16/02/2022
Empieza a leer 'Historia de los abuelos que no tuve' de Ivan Jablonka
El alma de los padres, que tantos siglos sufrieron y murieron en silencio, regresó con los hijos... y habló.
JULES MICHELET,
Historia de la Revolución Francesa
La escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida.
GEORGES PEREC,
W o el recuerdo de la infancia
INTRODUCCIÓN
Partí, como historiador, tras las huellas de los abuelos que no tuve. Sus vidas se terminaron mucho antes de que comenzara la mía: Matès e Idesa Jablonka me resultan tan familiares como absolutamente desconocidos. No son famosos. Se los llevaron las tragedias del siglo XX: el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la destrucción del judaísmo europeo.
No tengo abuelos por el lado paterno: así ha sido siempre. Por supuesto que están Constant y Annette, los tutores de mi padre y de mi tía, pero no es lo mismo. También están mis abuelos maternos, que vivieron toda la guerra con una estrella en el pecho. En junio de 1981, antes de que yo cumpliera ocho años, les escribí para manifestarles mi amor. Mi letra era grande y torpe. Llena de faltas de ortografía y corazones dibujados al final de cada frase. Al pie del papel de carta, un elefantito con gorra va en monopatín en medio de una jungla de flores gigantes. He aquí lo que escribí: «Podéis estar seguros de que, cuando os muráis, pensaré en vosotros con tristeza, toda mi vida. Aun cuando mi propia vida se acabe, mis hijos os habrán conocido. Incluso los hijos de ellos os conocerán cuando yo esté en la tumba. Para mí, vosotros sois mis dioses, mis dioses adorados que velarán por mí, solo por mí. Pensaré: mis dioses me abrigan, da igual que vaya al infierno o al paraíso».
¿Qué me dirían –o qué no me dirían– para que redactara semejante testamento con casi ocho años? ¿Vocación de historiador o resignación de un niño abrumado por el deber de transmitir, eslabón de una cadena de muertos? Porque con la distancia me parece evidente que esas promesas se dirigían no tanto a mis abuelos maternos, sino a los que siempre estuvieron ausentes. Los padres de mi padre murieron y siempre estuvieron muertos. Son mis dioses tutelares, velan por mí y me seguirán protegiendo cuando yo ya no esté aquí.
Puede resultar tranquilizador aferrarse a escenas originales, traumatismos fundadores, pero en mi caso no hubo revelación: nadie nunca me sentó y me contó la «terrible verdad». Estoy familiarizado con sus asesinatos desde siempre: hay verdades de familia, así como hay secretos de familia.
El niño creció y no creció. Tengo treinta y ocho años y soy padre.
¿Encuentro fuerzas todavía para llevar la carga de esos seres de quienes soy la proyección en el tiempo? ¿Acaso no puedo alimentar sus vidas con la mía, en lugar de morir una y otra vez por sus muertes? Pero Matès e Idesa Jablonka solo dejaron tras ellos a dos huérfanos, algunas cartas y un pasaporte. ¡Qué locura querer trazar la vida de unos desconocidos a partir de la nada! Cuando estaban vivos, ya eran invisibles; y la historia los ha pulverizado.
Esas cenizas del siglo no descansan en ninguna urna del panteón familiar, están suspendidas en el aire, viajan al antojo de los vientos, se humedecen con la espuma de las olas, bordan de lentejuelas los techos de la ciudad, pinchan nuestros ojos y se van bajo un avatar cualquiera, pétalo, cometa, libélula, cualquier cosa liviana y fugaz. Esos seres anónimos no son los míos, sino los nuestros. Por lo tanto, es urgente encontrar las huellas, las improntas de vida que dejaron, las pruebas involuntarias de su paso por este mundo, antes de que se borren definitivamente.
Concibo mi investigación como una biografía familiar, una obra de justicia y una prolongación de mi trabajo de historiador. Es un acto creador, lo contrario de un sumario criminal, y me conduce con suma naturalidad al lugar de nacimiento de mis personajes.
