15/02/2022
Empieza a leer 'La elocuencia de la sardina' de Bill François
ANTES
Como la roca era muy alta, tuve que quitarme el calzado de playa para no resbalar al escalarla. Era más agradable así: con sus hebillas oxidadas, las sandalias «cangrejeras», hechas de tiras de plástico translúcido, lastimaban más los pies que el animal del mismo nombre. Y además me frenaban a cada paso que daba en el agua. Prefería los bordes abruptos de la roca, pese al riesgo de tener que pasarme el resto de las vacaciones con los tobillos cubiertos de apósitos resistentes al agua, adornados con motivos de personajes de Disney.
Debía alcanzar la cima de la roca. Aquel promontorio marcaba el extremo de la playa de arena, donde los adultos dormitaban leyendo libros. Antes de la roca me esperaba el implacable «cuaderno de vacaciones»; más allá se extendía la costa salvaje. Desde la cima se veía toda la pequeña cala, con sus charcos y canales entre las piedras. El mar entraba y salía con cada ola como una lenta respiración, y en el momento en que el mar inspiraba, el agua estaba lisa y se transparentaba cuanto se ocultaba debajo. Era el mejor instante para observar a los seres que viven sumergidos. Me encantaba buscar a esas criaturas, esperar a que el mar inspirase para detectarlas, tratar de capturarlas con una sacadera. Todas me intrigaban: los cangrejos verdes con peluca de algas, las gambas translúcidas, los bígaros que escupían burbujas, e incluso esas anémonas escarlatas que no me atrevía a tocar porque los mayores me habían dicho que picaban. Los únicos animales con los que de ninguna manera quería cruzarme eran los peces, que vivían lejos de las rocas, en la zona del agua donde no hacía pie. Me daban miedo. Mis padres traían a veces del mercado, y sus grandes ojos redondos me asustaban, así como las dos hendiduras en la parte posterior de la cabeza, que les daban un aspecto de animales decapitados. Por temor a esos peces, nunca me atrevía a aventurarme más allá del mundo de los charcos y las rocas. El agua libre y azul que se adivinaba más allá me provocaba un miedo cerval.
De pronto, desde lo alto de la enorme roca, en el momento en que el mar inspiraba vi brillar algo en el límite de las olas. Un fulgor que imantó mi mirada: tal vez un pequeño tesoro, un trozo de concha nacarada o un objeto olvidado. Tenía que ir a ver aquello. A trompicones sobre las cortantes rocas, me acerqué al destello de luz. Y entonces conocí a una sardina.
Aún no sabía que era una sardina, ni lo raro que resultaba encontrar una tan cerca de la costa. Por lo general las sardinas viven en alta mar. Probablemente esta se había perdido, quizá perseguida hasta allí por unos atunes, lo cual también era raro, pues por entonces no había muchos atunes en el Mediterráneo. ¿Habéis visto alguna vez a una sardina viva? Poca gente sabe lo bonita que es una sardina viva. Era muy brillante y plateada, con una raya de un azul eléctrico como una guirnalda a lo largo del lomo negro. En sus flancos brillaba un ancho trazo dorado. El pez era a un tiempo resplandeciente y frágil, como uno de esos juguetes coleccionables de hojalata que tanto me atraían en las tiendas, pero que solo podía tocar «con los ojos». Por la manera en que avanzaba de lado, torturada por las olas, adiviné que aquella sardina no estaba en su mejor forma. Ni siquiera le preocupaba mi presencia, cuando por lo general hasta la gamba más pequeña salía pitando con la mera vibración de mis pasos en el agua.
La atrapé delicadamente con la sacadera y contemplé, incrédulo, aquel sorprendente regalo del mar que daba vueltas en el agua de mi cubo de plástico. La sardina clavaba en mí su ojo blanco y negro; parecía querer decirme algo. Me daba la impresión de que en su silencio tenía secretos que confiarme, sobre su vida en el mundo azul donde uno no hace pie, sobre su extraño día a día de sardina. Su existencia, la manera en que percibía su universo, me intrigaban. Me preguntaba en qué paisajes, con qué criaturas nadaba, y si en ocasiones hablaba con otras sardinas. De repente, las aguas profundas habían dejado de darme miedo; sus mudos secretos me atraían.
Estaba lejos de imaginar que a partir de aquel encuentro con una sardina, la pasión por los misterios marinos ya no habría de abandonarme. Que me llevaría cada vez más lejos hacia mar abierto, para explorar un universo sumergido cuyos adorables habitantes, lejos de ser silenciosos, iban a contarme cada cual su historia.
¿Cómo se comunican esos seres? ¿A través de qué sentidos experimentan el mundo? Su vida, sus emociones, ¿son similares a las nuestras? Animado por el deseo de resolver tales enigmas, me convertí en científico. La hidrodinámica y la biomecánica, mis áreas de investigación, me ofrecieron un nuevo enfoque sobre el mundo marino, revelando respuestas maravillosas y, en mayor medida todavía, preguntas nuevas.
