11/05/2021
Empieza a leer 'Invitado a una decapitación' de Vladimir Nabokov
PREFACIO
El texto original ruso de esta novela se titula Priglashenie na Kazn’. A pesar de la desagradable repetición del sufijo, yo habría sugerido traducirlo como «Invitación a una ejecución», pero, por otra parte, Priglashenie na otsechenie golovi («Invitación a una decapitación») era lo que realmente habría dicho en mi idioma nativo de no haberme encontrado con un tartamudeo similar.
Escribí el original ruso en Berlín, hace exactamente un cuarto de siglo, unos quince años después de haber huido del régimen bolchevique, y justo antes de que el régimen nazi alcanzara su mayor popularidad. La cuestión de si mi visión de ambos en términos de una misma sórdida y bestial farsa tuvo algún efecto sobre este libro debe preocupar al buen lector tan poco como a mí.
Priglashenie na Kazn’ apareció en París, por entregas, en una revista editada por emigrantes rusos, la Sovremennia Zapiski, y más tarde fue publicada en esa misma ciudad por Dom Knigi. Los críticos emigrados, a quienes confundió pero gustó, creyeron distinguir en la novela cierto aire «kafkiano», ignorando que yo no sabía alemán, desconocía absolutamente la literatura germana moderna y no había leído aún ninguna traducción inglesa o francesa de la obra de Kafka. Sin duda, existen ciertos lazos estilísticos entre este libro y, digamos, mis primeras obras (o la ya posterior Barra siniestra), pero no entre este y El castillo o El proceso. Las afinidades espirituales no tienen lugar en mi concepto de crítica literaria, pero si tuviera que elegir un alma gemela, sería por cierto aquel gran artista antes que G. H. Orwell o cualquier otro abastecedor popular de ideas ilustradas y ficción publicitaria. A ese respecto nunca pude entender por qué cada libro mío impulsa invariablemente a los críticos a lanzarse a una precipitada carrera en busca de nombres más o menos célebres para compararme con ellos en apasionada discusión. Durante tres décadas me han lanzado (por nombrar unos pocos de esos inocentes proyectiles) a Gógol, Tolstoievski, Joyce, Voltaire, Sade, Stendhal, Balzac, Byron, Beerbohm, Proust, Kleist, Makar Marinski, Mary McCarthy, Meredith (!), Cervantes, Charlie Chaplin, la baronesa Murasaki, Pushkin, Ruskin y hasta Sebastian Knight. Hay un autor, sin embargo, que nunca ha sido mencionado en esta relación, el único autor a quien reconozco agradecido su influencia sobre mí en el momento de escribir este libro, a saber: el extravagante, melancólico, sabio, ingenioso, mágico y desde todo punto de vista encantador Pierre Delalande, de mi invención.
Si algún día hago un diccionario de definiciones huérfanas de palabras que definir, una de las más preciadas será: «Reducir, ampliar o, si no, alterar u obligar a alterar, en aras de un tardío mejoramiento, los escritos propios en traducción.»
Hablando en general, el apremio crece en proporción al espacio de tiempo que separa al modelo de la mímica; pero cuando mi hijo me dio a revisar la traducción de este libro, y cuando yo, después de tantos años, tuve que releer el original ruso, hallé con alivio que no tenía que luchar con ninguna endiablada enmienda creativa. Mi lenguaje ruso, en 1935, englobaba una cierta visión de los términos precisos, y las únicas correcciones necesarias fueron las de pura rutina, en favor de esa claridad de expresión que en inglés parece requerir una pirotecnia menos rebuscada que en ruso. Mi hijo resultó ser un maravilloso traductor congénito y había quedado establecido entre nosotros que la fidelidad al autor es lo primero, no importa lo raro que sea el resultado (vive le pedant y abajo con los gaznápiros que creen que todo está bien si se conserva el «espíritu» mientras las palabras se van solas de ingenua y vulgar parranda por los suburbios de Moscú, por ejemplo, y Shakespeare es reducido otra vez al papel del fantasma del rey).
