendido, o incluso lastimosamente reconocido. El trabajo contra la angustia vital y los manejos del miedo es un trabajo contra quienes los causan, en su mayoría muy identificables, y busca en el mundo mismo lo que sirve de ayuda al mundo: algo que es susceptible de ser encontrado.
ERNST BLOCH,
El principio esperanza
PREFACIO 1
Sobre la fragilidad y la nueva cultura
La primera vez que de niñas mi hermana y yo fuimos a la ciudad, ella se quedó mirando a un mendigo derrotado en la calle y yo me quedé mirando cómo miraba mi hermana. Atónitas porque ese hombre tirado entre una iglesia y un jardín de flores pasara desapercibido ante quienes por allí transitaban, se nos nublaron los ojos, a ella mirándolo directamente y a mí mirándolo en ella. Mi padre nos agarró de las manos y sin hablar nos dijo: «Dejad de mirar.» Nosotras no podíamos y le interpelábamos a él y a todos los transeúntes, reclamándoles: «¿No lo veis?»
En la confluencia de los recuerdos que vuelven y las lecturas donde ponemos el foco hay encajes que acontecen mágicamente, como si entre ellos llevaran tiempo buscándose. Así, escribiendo estas páginas y pensando en esta escena, llegó a mi correo un texto iluminado de Deleuze sobre la película Europa ’51 de Rossellini, donde el filósofo narra la escena en que la protagonista, mirando una fábrica y a quienes trabajan en ella, es atravesada por una suerte de revelación que le hacía pasar de una percepción «sensorio-motriz» a otra «óptico-sonora». El tránsito es descrito como «un sonido demasiado violento», como «un rayo visual demasiado fuerte», algo que estaba allí sin que antes ella lo hubiera visto y de pronto a su juicio se convertía en «lo intolerable, lo insoportable». Inevitablemente, estas palabras llevan para mí la imagen de los ojos de mi hermana frente a aquel hombre y ese nudo entre párpados y alma que te abofetea y te cambia cuando de pronto lo normalizado se nos hace luminosamente perceptible e incómodo.
Lo que quiero compartir con usted en este ensayo tiene que ver con la epifanía de algo similar a esta revelación o extrañamiento que de pronto nos ayuda a ver, me refiero al ver que viene con daño. Un ejercicio inverso a la normalización por la que el mundo se nos vuelve un fondo acostumbrado que en nada pellizca y mínimamente perturba. Este trance es difícil, pues en los últimos tiempos las pantallas nos han endurecido los ojos y, saturados de imágenes, pocas cosas nos sorprenden, y hasta un niño conectado a sus máquinas miraría hoy casi sin parpadear la muerte evitable, la desigualdad de las vidas o el sufrimiento de los otros. Sin embargo, hay momentos, a veces de dimensiones planetarias, donde todo se frena y el párpado antes endurecido se ablanda y se enrolla como una persiana y vuelve la percepción óptica. Ha pasado en estos tiempos, cuando ansiosos y cansados nos hemos asomado a las ventanas materiales y olorosas de nuestro patio de vecinos sintiéndonos más vulnerables. Desde allí hemos visto morir o enfermar inesperadamente a los que viven al lado, recuperando la mirada que incomoda en la conciencia de nuestra fragilidad como humanos. Porque ¡qué fácil es morir!, ¡qué insignificante ese aliento que se ralentiza y sucumbe paralizando la exclusiva combinación de vida obstinada en el ser hasta que los cuerpos claudican! Y aunque es fino ese aliento, en él puede diferenciarse el ritmo mantenido del aire domesticado por los pulmones y dibujado en una gráfica de montañas que quien sucumbe no podrá visitar, frente al valle muerto de una línea derrotada que solo sabe emitir un sonido, un pitido al que sigue el silencio estático que convierte el cuerpo en cosa.
En la fragilidad que esta conciencia despierta cabe la tentación de protegerse en el agujero de la habitación conectada, arropados de estímulos y pantallas, evitar tocar o que te toquen, caer o que algo te caiga, infectar o que te infecten, pero es la socialidad lo que hace humana la vida, una socialidad con cuerpos adjuntos y frágiles, que enferman o padecen y necesitan la mano y la espalda del otro. Es en la necesidad solidaria de los otros donde la fragilidad se hace costura comunitaria, en la vulnerabilidad reconocida que el sujeto se obliga a frenar y a sostenerse en los que están cerca.