1. JUAN PEQUEÑO MANZANO EN SU PUEBLO
A veces me preguntan de dónde viene mi apellido, el apellido de ellos. Es una pregunta retórica porque la respuesta se sabe de antemano: a todas luces de Polonia; significa «pequeño manzano». Ivan Jablonka, Juan Pequeño Manzano, o incluso Juan Manzano a secas: una vez traducido, soy menos sensible a la comicidad del apellido que a su banalidad protectora. Pero hay otro nombre que me llena de orgullo, un nombre legendario e intraducible: Parczew, la aldea judía donde nacieron mis abuelos hace cien años. Ese nombre, que pronuncio a la polaca: parshef, me produce una leve embriaguez. Suena más exótico que nuestro patronímico, el pequeño manzano, ese arbusto sin misterio que crece en el fondo del jardín. Parczew: sus últimas letras del abecedario, su generosa sonoridad, su «w» que sube como el humo de una chimenea, su olor a barro, de ahí venimos.
Mi padre nació en París durante la guerra, yo vivo en París desde siempre, pero me parece que estamos afectiva y visceralmente ligados a ese pueblo que uno tarda varios minutos en encontrar en el mapa, apenas un punto entre Lublin y Brest Litovsk, en los confines de Polonia, Ucrania y Bielorrusia.
Durante su viaje a Parczew, en 2003, mi padre se hizo una foto delante del cartel de entrada a la ciudad, en el arcén de una carretera, al lado de un prado. Con la mano apoyada sobre el letrero, sonríe, un poco crispado. A mí también me gustaría ir, apoyar la mano en el cartel y sonreír. Parczew tiene para mí un determinado olor y musicalidad, pero también un color: el verde. Un verde casi fluorescente, tirando a amarillo, que encandila las praderas de Chagall (quien era oriundo de Vitebsk, Bielorrusia). Parczew me irrita las papilas como la pulpa de una manzana ácida, pero ese nombre también podría evocarme un verde más intenso, más vegetal, un violinista en equilibrio sobre un tejado, un par de bueyes tirando de una carreta o una cabra alzando el vuelo sobre una nube de color granate.
Hoy en día, las peregrinaciones de judíos occidentales a su shtetl de origen se multiplican. De allí traen fotos, impresiones, emociones para compartir. Durante su viaje a Parczew, mis padres intentan despertar memorias. Mi progenitor aborda a los transeúntes en una mezcla de ruso y polaco: «Me llamo Marcel Jablonka, mis padres nacieron aquí.» Contacto imposible. Encuentra a una anciana que los guía por la ciudad, pregunta a sus conocidos y llama a las puertas para obtener información. En vano. Regresa a Francia despechado. Vive sin saber nada sobre sus inmediatos antecesores. Algunos retazos de su historia se los cuenta Annette, su tutora, la prima de su madre, y Reizl, su tía de Argentina, a quien todos llamamos «la tía». Lo que atormenta a mi padre es la culpabilidad. Se siente responsable de esa ignorancia: de joven, no tenía la necesidad de interrogar a sus primos, amigos, vecinos, y cuando estos últimos querían contarle algo, él les respondía que no le interesaba. No tiene padres, eso es todo, no hay necesidad de alimentar más su sufrimiento. Pero ahora lamenta no saber nada, no haber querido enterarse de nada, dice con furia: «Fui un estúpido.» Pero ¿qué se puede hacer? Todos están muertos.
Voy a visitar a Colette, una amiga de la familia cuyos progenitores son oriundos de Parczew. Su periplo tiene lugar en el verano de 1978, poco antes de la elección de Juan Pablo II. Así como el Parczew de mis padres es más bien apacible, el de Colette es inquietante, siniestro. Llueve a cántaros. Después de abrirse camino por el barro, Colette y su madre van a la casa de una pareja de ancianos que les habían indicado. Una habitación de techo bajo, dos camas diminutas con colchas de croché, algunos bordados en las paredes, una comida pantagruélica. Los anfitriones no solo se acuerdan perfectamente del abuelo de Colette, que vendía vísceras de animales, ¡sino que hablan muy bien de él! A las cuatro de la tarde, ya casi es de noche. Tras la destrucción de la guerra y los cuarenta años de ausencia, la madre de Colette no logra encontrar su antigua casa bajo esa luz antracita y la cortina de agua. Por un momento, cree reconocer la de su familia política, así como la escuela polaca de ladrillos a donde iba de niña; luego, por la emoción, se pone a deambular por el barro, medio llorando, conmovida. Le habla a su hija en polaco y a los lugareños en francés. Sin fuerzas, Colette y su madre se refugian en el coche, aparcado al lado de una plaza inundada de agua. De pronto, surge un borracho de la nada y golpea el capó: necesita una cerilla para encender un cigarrillo.
