29/03/2021
Empieza a leer 'La cazadora de osos' de Karolina Ramqvist
– Parece al escucharos –dijo Simontault– que los hombres disfruten al oír hablar mal de las mujeres, y estoy seguro de que me contáis entre ellos. De ahí que sienta un gran deseo de hablar bien, para que no me tengan todos por uno de sus vilipendiadores.
– Os cedo la vez –dijo Ennasuite–, y os ruego que contengáis vuestra naturaleza a fin de cumplir con vuestro deber en nuestro honor.
Enseguida comenzó Simontault:
–Me es tan insólito, señoras, oír contar de vuestras mercedes algún acto virtuoso que paréceme que no debe quedar oculto si lo hay, sino más bien escrito en letras de oro, para que sirva de ejemplo a las mujeres y de admiración a los hombres, al ver en el sexo débil aquello que la debilidad rechaza. Y ello me da pie a contaros lo que oí...
Margarita de Navarra,
«Cuento sexagésimo sexto»,
El heptamerón, 1559
Ahora me doy cuenta de que esta historia no tiene ni principio ni fin. Escribo que empieza con la muerte porque es lo único que tengo claro. El padre muere y ella se queda sola. Es cuanto sé.
Al principio siempre tenía presente un dibujo cuando pensaba en ella. Entonces no sabía que, de hecho, existía un dibujo de ella en la isla. El que yo veía mentalmente era otro, uno chapuceramente trazado a lápiz sobre un papel arrugado. Siempre se me venía a la cabeza al mismo tiempo que la idea de ella: representaba la isla, como un circulito irregular y luego una línea curva que marcaba el límite entre la tierra y el agua que la rodeaba.
Seguramente tuviera que ver con lo increíble que era aquella historia o, en todo caso, con cómo yo la interpreté la primera vez que la oí. Fue una amiga quien me la contó, puede que hubiera alguien más, pero no lo recuerdo. Hace ya mucho de eso. Cuando levanto la vista del ordenador y giro la cabeza y contemplo a mis hijos que duermen en su cuarto mientras yo escribo sentada aquí fuera, puedo apreciar en sus caras y en sus cuerpos cuántos años han transcurrido desde entonces. Lo noto cada día en las palabras que dicen, en sus juegos y en los movimientos de sus dedos sobre la pantalla; en el hecho de que hoy por hoy ya no me llamen a gritos cuando necesitan algo, sino que vengan a buscarme.
En fin. Mi amiga había leído la historia en un libro que tenía desde hacía mucho, una antología de supervivientes femeninas a lo largo de los tiempos. Estábamos en una cafetería a la que teníamos costumbre de ir, y ella sacó el libro del bolso abarrotado que llevaba y me lo enseñó. No recuerdo si fuera era de día o de noche ni recuerdo lo que dije o lo que pensé en aquel momento. Mi memoria no es fiable, y tampoco creo que lo sea la de los demás. Recordamos lo que queremos recordar, tal como queremos recordarlo, y nos permitimos olvidar el resto. Olvidamos a las personas que no tienen importancia para nosotros, olvidamos cosas que hemos hecho y que hemos dicho y que otras personas recordarán para siempre, y olvidamos cosas que otros nos han hecho y nos han dicho a nosotros.
Recuerdo a mi amiga, que hablaba de Marguerite de la Rocque, aunque no creo que entonces dijera su nombre y el nombre que yo misma le daría no se me ocurrió hasta después, cuando iba camino a casa abriéndome paso por la nieve, y recuerdo cómo bajé la vista hacia la mesa que teníamos delante, a las tazas y los vasos y los móviles que habíamos dejado encima. Ahora, al pensar en ello, no sé si una de las dos cogió papel y lápiz para dibujar la isla y su localización geográfica en la tierra o si ese dibujo no existió jamás. Puede que haya construido ese recuerdo en mi cabeza con posterioridad. Tal vez existió de verdad allí, encima de la mesa, tal vez no, pero en todo caso yo lo recordaba mucho después, sobre todo cuando pensaba en Marguerite, antes de que la imagen mental se transformara en una especie de representación de la realidad tal como yo me la figuraba entonces, antes de empezar con esto: la isla y lo que la rodeaba, el inmenso estuario que ya en aquella época tenía fama de ser el más extenso del planeta, y aún hoy lo es. El agua que lo rodea, las masas de tierra y los mares helados y todas las demás islas e islotes que se congelaban en invierno, cuando no había nadie más en muchos kilómetros a la redonda. Extensiones infinitas, blancas, tan desiertas y vacías como toda esa parte del mundo, desde México hasta Alaska. Un continente enorme, despoblado, que se extendía cientos de kilómetros de norte a sur y de este a oeste... Y en él una única persona sola.