A partir de entonces nadé, navegué e incluso buceé, tanto de día como de noche, para observar a esas criaturas fascinantes. En la época en que no me atrevía a aventurarme allí donde mis sandalias cangrejeras no hacían pie, por temor a los peces, poco podía sospechar que llegaría el día en que pasaría mis jornadas estudiándolos, y mi tiempo libre viajando a su encuentro. Jamás habría creído que un día llegaría a oír el canto de las ballenas, visitaría a los cachalotes del Mediterráneo, haría recuento de albatros o jugaría con mantarrayas..., como tampoco que a dos pasos de mi casa, en plena ciudad, encontraría peces todavía más extraordinarios.
Sobre la marcha me crucé asimismo con esos humanos que han ligado su destino al del mar: científicos que desentrañan sus secretos, pescadores que viven en armonía con él, voluntarios que dedican su tiempo a salvaguardarlo... Tomé parte en sus proyectos a fin de entender mejor el mundo submarino, protegerlo o sencillamente recuperar mi lugar en ese ecosistema y comprender cómo dialogar en armonía con el océano. Me enseñaron a leer las señales de los delfines, la manera de pescar atunes o de acercarme a las focas... Entonces descubrí otras historias: las escritas o narradas por los hombres, puestas de relieve por la ciencia o por la magia de las leyendas, y sazonadas por la innovación de los descubrimientos o por la poesía que circula de boca en boca.
¿Qué me enseñaron todas esas historias?
Que además de compartir su cautivadora belleza, el mundo submarino nos dispensa otros saberes, en especial sobre nosotros mismos.
En lo que a mí respecta, los habitantes de los mares me enseñaron ante todo a hablar. Su manera de comunicarse cada cual a su estilo, y de crear relatos pese al silencio aparente del mar, me revelaron el arte de la palabra. Esos seres tan sorprendentemente elocuentes me confiaron sus historias y suscitaron en mí el deseo, así como la inspiración, de contarlas a mi vez. Gracias a ellos puedo compartir con vosotros, en este libro, los relatos que me hicieron descubrir.
La presente obra os arrastrará en una inmersión hacia las profundidades del océano y de la historia, del mundo de la ciencia y del mundo de las leyendas. Os presentaré a la sociedad secreta de los bancos de anchoas, y juntos tomaremos parte en conversaciones de ballenas. De paso conoceremos a personajes fuera de lo común, como la anguila Åle, que vivió ciento cincuenta años en un pozo, o la rémora, que estableció lazos de amistad con los aborígenes de Australia. Guardaremos un momento de silencio para escuchar el canto de las vieiras y la antigua saga de unos bígaros distintos de los demás. Desentrañaremos los últimos descubrimientos de la ciencia sobre la inmunidad de los corales o los cambios de género de las doncellas..., y nos dejaremos llevar por las antiguas leyendas de los marineros, a menudo más verosímiles que la increíble realidad.
Espero que salgáis de la lectura tal como yo salí del agua la primera vez que me sumergí en ella: con la cabeza rebosante de historias y unas ganas tremendas de narrarlas..., así como espero que jamás volváis a vivir del mismo modo las vacaciones en la playa o las visitas al acuario, que paséis a ver desde otra perspectiva a vuestra carpa dorada, las mariscadas o el bocadillo de atún con ensalada.
La sardina se agitaba en el cubo, daba brincos a lo largo de las paredes adornadas con estrellas de mar azules y rosadas. Parecía manifestar su deseo de regresar al mar, de manera que la llevé allí donde la cala se abría, donde el agua era más tranquila y más profunda. Jugando al equilibrista por las rocas a fin de no volcar el cubo, alcancé una pequeña playa arenosa y vertí el contenido en el agua, al abrigo de las rompientes.
Al alejarse, vacilante, hacia mar abierto, la sardina me hizo seña de que la siguiera. Me pidió que la acompañase y empezó a narrarme su historia.
¿De qué manera me la contó? Guardaré el secreto. Toda la continuación de este libro es absolutamente verídica. Ya se trate de resultados de estudios científicos rigurosamente validados, citas de obras antiguas o anécdotas y observaciones personales que numerosos testigos pueden confirmar, todas mis fuentes son fiables y verificables. Ahora bien, en cuanto a la manera en que la sardina empezó a relatarme su historia, os pediré que creáis en mi palabra.
Fue hace mucho tiempo y ya no lo recuerdo muy bien. Pero, después de todo, ¿cuántas bellas historias habrían nacido sin un principio un poco extraño? Limitémonos a seguirla juntos, tal como yo hice de niño. Escuchemos juntos esos relatos que cambiaron mi manera de ver el mundo de los mares y de comprender el nuestro.
Aquel día, al volver de la playa, me pasé la tarde buscando en los baúles del garaje unas gafas de buceo y un esnórquel. Me daba un poco de miedo tragar agua por el tubo, o que se colara en las gafas, demasiado grandes para mí. Al pegar el cristal a mi rostro, ignoraba que me hallaba en el umbral de un nuevo mundo, y que jamás volvería a salir del todo a tierra firme.
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Traducción de Rosa Alapont Calderaro.
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