Mi autor favorito (1767-1849) dijo una vez de una novela ya totalmente olvidada: «ll a tout pour tous. Il fait rire l’enfant et frissonner la femme. Il donne à l’homme du monde un vertige salutaire et fait rêver ceux qui ne rêvent jamais.» Invitado a una decapitación no puede pretender nada de eso. Es un violín en un claro. La gente del mundo lo juzgará un timo. Los ancianos escaparán de él hacia los romances regionales y las biografías de hombres públicos. Ninguna socia de un club femenino se sentirá estremecer. Los mal intencionados descubrirán en la pequeña Emmie a una hermana de Lolita, y los discípulos del médico-hechicero vienés lo desmenuzarán en un grotesco mundo de culpa colectiva y educación progressivnaia. Pero como dijo el autor de Discours sur les ombres refiriéndose a otra obra cumbre: «Conozco (je connais) a unos pocos (quelques) lectores que brincarán, mesándose los cabellos.»
Oak Creek Canyon (Arizona)
9 de junio de 1959
Comme un fou se croit Dieu,
nous nous croyons mortels.
DELALANDE,
Discours sur les ombres
I
De acuerdo con la ley, la sentencia de muerte le fue anunciada a Cincinnatus C. en voz muy baja. Todos se pusieron de pie, intercambiando sonrisas. El juez de cabello cano acercó la boca a su oído, contuvo el aliento, le hizo el anuncio y se apartó lentamente, como despegándose de él. De inmediato devolvieron a Cincinnatus a la fortaleza. El camino se enrollaba en su superficie rocosa y desaparecía dentro de la puerta como una serpiente en una grieta. Él estaba tranquilo; sin embargo, tuvieron que llevarlo en vilo todo el camino a través de los largos corredores, ya que apoyaba sus pies inseguros como un niño que acaba de aprender a caminar o como si fuera a caerse, igual que un hombre que sueña que camina sobre el agua y que de pronto es presa de una repentina duda: pero ¿esto es posible? Rodión, el carcelero, se entretuvo largo tiempo en abrir la puerta de la celda de Cincinnatus –la llave no era esa– y se formó la alharaca de costumbre. Por fin cedió la puerta. Dentro esperaba ya el abogado. Estaba sentado sobre el catre, hundido hasta los hombros en el pensamiento, sin la levita (que había sido olvidada sobre una silla en la sala de audiencias; era un día caluroso, un día azul de punta a punta), y saltó impaciente al entrar el prisionero. Pero Cincinnatus no estaba de humor para conversaciones. Aunque la alternativa era la soledad de una celda –con una mirilla como una vía de agua en un bote–, no le importaba y pidió que le dejaran solo; todos le hicieron una reverencia y partieron.
De modo que estamos llegando al final. La parte derecha del libro, todavía no disfrutada, que durante nuestra deliciosa lectura palpábamos levemente comprobando mecánicamente si todavía quedaban muchas páginas (y su grosor plácido y fiel contentaba siempre a nuestros dedos), de pronto, sin razón alguna, se ha vuelto bien delgada: unos pocos minutos de rápida lectura, ya cuesta abajo, y ¡horror! El montón de cerezas, cuyo conjunto nos había parecido de un negro tan lustroso y rojizo, se ha transformado de pronto en un puñado de discretas drupas: aquella de allí está un poco pasada, y esta de aquí está marchita y seca alrededor de su hueso (y la última es inevitablemente ácida y verde). ¡Horror! Cincinnatus se quitó el chaquetón de seda, se puso su bata y, golpeando un poco los pies para detener el temblor, comenzó a recorrer la celda. Sobre la mesa brillaba una limpia hoja de papel y, claramente perfilado contra su blancura, yacía un lápiz de punta bien afilada, tan largo como la vida de cualquier hombre excepto Cincinnatus, y con brillo de ébano en cada una de sus seis caras. Un ilustrado descendiente del dedo índice. Cincinnatus escribió: «A pesar de todo estoy relativamente. En resumidas cuentas, yo tenía presentimientos, tenía presentimientos de este final.» Rodión estaba parado del otro lado de la puerta y espiaba a través de la mirilla con la decidida atención del capitán de un barco. Cincinnatus sintió frío en la nuca. Tachó lo que había escrito y comenzó a sombrearlo suavemente; una decoración embrionaria fue apareciendo poco a poco y tomó forma de cuerno de carnero. ¡Horror! Rodión espiaba por la mirilla azul en el horizonte, ora subiendo, ora bajando. ¿Quién se estaba mareando? Cincinnatus. Comenzó a sudar, todo se oscureció y sintió que se le erizaban los cabellos. Un reloj dio las horas –cuatro o cinco– con las vibraciones y revibraciones y reverberaciones propias de una prisión. Ruido de pies, una araña –amiga oficial del preso– bajó por un hilo desde el techo. Sin embargo, nadie golpeó la pared, ya que Cincinnatus era en ese momento el único prisionero (¡en tan enorme fortaleza!).