Llega mi turno. En Varsovia, me reúno con Audrey, que prepara una tesis sobre la violencia antijudía después de la guerra, y acepta acompañarme como guía e intérprete. Conducimos durante dos horas por una autopista repleta de camiones. Después de Lublin, la carretera atraviesa bosques, divide el campo. Por todos lados aparecen almacenes, pabellones, talleres, zonas industriales, el hábitat se densifica y, de golpe, llegamos. Parczew, mi shtetl. Pero Parczew no se parece ni a los cuadros de Chagall ni al barrizal donde Colette y su madre aterrizaron hace treinta años: por las calles asfaltadas, circulan coches Fiat y Volkswagen, los chalets recién pintados dan a la ciudad un aire austríaco, y las casonas medio demolidas, dispersas en medio de pastizales, apenas se distinguen. Audrey aparca al lado de una plaza pública donde nos encontramos con Bernadetta, profesora de francés en Wlodawa, con quien intercambié algunos correos. En pocas palabras, la mujer nos anuncia el programa: primero, visita al antiguo cementerio judío, luego la antigua sinagoga, por último, un encuentro con Marek Golecki, hijo del único «justo» de Parczew. Bernadetta me entrega unas fotocopias con la historia de la aldea, unos artículos de prensa y un relato etnográfico destinado a las jóvenes generaciones, en el cual una anciana polaca recuerda a los judíos de Parczew.
Delante de nosotros, se extiende el antiguo cementerio judío: es el parque público. Los abedules y las hayas proyectan su sombra sobre el césped, el lugar está surcado de pasillos donde cada tanto nos cruzamos con una pareja, una persona corriendo o una madre empujando un cochecito. Deambulo bajo el sol primaveral, mirando al cielo y con el corazón contento: he alcanzado mi objetivo, con un pie liviano estoy pisando la tierra de mis ancestros. En un rincón del parque, Audrey y Bernadetta conversan frente a dos lápidas mientras esperan a que yo termine mi paseo. En la primera lápida, levemente inclinada y de mármol gris claro, hay un texto grabado que la municipalidad de Parczew dedica a los «soldados polacos prisioneros de guerra», asesinados en 1940 por los alemanes. En la segunda, horizontal, de mármol gris oscuro y con la estrella de David, figura un epitafio bilingüe, en hebreo y en polaco, redactado por un judío belga: «Aquí están enterrados 280 soldados judíos del ejército polaco, fusilados en febrero de 1940 por los verdugos alemanes hitlerianos. Entre las víctimas, yace mi padre, Abraham Salomonowicz, nacido en 1898.» Unas dalias marchitas adornan la lápida.
Montamos otra vez en los coches para ir a la sinagoga, construida a finales del siglo XIX para aliviar al antiguo templo de madera, hoy destruido. En ese edificio de color dorado, pintado hace poco, de un piso y con ventanas en forma de Tablas de la Ley, se lee en una pancarta: ROPA DE SEGUNDA MANO, IMPORTADA DE INGLATERRA. Al lado, un cartel anuncia descuentos del 50 %. Bernadetta, en su precioso francés anticuado, se me adelanta:
– No te ofendas.
