22/07/2022
Empieza a leer 'La gran invención' de Silvia Ferrara

 

HISTORIAS

 

 

Ficción

 

A los seres humanos nos encanta inventar historias. Los mandriles, pese a llevar una vida muy interesante, pasan solo un diez por ciento de su tiempo interpretando, recibiendo, imitando las acciones de los otros. El resto de sus días se dedican a buscar comida y alimentarse. Nuestros porcentajes son inversos.

Pasamos un tiempo increíble tratando de entender a los demás. De ponernos en su lugar, de sentir empatía, de servir de espejo a sus emociones y propósitos. Esta prerrogativa ha sido una fuerza impulsora para desarrollar nuestra inteligencia social. Otros factores, obviamente, han desempeñado un papel, pero somos la única especie que utiliza la imaginación. Todos los días creamos paisajes reales, probables, posibles, imposibles, absurdos. Una infinita posibilidad extensiva de estratos de ficción.

Creamos cosas que no existen en la naturaleza, como los símbolos. Pero también historias, leyes, instituciones, gobiernos. Todo esto es ficticio. Y todo gira alrededor del intercambio de informaciones: relatar, estrechar alianzas, establecer y alterar equilibrios sociales, chismorrear.

No obstante, existe un orden. Estudios sobre cazadores-recolectores modernos del desierto de Kalahari o de las Filipinas muestran claras diferencias en los modos de comunicarse. Durante el día hablan de cosas prácticas, desplazamientos, comida, pero también añaden algún que otro cotilleo sobre las posiciones que unos u otros ocupan en el grupo, sobre las aspiraciones sociales, sobre la competencia. Cosas muy personales logísticas, nada de imaginación. Cuando se reúnen por la noche, en cambio, después de la caza, la interacción se vuelve más relajada, descienden las defensas. Sentados alrededor del fuego, bajo la luz de la luna, cuentan historias, cantan, bailan. El grupo se estrecha y se fortalece.

Siempre es así: cuando uno se relaja, parece prestar voz a la imaginación. ¿Acaso las ideas más hermosas no vienen cuando uno no está devanándose los sesos? Pensad en cuando estáis en el trabajo, delante de la máquina de café con los compañeros, cuando os llama vuestra pareja para acordar cómo/dónde cenar, cuando habláis mal de vuestro jefe. Y, en cambio, por la noche, cuando les leéis un cuento a vuestros hijos para que se duerman, cuando os engancháis a Netflix o cuando bailáis como sardinas en la discoteca o cantáis a voz en cuello en un concierto... pensad en cómo, en el fondo, en cientos de miles de años de evolución, tanto nuestra comunicación como nuestros esquemas para ponerla en marcha no han cambiado nada.

Para mostrarlo voy a contar dos grandes historias. Son historias muy distintas entre sí. Tienen, a su vez, en su interior, un montón de pequeñas historias, hebras que no se entrecruzan. Estas pequeñas hebras son muy similares, tienen ingredientes en común, aunque no estén conectadas, pero las grandes historias son muy distintas. Una está hecha de investigadores, búsquedas, aspiraciones, revanchas; la otra, de calma, tiempo, crecimiento, espera, control. Una habla de enigmas sin resolver; la otra, de invenciones. Una habla de intentos y desapariciones repentinas; la otra, de entrelazamientos con un final feliz. No se tarda nada en comprender cuál es una y cuál la otra. Al fin y al cabo, de todos modos, son solo historias.

 

 

Chispa

 

No obstante, antes de adentrarnos en estas historias, es necesario aclarar algunas cuestiones preliminares. En primer lugar, se necesita una respuesta provisional a la pregunta: ¿cómo nace una escritura? Así que nos dirigimos de verdad al principio de todo. Nos situamos en el momento en que nacían los símbolos, en que el dibujo de una cosa se convertía en el nombre específico de esa cosa. Dibujo un caballo y, si tengo la capacidad de articular un lenguaje (como hace miles de años los sapiens y quizá los neandertales), lo llamo «caballo». El arte prehistórico es bellísimo, fascinante, incluso refinado, pero resulta enigmático: quizá el dibujo del caballo significara otra cosa. Quizá no sea un simple rocín paleolítico, sino una criatura fantástica: un unicornio sin cuerno, un Pegaso alado sin alas. Nunca sabremos realmente qué es. El enigma que nos ha seducido es el mismo que nos deja tirados por el camino, nos abandona.

Y, además, un dibujo es siempre un dibujo, tiene un potencial, pero carece de la palabra, permanece mudo. Ha sucedido millones de veces, en miles de años, en cientos de sitios diferentes del mundo. De la misma manera, los sumerios de hace cinco mil años, en Mesopotamia, dibujaban objetos y números en tablillas de barro.

En estas tablillas registraban pequeñas transacciones económicas relativas a los templos mesopotámicos. Pensad en una lista de la compra, en la que los símbolos se ponen en un (des)orden disperso, para refrescar la memoria de los escribas. Una especie de taquigrafía protohistórica, con símbolos (no fonéticos) asociados a números.