Al menos así es como lo han descrito.
Más tarde me vi parada en la nieve delante del paso de cebra de nuestra calle con el tráfico retumbando a mi alrededor y el amplio cochecito de los gemelos como una gran nave de nailon y de plástico negro delante de mí. Nevaba, pero el tiempo aún no había cambiado del todo, no estábamos a muchos grados bajo cero ese día y a pesar de todo yo tiritaba como si el frío emanara de mi interior, como si la carne que constituía mi cuerpo estuviera congelada. Había notado recientemente que no tenía defensas con las que protegerme del frío ni tampoco de la oscuridad que se extendía cada otoño sobre nuestra región de los países nórdicos y que permanecía allí todo el invierno hasta la primavera.
Mi hijo tenía poco más de un año y su hermana, que iba al lado en el cochecito, unos meses. Mi hija mayor acababa de empezar el colegio. Yo tenía treinta y cinco. No sé por qué resultaba un tanto inesperado que yo tuviera tres hijos. Me preguntaban continuamente cómo me sentía y cómo había llevado lo de tener dos tan seguidos, y yo siempre respondía que era fácil. Creo que porque me lo parecía de verdad. Quizá por el amor que sentía por mis hijos, que me incapacitaba para ver la realidad tal como era. Sin embargo, también sé que dentro de mí latía el deseo de que fuera fácil. La idea de que tenía que ser fácil, de que no podía ensombrecer lo que debía ser luminoso: la creación de la vida, de la existencia de otras personas.
El frío y la oscuridad se habían refugiado en mi interior y se fortalecían mutuamente. Además, dentro de la casa también hacía frío, porque el sistema de calefacción del edificio no daba abasto cuando bajaba la temperatura, y ese frío constante junto con la falta de luz me dejaban cansadísima, todos los días me sentía exhausta sin haber hecho apenas nada. En casa llevaba unas zapatillas gruesas de piel de oveja y en todos los rincones donde me sentaba a leer o a escribir o a dar de mamar a mi hija pequeña tenía mantitas con las que me iba tapando; cuando salía me ponía una camiseta de lana debajo de la ropa y un abrigo de plumas horrendo que había comprado muy barato por internet y que me llegaba por los tobillos. Aun así, no era capaz de conservar el calor.
Me había enterado de que tenía que ver con el sistema endocrino, con una glándula que afectaba al metabolismo y a una serie de procesos y que en términos generales podía provocar cualquier tipo de síntomas cuando no funcionaba. El médico del centro de salud me dijo que era totalmente inofensivo y muy común entre las mujeres de mi edad que trabajaban y tenían hijos pequeños. Era normal que se agravara después de varios embarazos y de partos muy seguidos o difíciles, era normal que se agravara cuando la familia tenía varios hijos y que empeorase más aún a causa de un trauma o del estrés, pero lo único que podías hacer era tomarte el medicamento que te recetaran y tratar de minimizar las tensiones, tanto físicas como psíquicas.
Yo no sabía cómo iba a hacerlo.
Los niños iban calladitos en sus sacos con la vista puesta en la negrura del cielo de la tarde. Era tan profundo e inalcanzable que me recordó el espacio exterior, que existía allá arriba en algún lugar, cuando yo misma miré a lo alto mientras esperaba que el semáforo se pusiera verde para comprobar qué era lo que veían desde el cochecito, y porque me parecía agradable poder imaginarse un atisbo de la inmensidad que comenzaba allá arriba, no muy lejos de aquí.
