07/03/2024
Empieza a leer 'Hombres puros' de Mohamed Mbougar Sarr
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–¿Has visto el vídeo que lleva circulando desde hace dos días?
Yo quería dormir, borracho de placer. Iba listo. Siempre tiene que haber en esta tierra una voz caritativa que te desee el peor de los males: devolverte a la sobriedad. Insistía: «Está en casi todos los teléfonos del país. Se ve que incluso un canal de televisión ha empezado a emitirlo y luego lo han interrumpido...».
No tenía elección: regresé al espacio de mi habitación, donde flotaba un olor a axilas sudadas y cigarrillos, pero donde reinaba sobre todo, estrangulando los demás olores, la fuerte impronta del sexo, de su sexo. Una firma olfativa única que habría reconocido entre otras mil: el olor de su sexo después del amor, olor a alta mar, que parecía emanar de un incensario del paraíso... La penumbra iba en aumento. Había pasado la hora en la que aún era posible saber cuál era. Noche.
Sin embargo, los retazos de voces del exterior se negaban a desaparecer: eran el coro difuso de un pueblo cansado pero que había perdido el gusto por dormir hacía mucho. Hablaban, si es que se le puede decir hablar a esas frases sin origen ni propósito, a esos monólogos inacabados, a esos diálogos interminables, a esos murmullos inaudibles, a esas exclamaciones sonoras, a esas interjecciones estrafalarias, a esas onomatopeyas geniales, a esos fastidiosos sermones nocturnos, a esas declaraciones de amor miserables, a esas palabrotas obscenas. Hablar. No, la verdad es que no, babeaban las frases como salsas demasiado grasientas; y las frases, además, rebosaban sin miramientos respecto a cualquier significado, preocupadas únicamente por salir y conjurar lo que, de otra manera, habría significado su muerte: el silencio, el espantoso silencio que habría obligado a cada uno de ellos a enfrentarse a lo que realmente era. Tomaban té, jugaban a las cartas, se sumergían en el aburrimiento y la ociosidad, pero con una apariencia de clase, con esa elegancia hipócrita que hacía pasar la impotencia por una elección que algunos, noblemente, llamaban dignidad. Y una mierda. Ponían en cada frase, en cada gesto, todo el peso de su existencia, que no pesaba nada. La balanza de su destino no se movía ni una pizca. Su aguja siempre señalaba el cero, la nada. Lo más terrible era que esta lucha a muerte no se desarrollaba en un escenario grandioso, digno de sus envites; no: sucedía en el inmenso anonimato de calles arenosas, sucias, sumidas en la negrura. Tanto mejor, se habrían suicidado todos si se hubieran visto los unos a los otros. Ya era bastante triste así. Esperaban. Solo Dios sabía a qué. A Godot. A los bárbaros. A los tártaros. A las Sirtes. El voto de los animales salvajes. Solo Dios sabía a quiénes. Tenía la impresión de que cada vez que uno de ellos reía lanzaba algo al aire, una bengala de socorro que explotaba allá arriba. Algunos lo encuentran admirable: ¡fijaos qué buena gente! ¡Ríen a pesar de todo! ¡Desafían la muerte con su fe en la vida! ¡El honor en la pobreza, etcétera! Y nos conmueve. Lo elevamos a saber a qué grado. Les labramos bustos majestuosos y nobles. En mi opinión, solo se erigen estatuas a los muertos, a los héroes o a los tiranos. Estos habitantes de la noche eran simples desgraciados. ¿Tenía yo la sangre fría necesaria para desenmascarar su valentía ilusoria?
–¿Me has oído?
–Sí, me hablabas del vídeo.
–¡Ah!, luego, ¿lo has visto?
–No. No sé de qué vídeo hablas.
–¿Por qué dices «el vídeo», entonces?
–No lo sé. Por reflejo.
–No me estabas escuchando.
–No, en realidad no, perdona. Pero he oído «el vídeo». ¿Qué vídeo?
–Espera. Lo tengo aquí.
Despegó la cabeza de mi hombro y buscó durante unos segundos su teléfono, que se había perdido antes entre las almohadas, las sábanas, la manta y la ropa diseminada por la cama, en la prisa del abrazo. Volvió a mi pecho. La intensa luz de la pantalla me quemó los ojos unos segundos mientras manipulaba el móvil a pocos centímetros de nuestras caras. Y al momento ya no era capaz de ver nada más que la pantalla.
–Estamos siendo testigos de la metáfora de nuestra época. Una época de ceguera generalizada donde la luz tecnológica, más que iluminarnos, nos perfora las pupilas y sume el mundo en una noche continua y...