Algún tiempo después, Rodión, el carcelero, entró y se ofreció para bailar un vals con él. Cincinnatus aceptó. Comenzaron a girar. Las llaves que colgaban del cinturón de cuero de Rodión tintineaban, él olía a sudor, tabaco y ajo; tarareaba soplando por entre su roja barba y crujían sus oxidadas articulaciones (¡ay!, ya no era el de antes –ahora estaba gordo y le faltaba el aliento–). La danza los llevó hasta el corredor. Cincinnatus era mucho más pequeño que su compañero. Cincinnatus era tan ligero como una hoja. El viento del vals hacía ondear las puntas de su largo pero delgado bigote, y sus grandes ojos límpidos miraban de soslayo, como siempre ocurre con los danzarines tímidos. En realidad era muy pequeño para ser ya un hombre. Marthe solía decir que sus zapatos incluso a ella le quedaban estrechos. En la esquina del corredor estaba apostado otro guardia sin nombre con un rifle y una máscara perruna con boca de gasa. Describieron un círculo cerca de él y se deslizaron de vuelta dentro de la celda. Y entonces Cincinnatus lamentó que el amistoso abrazo del desvanecimiento hubiera sido tan breve.
Con banal tristeza volvió a sonar el reloj. El tiempo avanzaba en progresión aritmética: ahora eran las ocho. La fea ventanita demostró ser accesible al ocaso; un llameante paralelogramo apareció sobre la pared lateral. La celda se llenó hasta el techo con los óleos del atardecer, que contenían extraordinarios pigmentos. Así uno podría pensar que allí, a la derecha de la puerta, estaba el cuadro de algún audaz colorista o que se trataba de otra ventana ornada, de esas que ya no existen. (En realidad era un pergamino que colgaba sobre la pared, con dos columnas de precisas «normas para los prisioneros»; la esquina doblada, las letras rojas del encabezamiento, las viñetas, el antiguo sello de la ciudad –a saber: un horno con alas– proveían los materiales necesarios para la iluminación vespertina.) La cuota de muebles de la celda consistía en una mesa, una silla y el catre. La cena (los condenados a muerte tenían derecho a recibir las mismas comidas que los carceleros) hacía largo rato que esperaba y se enfriaba en una bandeja de zinc. Se hizo bastante oscuro. De pronto, el lugar se llenó de una dorada y altamente concentrada luz eléctrica.
Cincinnatus bajó los pies del catre. Una bola recorrió su cabeza, de la nuca a la sien, se detuvo y retrocedió. Mientras tanto se abrió la puerta y entró el director de la cárcel.
Como siempre, vestía levita, y se mantenía exquisitamente erguido, una mano sobre el corazón, la otra tras su espalda. Un perfecto tupé negro como la brea que lucía un peinado grasiento cubría suavemente su cabeza. Su cara, elegida sin amor, con sus mejillas gruesas y cetrinas y su sistema de arrugas un tanto anticuado, estaba animada en cierto modo por dos, y solamente por dos, ojos saltones. Moviendo uniformemente las piernas cubiertas por sus pantalones columnarios, caminó desde la pared hasta la mesa, casi hasta el catre –pero, a pesar de su majestuosa solidez, se desvaneció tranquilamente, disolviéndose en el aire–. Un minuto después, sin embargo, la puerta se volvió a abrir, esta vez con el chirrido familiar, y, de levita como siempre y sacando pecho, entró la misma persona.
– Habiendo sabido de fuentes dignas de crédito que su suerte está prácticamente sellada –comenzó a decir en voz baja–, he considerado mi deber, estimado señor...