Cambió el semáforo. Solo con cruzar la calle estaríamos en casa, pero no tuve fuerzas. No podía dar un paso más por el aguanieve con aquel cochecito tan ancho. Veía la entrada del cuarto de las bicicletas, que estaba al doblar la esquina desde nuestro portal, y donde había que dejar también los cochecitos por seguridad en caso de incendio, era una puerta de hierro que casi siempre estaba pintarrajeada y en cuanto la veía de lejos sentía su peso empujándome. Me imaginé intentando abrir la puerta y sujetarla para meter el cochecito en el pasillo que había al otro lado, tan estrecho que, si alguien venía en sentido contrario, tendría que retroceder. Soltaría los cinco puntos de seguridad del arnés de los niños y los sacaría para poder meter el carrito en su sitio, un cuarto que habían construido recientemente para que hubiera espacio para todo el mundo. Había montones de niños pequeños en el bloque, montones de parejas de treintañeros que compraban piso allí, se mudaban y lo primero que hacían era tener hijos. Eso fue lo que hicimos nosotros también.
La gente se movía en el cruce. Bicicletas, cochecitos, perros. Yo seguía allí parada. Me imaginé que llegábamos al piso. Me sentaría en el taburete de la cocina y daría de mamar a la pequeña y pensaría que quizá debiera sentarme en una posición más cómoda para que no me doliera la espalda, pero no tendría fuerzas para cambiar de postura ni para irme a otro sitio, mi marido llegaría del trabajo, o quizá viniera del pub irlandés que había entonces en el barrio, llevaba allí desde siempre, pero ya había cerrado, y cambiaríamos a los niños y los bañaríamos en la bañerita de plástico que teníamos en el suelo de la ducha e intentaríamos que nos diera tiempo de hacer la cena y quizá incluso de ordenar un poco el piso, y luego leeríamos un rato o veríamos la tele y luego ya se habría acabado el día y llegaría la noche y luego un nuevo día, no me quedaría más remedio que salir otra vez y todo seguiría igual, porque al día de hoy seguiría otro día, y luego otro, lleno de las mismas cosas.
Seguí de pie allí donde estaba, viendo cómo se movían los demás. Retiré la mano del manillar del cochecito, saqué el móvil del bolsillo y marqué el número de mi marido. Respondió enseguida y le pregunté dónde estaba y luego me quedé esperando hasta que llegó y cogió el cochecito y juntos cruzamos la calle y entramos en casa.
A partir de aquel día empecé a pensar en ella sin cesar. Es un periodo que ahora se me antoja casi como un espacio acotado en el tiempo, los primeros años con marido y tres hijos y cómo ella entró en mi vida entonces. No era tanto los pensamientos que pensaba, no los tenía muy desarrollados que yo recuerde, sino más bien las imágenes que me iba forjando de ella. Me parecía muy cercana, como si estuviera en el mismo espacio que yo o como si ese lugar remoto en el que se encontraba surgiera en ese espacio: su cuerpo, cubierto con la piel de oso y el vestido desgastado de cuello alto; o desnuda, con todas las secreciones de la piel a la vista, magullada, sucia y amoratada, pálida en contraste con la negrura circundante, el suelo, la montaña y la tierra.
La débil luz diurna no alcanza hasta el interior de la caverna en la que está tendida. Yo creo que ella deseaba que nadie llegara a saber nada de ese lugar, de... «una vida en circunstancias que no eran mejores que las de un animal...», pero escribo que está allí dentro. Ahora la veo o bien en esa oscuridad, o bien en la vasta amplitud que son el tiempo y nuestra historia, donde aparece de la nada, que luego vuelve a engullirla sin más.
* * *
Traducción de Carmen Montes Cano.
* * *
Descubre más de La cazadora de osos de Karolina Ramqvist aquí.