–Eres un intelectual –me cortó ella, implacable–. Eso que acabas de decir, igual es hasta interesante, pero no entiendo nada. Ni jota.
Era mentira: entendía todo lo que yo decía. Es más: casi siempre lograba adivinar, no, deducir incluso; sí, eso es, deducir todo lo que iba a decir a partir de la primera frase que pronunciaba. Rama. Ese era su nombre. De una inteligencia aguda y salvaje cuyo brillo la incomodaba tanto que, por una especie de vergüenza o modestia, se pasaba la vida reprimiéndola en sociedad. Pero ya hacía mucho tiempo que no me lo tragaba. Le arrancaba la máscara con rabia.
–Estás mintiendo. Mientes más que respiras. Lo sé.
–Eso que dices sobre la ceguera del mundo nos da lo mismo. Si eres capaz de ver que todos están cegados es porque piensas que tú no lo estás. Tú ves. ¿Estás seguro? Mejor mira esto.
Reprodujo el vídeo, que comenzaba con ese torbellino confuso de voces e imágenes característico de las tomas caseras: no había ningún elemento de contexto, solo voces, siluetas, suspiros; el autor del vídeo no estaba solo, parecía encontrarse en medio de una multitud; le temblaba la mano, la imagen no era nítida, pero se estabilizó a los pocos segundos; la persona que grababa comenzó a hablar (era un hombre) y preguntó, tanto para él como para quienes veíamos el vídeo, qué estaba pasando, pero nadie le respondía. Levantó un poco el brazo para que pudiéramos ver con más detalle lo que sucedía a su alrededor, y vimos una muchedumbre caminando, numerosa y densa. Se alzaron voces distantes: «¡Al cementerio! ¡Vamos al cementerio!». «¿Al cementerio?, ¿por qué?», preguntó el hombre. El vídeo se puso borroso de nuevo; se notaba un cambio de ritmo, una aceleración, como si el hombre que sostenía el teléfono hubiera empezado a correr para seguir a la multitud. «¿Por qué al cementerio?», repetía mortificado, «¿por qué al cementerio?». Tampoco recibió ninguna respuesta, pero continuó avanzando con rapidez, y pronto unas roncas voces masculinas gritaron: «¡Es aquí! ¡Es ella!». El hombre que grababa disminuyó el paso y dijo como para sí mismo: «Estamos en el cementerio, me acercaré a ver», con un tono de voz en off ridículamente profesional, luego se abrió camino a codazos entre la multitud apiñada (se escucharon quejas, protestas desabridas), se disculpó, pero siguió avanzando, empujando, pasando por encima de los hombros. De repente, hubo un movimiento brusco en la pantalla, y durante unos segundos todo fue oscuridad absoluta. «Ahí se le cayó el teléfono, pero luego vuelve», me dijo Rama, y enseguida, efectivamente, tuvimos de nuevo una «visual», como se suele decir ahora; el autor del vídeo parecía haber llegado a un lugar donde ya no podía avanzar, la multitud estaba demasiado apretujada.
Se le oyó pronunciar una palabra de horror, alzó su teléfono por encima de las cabezas: entonces apareció en la pantalla, a pocos metros de distancia, rodeada por una muralla de hombres, una tumba que estaban excavando dos tipos robustos armados con palas, una tumba ya bastante profunda, abierta en la carne de la tierra como una gran herida, alrededor de la cual, aparte de los dos tipos, nadie se movía: la gente parecía paralizada alrededor del agujero, en silencio, graves, como si fuese un pariente o su propio cuerpo, su propia alma, lo que enterraban. La mano del autor del vídeo también parecía haberse petrificado, ya no temblaba, la imagen era clara, sin florituras. Los dos hombres cavaban con una demencia de buscadores de un tesoro al alcance de la mano; uno iba sin camisa, el otro la llevaba abierta y tan empapada de sudor que se le pegaba a la piel; ambos jadeaban. Cavaban con una fuerza considerable; las paladas se alternaban, llenas de arcilla y rabia; la fosa se ensanchaba, se hacía más honda, hasta que uno de los tipos dijo: «¡Listo!». Y como si esa frase hubiera sido la señal esperada por todos, la multitud, una vez más, fue presa de una agitación más densa, más vital: algo monstruoso parecía yacer en las profundidades de la fosa y de la multitud. Entonces resonaron gritos: «¡Sacadlo! ¡Empieza a pudrirse, qué olor! ¡El olor del pecado! ¡El olor del sexo de su madre, de donde nunca debió salir!».
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Traducción de Rubén Martín Giráldez
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