Cincinnatus dijo:
– Amable. Usted. Mucho. (Estas palabras todavía deberían estar mejor ordenadas.)
– Es usted muy amable –dijo un Cincinnatus adicional después de aclararse la voz.
– Por caridad –exclamó el director sin tener en cuenta la falta de tacto de esas palabras–. ¡Por caridad! No piense. El deber. Yo siempre. Pero, caramba, si puedo atreverme a preguntar, ¿no ha tocado usted su comida?
El director levantó la tapa y alzó hasta su sensitiva nariz el tazón del guiso coagulado. Con dos dedos tomó una patata y comenzó a masticar poderosamente, escogiendo ya con una ceja algo en otro plato.
– No sé qué comida mejor podría usted desear –dijo con disgusto, y tirándose de los puños se sentó a la mesa para estar más cómodo mientras comía el pudding de arroz.
Cincinnatus dijo:
– Me gustaría saber si irá para largo.
– ¡Excelente sabayón! Me gustaría saber si irá para largo. Desgraciadamente, yo mismo no lo sé. Siempre me informan en el último momento; me he quejado muchas veces. Puedo mostrarle toda la correspondencia al respecto si le interesa.
– ¿De modo que puede ser mañana por la mañana? –preguntó Cincinnatus.
– Si le interesa... –dijo el director–. Sí, categóricamente delicioso y muy satisfactorio, se lo aseguro. Y ahora, pour la digestion, permítame ofrecerle un cigarrillo. No tema, a lo sumo este sería el penúltimo –añadió ingeniosamente.
– No pregunto por curiosidad –dijo Cincinnatus–. Es verdad que los cobardes son siempre curiosos. Sin embargo, le aseguro... Ya sé que no puedo controlar mis escalofríos y cosas por el estilo; pero eso no significa nada. Un jinete no es responsable de los temblores de su caballo. Quiero saberlo por esta razón: la compensación de una pena de muerte es el conocimiento de la hora exacta en que uno ha de morir. Un gran lujo, pero bien ganado. Sin embargo, ustedes me dejan en esa ignorancia, que es tolerable solo para aquellos que viven en libertad. Y, más aún, tengo en mi cabeza muchos proyectos que he empezado e interrumpido en diversas ocasiones..., y, claro, no pienso retomarlos si el tiempo que resta hasta mi ejecución no es suficiente para concluirlos con orden. Por ese motivo...
– Oh, quiere hacerme el favor de dejar de gruñir –dijo el director irritado–. En primer lugar, va contra el reglamento, y en segundo, se lo digo por segunda vez y en perfecto ruso, no lo sé. Todo lo que puedo decirle es que a su compañero de destino se le espera de un día a otro, y cuando llegue y descanse y se acostumbre a los alrededores, todavía tendrá que probar el instrumento, si, desde luego, no ha traído el propio, lo que es muy probable. ¿Qué tal el tabaco? ¿No es demasiado fuerte?
– No –respondió Cincinnatus, después de mirar distraídamente su cigarrillo–. Solo que me parece que, de acuerdo con la ley, usted no, quizá, pero sí el administrador de la ciudad, se supone que...
– Ya hemos tenido nuestra charla y ahora basta –dijo el director–. En realidad, yo he venido no a escuchar quejas, sino a... –Parpadeando, buscó primero en un bolsillo, luego en otro. Por fin, de un bolsillo interior extrajo una hoja de papel rayado, obviamente arrancada de un cuaderno de escuela–. Aquí no hay cenicero –observó, haciendo gestos con el cigarrillo–. Oh, bueno, ahoguemos lo que queda en el resto de esta salsa... Así. Yo diría que esta luz es un poco desagradable. Quizá si... Oh, no importa, tendrá que servir.
Desplegó el papel y, sin calarse las gafas de montura de asta que mantuvo frente a sus ojos, comenzó a leer claramente:
–«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas...» Creo que será mejor que nos pongamos de pie –se interrumpió con aire preocupado, levantándose de la silla. Cincinnatus lo imitó–. «¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas están sobre ti, y tus jueces se muestran jubilosos y tú te estás preparando para esos movimientos corporales involuntarios que suceden directamente a la separación de la cabeza, te dirijo una palabra de despedida. Es mi misión, y esto yo nunca lo he de olvidar, proveer a tu estancia en la cárcel de toda esa multitud de comodidades permitidas por la ley. Por lo tanto, estaré encantado de dedicar toda la atención posible a cualquier expresión de tu gratitud, a ser posible por escrito y en un margen de la hoja...» Ya está –dijo el director plegando las patillas de las gafas–. Eso es todo. No lo entretendré más. Hágame saber si necesita algo.