Pero también en la contingencia y alta probabilidad de morir cada día sucede que la vida puede llenarse de un inmenso valor mientras dura. Sobre todo se nos hace intensa cuando determinados sorbos y prácticas son vividos con conciencia y en ocasiones con pasión, haciéndonos desear, ¿no podría yo dar mayor sentido a lo que hago en este tiempo de vida breve? Es decir, ¿no podría evitar el desdibujamiento de la vida cuando nos mantenemos enceguecidos en la corriente del hacer y acumular como engranaje y rutina, en dejarnos llevar como un dejarse morir, bien porque la dificultad cansa, duele o resigna, o quizá porque la vida con sentido se ve torpedeada a cada rato?
Cuando comencé a escribir este libro, la fragilidad que me punzaba oscilaba del lado de la vulnerabilidad psíquica, de la ansiedad y las presiones de la rutina hipnótica del trabajo y las pantallas. Una nueva cultura venía naciendo calladamente. El zarandeo planetario vivido con la pandemia ha precipitado otros giros, recordándonos que las vidas y los trabajos penden de un hilo, que tenemos cuerpos sujetados a los otros por las yemas de los dedos, fragilísimas combinaciones de microorganismos y órganos de piel y carne que «temporalmente» han sido despojados del roce mutuo de apretarse entre los brazos y de lamerse el rostro. Más solitarios y conectados que nunca, la presión antigua sigue estando, pero la conciencia de la materialidad y la socialidad del sujeto crece, y, como efecto ante el tozudo martilleo de su flaqueza, la pregunta por el sentido de lo que hacemos vuelve como manotazo entre nuestras formas de vida, entre el exceso de producción e impostura cuando la ansiedad se naturaliza como lente opaca ante la conciencia de un ver que duele. Una ansiedad que se tolera como daño colateral del privilegio de quien al menos vive y trabaja y mejor se calla ante la pobreza y mayor vulnerabilidad de los otros.
PREFACIO 2
Quinientas sábanas
¿Qué tiene que decir una sábana o muchas sábanas de los sujetos frágiles y ansiosos que habitan y conforman la nueva cultura de la que aquí quiero hablarle? A simple vista una sábana es algo liviano, una meseta, una isla, una tela que puede ser testigo en las habitaciones conectadas donde vivimos, como también protagonizar las historias furtivas de quienes logran amarse entre piel y saliva, las historias cotidianas de quienes caen rendidos en sábanas de camas sin hacer, también las de quienes enfermos se acurrucan doloridos bajo la tela, respetando el pacto de que la sábana debe cerrarles el paso en su voluntad de levantarse y seguir activos. Hay sábanas que son un muro, pero lo son más para quienes, frágiles y con miedo, atrincherados, creen que la tela les protegerá de sus fantasmas nocturnos. Y entre todas ellas, hay sábanas a las que vuelven diaria y repetidamente quienes limpian y cuidan, lavan y planchan, doblan y estiran sábanas donde durmieron otros. Dicha materialidad nos vendrá bien para entrenar la mirada en la parte no enfocada de nuestras vidas como trabajadores con cuerpos en espacios íntimos pero conectados, asunto que atravesará las reflexiones que siguen. Pero, antes de hacerlo, le pediría un mínimo descanso de la literalidad y que otorgue a las quinientas sábanas que dan título a este prefacio la posibilidad de no ser sábanas al uso y a este libro la oportunidad de ser iniciado por un cuento. Pese a lo que se espera de alguien que afirma estar escribiendo un ensayo, soy desleal con la expectativa ilustrada que excluye la imaginación y el cuerpo embarrado en subjetividad de la escritura que busca ser pensativa. Es más, las palabras conviven por mucho tiempo entre teclas y dedos, a veces se nos caen de las manos, algunas maduran y muchas se van, por lo que cabe incluso la posibilidad de que un libro vaya cambiando conforme se va haciendo. Porque nunca la escritura supone una imposición de la forma de expresar la experiencia o materia vivida. La escritura siempre vendrá de ese lado de lo inacabado y abierto capaz de desbordarse hasta que una decide poner un punto final, sabiendo que, si no morimos, para quien escribe siempre será punto y seguido.
El cuento al que me refiero nació de un sueño y se amuralló en estas páginas como zaguán de la arquitectura de este libro. Se trata de una historia sencilla y sin ornamento, del tipo «érase una vez» un protagonista apasionado, tal vez fuera artista o escritor, en una habitación conectada. Pero fíjese que en este relato lo amado que da sentido no tiene cuerpo, sino que es, más bien, una práctica emocionante, un «estoy leyendo, escribiendo, investigando, besando el crear», quiero decir, «amando un hacer, una música».
