03/06/2024
Empieza a leer 'Historias de la noche' de Laurent Mauvignier
Hay secretos dentro de los secretos,
sin embargo, siempre.
D. F. WALLACE,
El rey pálido
1
Ella lo mira por la ventana y lo que ve en el aparcamiento, pese a la reverberación del sol que la deslumbra y le impide verlo como le gustaría... él, de pie, arrimado a ese viejo Kangoo que va siendo hora de que se decida a cambiar algún día –como si observarlo le permitiera adivinar qué está pensando, cuando tal vez él solo aguarda a que ella salga de la gendarmería adonde la ha acompañado sabe Dios cuántas veces, dos o tres en quince días, no lleva ya la cuenta–, lo que ve, pues, como está un poco más arriba con respecto al parking, levemente inclinado después del bosquecillo, de pie junto a las sillas de la sala de espera, entre una planta raquítica y un pilar de hormigón pintado de amarillo donde podría leer requerimientos a testigos si se le ocurriera mirarlo, es –al hallarse ligeramente a mayor altura, por lo que la sala se le antoja deformada, un poco más pequeña de lo que es en realidad– la silueta compacta, pero grande, recia, de ese hombre al que piensa ahora que lleva demasiado tiempo tratando como si todavía fuera un niño –no un hijo, en la vida ha deseado tener uno–, sino como uno de esos chiquillos de los que te ocupas ocasionalmente, un ahijado o un sobrino de cuyo encanto puedes
disfrutar egoístamente, aprovechando su infancia sin tener que cargar con los quebraderos de cabeza que esta conlleva, que genera su educación como otros tantos daños colaterales inevitables.
En el aparcamiento, el hombre tiene cruzados los brazos –unos brazos robustos en la prolongación de los hombros membrudos, un cuello grueso, una barriga prominente y una mata de pelo castaño muy hirsuto que le hace parecer siempre despeinado o desaliñado–. Se ha dejado barba, no una barba demasiado frondosa, pero que no le sienta nada bien, piensa ella, le acentúa su lado desabrido, esa impresión que causa indefectiblemente a quien no lo conoce, confiriéndole también un aire más campesino –se vería del todo incapacitada de decir qué es un aire campesino–, la imagen de un hombre que no quiere salir de su granja y se mantiene literalmente encerrado en ella, enfurruñado como un exiliado o un santo, o, al fin y al cabo, como ella en su casa. Pero lo de ella no es grave, tiene sesenta y nueve años y su vida discurre apaciblemente hacia su fin, mientras que la de él, que no cuenta más que cuarenta y siete, tiene aún un largo camino por recorrer. Sabe que tras ese aire huraño que se da, en realidad es dulce y atento, paciente –a veces quizá demasiado–, siempre ha sido servicial con ella y con los vecinos por lo general, a la menor ocasión hace un favor, sí, sin pensárselo mucho, a quien se lo pida, aunque es a ella a quien prodiga de buen grado más favores, como hoy acompañándola en coche a la gendarmería y esperándola para acompañarla a la aldea, a fin de evitarle hacer en bicicleta algo así como siete kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.
Bergogne, sí.
Cuando él era un crío, ella ya decía Bergogne. Había ocurrido de la manera más simple, casi espontáneamente: un día lo había llamado por el apellido para hacerlo rabiar; al niño le había divertido y a ella también, todo porque él imitaba con frecuencia a su padre, con esa cara seria e implicada que pueden poner los niños cuando interpretan el papel de adultos responsables. Se había sentido halagado, aun sin haber acabado de advertir el ápice de ironía y dureza que ella adoptaba al dirigirse a su padre por el apellido, pues con frecuencia, más que para hacerle un cumplido pretendía soltarle alguna observación mordaz o tratarlo como hace la maestra de escuela cuando para reprender a un chiquillo lo llama de la forma más seca posible. Bergogne padre y ella se abroncaban de buen grado, por costumbre, como entre amigos o buenos compañeros, pero, en cualquier caso, poco cuenta eso ya –¿treinta?, cuarenta años diluidos en la bruma del tiempo pasado–, todo eso además no había importado de verdad, porque se habían sentido siempre lo bastante próximos como para cantarse cuatro verdades, casi como la vieja pareja que nunca habían formado pero que habían sido, a pesar de todo, en cierto modo –historia de amor platónico y sin haber encontrado quizá espacio para vivirse, siquiera en sueños, por parte ni de uno ni de otro–, pese a lo que las lenguas viperinas y los envidiosos pudieron insinuar.
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Traducción de Javier Albiñana
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