Se sentó a la mesa y comenzó a escribir rápidamente, indicando de esta forma que la audiencia había terminado. Cincinnatus salió. Sobre la pared del corredor dormitaba la sombra de Rodión reclinada sobre la sombra de un banquillo, con solamente una orla de barba rojiza delineada. Más adelante, al doblar la pared, el otro guardia se había quitado la máscara de su uniforme y se secaba la cara con la manga. Cincinnatus comenzó a bajar la escalera. Los escalones de piedra eran angostos y resbaladizos, con la impalpable espiral de una barandilla fantasma. Al llegar al fondo, nuevamente recorrió corredores. Una puerta, cuyo cartel de oficina se traslucía invertido como en un espejo, estaba abierta de par en par. La luz de la luna destellaba sobre un tintero y la papelera crujía y se sacudía furiosamente bajo la mesa: un ratón debía de haber caído dentro. Cincinnatus, después de cruzar muchas otras puertas, tropezó, brincó y se encontró en un pequeño patio, relleno con varias partes de la luna desmantelada. Esa noche, el santo y seña era el silencio, y el guardián de la puerta respondió con su silencio al silencio de Cincinnatus y le dejó pasar; lo mismo ocurrió en todas las demás puertas. Dejando atrás la neblinosa masa de la fortaleza, comenzó a deslizarse por una pendiente de césped pronunciada y húmeda; alcanzó un pálido sendero entre las colinas, cruzó dos, tres veces los meandros del camino principal, que, habiéndose sacudido de encima la última sombra de la fortaleza, corría más derecho y libre, y un puente de filigrana a través de un riachuelo seco condujo a Cincinnatus hasta la ciudad. Subió hasta la cima de un terraplén, dobló a la izquierda hacia la calle Jardín y pasó rápidamente junto a unos arbustos de gris florescencia. En algún lugar relampagueó una ventana iluminada; detrás de alguna empalizada, un perro sacudió su cadena, pero no ladró. La brisa hacía cuanto podía para enfriar el cuello desnudo del fugitivo. De tanto en tanto, llegaba una ola de fragancia de los jardines de Tamara. ¡Qué bien conocía ese parque público! Allí, donde Marthe, cuando era su novia, se asustaba de las ranas y escarabajos... Allí, donde, cada vez que la vida parecía insoportable, se podía vagar con un capullo de lila apretado entre los labios y lágrimas como luciérnagas en los ojos. Aquel verde parque de alerces, la languidez de sus laguillos, el tum-tum-tum de una banda distante... Dobló hacia la calle Esasí, pasó las ruinas de una vieja fábrica, el orgullo de la ciudad; pasó susurrantes tilos; pasó las blancas casas de aspecto festivo de los empleados de telégrafos, que perpetuamente celebraban el cumpleaños de alguien, y desembocó en la calle Telégrafo. Desde allí, un estrecho sendero lo llevó cuesta arriba, y otra vez los tilos comenzaron a murmurar discretamente. Dos hombres, supuestamente sentados sobre un banco, conversaban quedamente en medio de la oscuridad de un jardín público. «Digo que está equivocado», dijo uno. El otro contestó ininteligiblemente y ambos exhalaron un suspiro que se mezcló naturalmente con el susurro del follaje. Cincinnatus llegó corriendo a una plaza circular donde la luna montaba guardia sobre la familiar estatua de un poeta que parecía un Hombre de las Nieves –un cubo por cabeza, las piernas pegadas– y, unos pocos pasos más allá, se encontró en su propia calle. A la derecha la luna dibujaba distintos perfiles de ramas sobre las paredes de casas iguales, de modo que solo por la expresión de las sombras, solo por la barra que separaba las dos ventanas, Cincinnatus reconoció su casa. La ventana de Marthe, en el piso superior, estaba oscura pero abierta. Los niños debían de estar durmiendo en el balcón de nariz aguileña; allí se veía algo blanco. Cincinnatus subió corriendo los escalones de la puerta principal, la abrió de un empujón y entró en su iluminada celda. Se volvió, pero ya estaba encerrado. ¡Horror! El lápiz brillaba sobre la mesa. La araña se hallaba inmóvil en la pared amarilla.