¡Por supuesto que no! Si bien los escasos documentos que poseo sobre mis abuelos mencionan Parczew (escrito «Parezew», «Parczen» o «Poutcheff»), sé perfectamente que aquí no tengo ningún derecho, no soy más que un turista. Subimos la escalera y llegamos a una gran sala llena de percheros, con cientos de vestidos, faldas, pantalones, camisas, camisetas, abrigos que una clientela femenina mira con atención. Los muros son grisáceos, del techo cuelgan unas luces de neón. De todo eso emana una impresión de viejo y destartalado, pero es una miseria limpia, rutilante, el suelo de linóleo con agujeros parece encerado. Cuando el flash de mi cámara dispara, los dos hombres de la caja se dan la vuelta bruscamente y me acribillan con la mirada: no sé si tengo aspecto de judío, de occidental o de ambos, lo que es seguro es que no soy del lugar. Algunos de esos trapos, colgados de las tuberías, se ven en la foto que saqué a hurtadillas al bajar furtivamente por la escalera: un vestido malva con cuello de strass, un vestido de novia, un déshabillé caqui con florecitas, un camisón con motivos anaranjados y azules.
Proseguimos la visita por Parczew. Al lado de la sinagoga y también de color dorado, la fachada de la antigua casa de estudios judía exhibe con orgullo las palabras Dom Weselny, es decir, «Salón de fiestas». Construido a principios de los años veinte en reemplazo de una primera casa de estudios que se convirtió en destilería, el edificio fue transformado después de la guerra en cine y luego en salón de fiestas. Me viene a la memoria una foto donde mi padre posa, un tanto rígido, sobre los escalones de un cine amarillento, decrépito y cubierto de grafitis: antes de convertirse en un lugar de banquetes, bodas y otras festividades, el edificio fue limpiado y pintado.
Para terminar, Bernadetta nos conduce a la casa de Marek Golecki. Marek –cabello canoso cortado tipo cepillo, bigote y barriga de cincuentón– vive en la calle Koscielna (o calle de la Iglesia), en una casa de piedra de tres pisos que él mismo construyó. Es el último «judío» de Parczew. No un verdadero judío, evidentemente: los cinco mil que vivían en el centro de la ciudad y alrededores fueron asesinados durante la guerra, y los supervivientes, que salieron del bosque tras librarse de los inviernos, la hambruna, las palizas de los alemanes y el chantaje de los partisanos, abandonaron la ciudad después del pogromo del 5 de febrero de 1946. Pero como su padre fue nombrado «Justo entre las Naciones» por haber salvado a judíos, Marek es mal visto en la ciudad. Mientras tomamos un refresco, nos cuenta que en los años setenta su granero sufrió un sospechoso incendio; cuando acudió al alcalde para pedir una posible indemnización, este le respondió que más bien debería pedir ayuda a sus «amigos judíos». Le regalo una botella de oporto que le traigo de Francia, y temo causarle aún más problemas (otro amigo judío), pero Marek no le tiene miedo al qué dirán y tampoco es que lo traten como a un paria, como comprobamos a lo largo de nuestro paseo por Parczew: se va parando en casa de los vecinos para hablar de mecánica, de mangueras de jardín, etc.
Al día siguiente, vamos al ayuntamiento. Audrey explica la razón de nuestra visita a la jefa de departamento, quien, al cabo de unos minutos, regresa cargada con tres gruesos libros: el registro civil rabínico. Me dispongo a buscar, en medio de caracteres finos y gruesos, el nombre de mi abuela, Idesa, pero la empleada me responde que no encontraré nada porque el año de su nacimiento, 1914, fue bastante turbulento. En cambio, su acta de matrimonio, dos décadas más tarde, sí que está registrada y menciona a «Idesa Korenbaum [...] hija de Ruchla Korenbaum, no casada». La verdad de los apellidos: mi abuela fue hija ilegítima. De regreso a Francia, tendré ocasión de verificar, en el acta de nacimiento de mi padre, que Idesa se llama más exactamente Korenbaum vel Feder, el polaco vel significa en este contexto «llamada» o «conocida con el nombre de». Ilegítima, pues, pero no abandonada, ya que lleva el apellido de su progenitor, el señor Feder. De niña, Idesa vive con su madre, Ruchla Korenbaum, con un hermano de quien no sé nada y quizá con su padre. En yidis, Feder significa «pluma» y Korenbaum, «árbol con corteza», lo cual no quiere decir nada. La poesía de los apellidos.