Este era desde luego un sujeto de su tiempo, con un cuerpo alejado de los otros, pero hiperconectado, un sujeto de carne y hueso que tenía frío pero que no tenía sábana. Fue la razón por la que aceptó una sábana que cayó del cielo y pudo taparse. Apenas le daba calor porque la habitación estaba abierta o abriéndose, expuesta a la intemperie. Al poco tiempo cayó otra sábana y a lo largo de la noche otra y otra más sobre otra. A veces caían de tres en tres, o de siete en siete y casi consecutivas. Cuando comenzó a ver la luz del sol en un horizonte de suelo sin pared, sintió que cientos de sábanas lo sepultaban. Lo que notaba no era protección ni calor, sino angustia.
Cada día la escena volvía a repetirse. Se veía boca arriba aceptando las sábanas con resignación y con la sonrisa forzada, como si la sábana de abajo le hiciera de photocall. Mientras las veía venir ya iba diciendo: «sí». ¿Por qué decía «sí» si lo que quería decir era «no»? ¿Por qué decía «sí» cuando tenía ya suficientes sábanas? ¿Temía que al estar la habitación abierta se volaran como otras veces y volviera a quedar desprotegido? ¿Temía ofender a quien le daba la sábana? ¿Le preocupaba que si decía «no», no cayeran más sábanas?
Con seguridad le hubiera gustado disponer de una tupida manta de lana de oveja y de una habitación que no fuera en sí misma toda ventana, pero lo único que recibía eran sábanas entre mensajes luminosos de «oportunidad». Inofensivas sábanas ligeras, de poliéster y estampados, con sus cenefillas en gamas cromáticas frías y cálidas, rayadas o con flores, cuyo plural amplificado se convertía en una losa sobre su dolorido cuerpo, salvo cuando había tormenta. Entonces se volaban todas y el sujeto quedaba al descubierto. Si esto pasaba, sentía su piel erizada como si recordara el hambre y el frío de su linaje cercano, de manera que reforzaba que su decisión era la adecuada y que mejor seguir diciendo «sí» a lo que caiga.
En la cueva que bajo las telas ha logrado construir entra el aire suficiente para vivir. Una vida vivible o mínimamente vivible en la que recibe mensajes que le recuerdan lo afortunado que es por tener tantas sábanas a las que podría llamar (y no llamar) trabajo. Allí debajo pasa el tiempo aparentemente protegido y conectado, juraría que trabajando y emitiendo desde su cuarto, también haciendo cálculos sobre cuándo recuperará aquella música que amaba y cómo resistir el peso de las quinientas sábanas. Para ello coloca objetos cercanos como columnas y apoyos que suavicen la presión en estómago, hombros y pulmones y le ayuden a respirar. En la cueva de láminas de su habitación abierta entra poco aire, viene de una ciudad que pasea sus tubos de escape como penes en eyaculación permanente.
Con frecuencia el sujeto sepultado intenta recomponerse entre el peso de estos leves gestionando los altibajos de su ansiedad con pastillas o botones. No está claro si, cuando está arriba anímicamente o cuando está abajo, piensa que en algún lugar interior seguirá protegido lo que ama y que en un futuro cercano podrá recuperarlo. Algunas noches de frío le salva sacar lentamente una pierna desnuda debajo de la pila de sábanas para tener el placer de volverla a cubrir. Y con estas sensaciones va tirando.
Junto a la cama, en la habitación expuesta, hay un par de armarios. Rebosan de ropa barata y objetos diversos que acumula, pero no usa. Entran y salen de la habitación porque en su cama conectada tiene aplicaciones para comprar y vender y el sujeto sepultado compra y vende sin necesidad de salir a la calle. Siempre hay un botón para sentir una ganancia mínima pero instantánea. También compra comida o envases donde pone «comida». La traen a la habitación jóvenes y supersónicos mensajeros pobres con la disponibilidad de un «24 horas». Mientras, los residuos se acumulan junto a los edificios de habitaciones abiertas de un mundo-vertedero ávido de aquí y ahora –no vayamos a morir de pronto–. Aunque lo que el sujeto percibe en su pantalla «no huele» y la mayor parte del tiempo siente que bastante tiene con soportar solo el peso de las quinientas sábanas pensando que, a todas luces, él mismo las ha aceptado.
Algunos instantes recuerda que bajo el espesor de sus capas guarda un tesoro de sentido que podría abrir agujeros de lava entre los estratos de carne endurecida, recordándole que en su fragilidad también descansa la obcecación y perseverancia de su ser aspirando a vivir de otras maneras, a recuperar la intensidad de ese sentido, de un posible hacer con sentido. Pero necesita atreverse a que ese tesoro salga como un periscopio del ver, pero necesita a los otros.
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