–¡Apaguen la luz! –gritó Cincinnatus.
Quien le observaba a través de la mirilla la apagó. La oscuridad y el silencio comenzaron a fundirse, pero el reloj interfirió; sonó once veces, pensó un instante, y sonó otra vez más; y Cincinnatus yació boca arriba contemplando la oscuridad, donde brillantes puntitos se desperdigaban y desaparecían gradualmente. La oscuridad y el silencio se fundieron completamente. Fue entonces, y solamente entonces (esto es, yaciendo boca arriba sobre el catre de una celda, pasada la medianoche, después de un día horrible, horrible, no pueden hacerse una idea de cuán horrible), cuando Cincinnatus C. evaluó claramente su situación.
Al principio, contra el fondo de ese terciopelo negro que forra por las noches la parte interior de los párpados, la cara de Marthe apareció como en un relicario. Su tez sonrosada de muñeca, su frente brillante de convexidad infantil; sus finas cejas de trazo arqueado muy por encima de sus redondos ojos color avellana. Ella comenzó a parpadear, volviendo la cabeza, y alrededor de su suave cuello, blanco como la nata, llevaba una cinta de terciopelo negro. Y la aterciopelada quietud de su vestido brillaba en el fondo, confundiéndose con la oscuridad. Así es como él la vio entre el público cuando lo condujeron hasta el banquillo de los acusados, recién pintado, donde no se atrevió a sentarse, sino que se quedó de pie a su lado (y ni aun así pudo evitar mancharse las manos de pintura esmeralda y los periodistas fotografiaron codiciosamente las impresiones digitales que dejó sobre el respaldo del asiento). Todavía podía ver sus frentes tensas, los ostentosos bombachos de los petimetres y los espejos de mano e iridiscentes chales de las mujeres a la moda; pero las caras le resultaban indistintas; de todos los espectadores solo recordaba a Marthe, la de ojos redondos. El abogado defensor y el fiscal, ambos maquillados para parecer casi iguales (la ley exigía que fueran gemelos idénticos, pero como no siempre los había, se empleaba maquillaje), decían con rapidez de virtuoso las cinco mil palabras asignadas a cada uno. Hablaban alternativamente, y el juez, siguiendo el veloz diálogo, movía la cabeza de derecha a izquierda, y todas las otras cabezas le imitaban; solo Marthe, de perfil, estaba sentada inmóvil como un niño sorprendido, su mirada fija en Cincinnatus, de pie junto al banquillo de brillante color verde. El abogado defensor, partidario de la decapitación clásica, derrotó fácilmente al inventivo fiscal, y el juez expuso las conclusiones finales de la causa.
Fragmentos de estos discursos, en los que las palabras «traslucidez» y «opacidad» subían y explotaban como burbujas, resonaban en los oídos de Cincinnatus, y el fluir de la sangre se transformó en aplauso, y la cara de relicario de Marthe permaneció en su campo visual y se desvaneció solo cuando el juez –que se había acercado tanto que sobre su atezada nariz podía él ver los poros agrandados, en uno de los cuales, en la mismísima punta, había germinado un solitario pero largo pelo– pronunció en un húmedo susurro: «Con el gracioso consentimiento del auditorio, se le hará colocar la chistera roja», frase característica creada por los jueces cuyo significado conocían hasta los colegiales.
«Y, sin embargo, se me ha diseñado con tanto esmero...», pensó Cincinnatus mientras lloraba en la oscuridad. «La curva de mi columna vertebral se ha calculado tan exacta, tan misteriosamente... Siento con frecuencia, comprimida en mis pantorrillas, la enorme cantidad de kilómetros que aún podría correr en mi vida. Mi cabeza es tan cómoda...»
El reloj dio una media, perteneciente a alguna hora desconocida.
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Traducción de Lydia de García Díaz.
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