¿Y por el lado de mi abuelo, Matès Jablonka? La empleada me entrega unas rutinarias partidas de nacimiento, pero me siento depositario de una información secreta, inaudita, casi diabólica. Por orden, la hermandad Jablonka está compuesta por Simje (nacido en 1904), Reizl (1907), Matès (1909), Hershl (1915) y Henya (1917), tres varones y dos mujeres, nacidos en el imperio de los zares. Nada que no supiera hasta ahora, excepto por un drama del cual mi padre jamás se enteró: un hermanito, Shmuel, que falleció con solo dos años en 1913.
Los padres se llaman Shloymè y Tauba, y no solo no están casados, sino que a sus hijos los reconocen mucho más tarde. Hershl, nacido en 1915, no es inscrito en el registro rabínico hasta finales de los años veinte, supuestamente «a causa del inicio de la guerra mundial». De igual modo, el acta de nacimiento de Henya no se establece hasta 1935, con un retraso de dieciocho años, que esta vez se explica «por motivos familiares». Huele a patriarca un tanto negligente, que ordena sus asuntos al final de una vida complicada con el reconocimiento de su última hija. En el acta de matrimonio de mis abuelos, Tauba, con más de sesenta años, es por fin nombrada «esposa de Jablonka»: todo se puso en orden. Pero como los hijos de Shloymè Jablonka y Tauba llevan el apellido del padre desde su más temprana edad, es obvio que su filiación es de notoriedad pública (lo mismo que pasó con mi abuela).
Los Jablonka son cinco hijos, si exceptuamos al bebé que murió de pequeño: Simje y Reizl, los mayores, que con el tiempo emigrarían a Argentina; Matès, mi abuelo, el hermano siempre admirado; y los dos últimos, Hershl y Henya, que emigrarían a la Unión Soviética. Pero la secuencia de nacimientos, de 1904 a 1917, comienza mucho antes: al cruzar las fichas disponibles en línea en la página web de Yad Vashem, descubro que el viejo Shloymè tiene dos hijos y una hija de una primera unión, todos asesinados junto con sus familias en 1942. Hershl y Henya le comunicaron esta información a Yad Vashem, con ciertas dudas sobre las fechas de nacimiento y la ortografía de los nombres de sus medio hermanos. Desde Buenos Aires, el hijo de Simje me confirma la existencia de esos primogénitos, e incluso agrega que la media hermana, Gitla, es minusválida porque siendo bebé se cayó de una mesa.
La complejidad de esas familias ensambladas, no siempre muy estables, medianamente legítimas, me recuerda el diálogo entre un pobre diablo y el escritor I. L. Peretz, a finales del siglo XIX, cuando este último está recabando datos sobre la población judía rusa, por petición de un filántropo. Peretz realiza la entrevista:
– ¿Cuántos hijos?
Ahí, necesitó un momento de reflexión. Y se puso a contar con los dedos. De su primera mujer, los míos: uno, dos, tres; de su segunda mujer... Pero esa cuenta lo aburre.
– Nu, pongamos seis.
– «Pongamos» no es adecuado. Tengo que saberlo con exactitud. [...]
El hombre vuelve a contar con los dedos. Para llegar esta vez a un total de –¡alabado sea Dios!– tres hijos más que hace un rato.
– Nueve hijos. ¡Quiera el Eterno que sean de sólida constitución y que se conserven en buena salud!
(Peretz, 2007: 92).
Nueve también es la cantidad total de hijos del venerable Shloymè Jablonka, buen padre si no buen marido. A él le dedica una línea el Yizker Bukh de Parczew, «libro del recuerdo» publicado por los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, volumen de historia local en hebreo y en yidis destinado a hacer revivir el shtetl desaparecido (Zonenshayn, Niska, Gottesdiner-Rabinovitch, 1977): Shloymè se ocupa del baño de Parczew. De más está decir que una labor tan modesta apenas permite satisfacer las necesidades de la familia. En la casa de los Jablonka nadie se acuesta con el estómago vacío, pero la casa es pequeña y está pobremente amueblada.
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Traducción de Agustina Blanco.
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