Si os pregunto si se trata de escritura, diréis que no. Y coincido con vosotros, pero ahí ya se prepara el escenario para una maravillosa y deslumbrante intuición que hará posible su invención. Y no solo en Mesopotamia en el 3100 a. C., sino también en China, en Egipto, en Centroamérica, en periodos diferentes, pero siempre del mismo modo, siguiendo esa misma brillante iluminación. Cuatro momentos mágicos, separados e independientes, en los que se encendió una chispa y la rueda de la invención empezó a girar. Y en la historia del mundo, tal vez, ha habido otras invenciones como esta.

Y si pensáis que debe de ser difícil volver a ese momento, enterrado como está en los siglos de los siglos pasados, bajo estratos de excavaciones y reconstrucciones, os equivocáis. Lo maravilloso de todo esto es que podemos volver a captar, como en una película, al hombrecito mesopotámico mientras trabaja su arcilla y empuña un estilete. Lo vemos sentado en un escabel, mientras crea una tablilla. La tablilla es pequeña y sus manos graban unas casillas para dar el espacio justo a los objetos que quiere contar, los cuenta, toma nota de su cantidad. Se trata de cosas que han de ser reembolsadas al templo. Arriba, a la derecha, dibuja una caña (caña en el sentido de junco): caña en sumerio se dice GI, pero GI también quiere decir otra cosa, el verbo reembolsar.

Magia o, mejor dicho, sorpresa. El sonido es el mismo, pero el significado es completamente distinto. El hombrecito de golpe se da cuenta de que puede utilizar el símbolo de la caña para decir otra cosa, que obviamente no sabe escribir; de manera que usa uno de sus logogramas y le cambia el significado, que, pese a todo, tiene el mismo, idéntico, sonido. Sin quererlo, casi de manera instintiva, se le ha encendido algo en las neuronas sumerias: ha hecho, y ha escrito, un juego de palabras. Este principio se llama homofonía, es muy simple, intuitivo y natural. Como veremos, lo utilizamos también en nuestros días, se nos ocurre espontáneamente y a veces también nos hace reír. Soy capaz de imaginar, barriendo el polvo de los siglos de historia pasados, al hombrecito mesopotámico, que escribe y se sonríe ante su instantánea ocurrencia. Es la misma cara que pongo yo cuando me llega un wasap con un emoji homófono. Que este hombrecito fuera consciente de lo que estaba desencadenando ya es otro tema, y es muy improbable que lo fuera.

 

 

Mesita

 

Hemos de tener cuidado cuando hablamos de la invención de la escritura. Inventar la escritura no es un proceso mecánico, una selección precisa y exacta de signos para representar sonidos, para crear un sistema funcional, práctico, perfecto.

Tampoco debemos imaginarnos a esa figura etérea y hierática del escribano, solo y concentrado delante de su mesita de trabajo mientras, en un día de lluvia o de bochorno, se dedica a hacer dibujitos para dar forma al proto-cuneiforme, o al chino arcaico, y completarlos en un día.

Es cierto, no obstante, que existen casos de escrituras planificadas ad hoc por un individuo solitario. En este libro veremos algunas, como la de Sequoyah, que en 1821 cargó sobre sus hombros el alfabeto latino y el griego y los adaptó para conformar un sistema de escritura para la lengua del pueblo cheroqui en Norteamérica. Se convirtió en un héroe nacional. O como el alfabeto de Hildegarda de Bingen, abadesa benedictina del siglo XI. O Njoya, el rey de Camerún, quien a finales del siglo XIX creó un semisilabario para el pueblo bamum. Pero estas son creaciones derivadas, artificiales y, sobre todo para el caso del bamum, impuestas desde arriba, por quien gobierna.

La escritura no se inventó hincando los codos sobre esa mesita.

La escritura inventada, sobre todo la inventada partiendo de la nada, desde cero, es, por el contrario, el resultado de un proceso, de acciones coordinadas, acumulativas, graduales.

 La escritura como sistema completo, estructurado y organizado es una tarea de muchas personas. Todas esas personas se comunican, intercambian opiniones, discuten y al final se ponen de acuerdo para llegar a un repertorio de signos común, pactado y estándar.

La escritura es por tanto una invención social, cuyos factores clave son la conformación, la coordinación y la retroalimentación. Profundizaremos en ello en los próximos capítulos.

Del mismo modo, la escritura no se inventó en un abrir y cerrar de ojos, sino progresivamente, una máquina llena de engranajes que muchas veces ha necesitado el lapso de varias generaciones. Como veremos, la rueda de la escritura ha avanzado por un camino de experimentos, tentativas, reajustes. Es, por tanto, también un proceso gradual, de ejercicios reiterados y transmitidos.

Ahora miremos las letras, esas que estáis leyendo en esta página, o las escritas en cualquier sistema, árabe, hebreo, georgiano, chino. Y sus signos, uno a uno. Cómo han llegado a tener esas formas y no otras, cómo se ha fijado ese número exacto de signos y no más, cómo se ha llegado a decidir qué sonidos registrar y cuáles no. Ahí radica la auténtica invención. El largo proceso de negociación, de trabajo compartido, un sistema ordenado y completo. Algo acabado.

Tenemos tendencia a pensar que la escritura es un producto cultural y no congénito. Que es una tecnología, un objeto, un artículo manufacturado. Y, no obstante, las formas de los signos siguen las formas de la naturaleza de nuestro alrededor y sus contornos. Se ajustan a la anatomía de nuestra percepción visual, se adaptan a las cosas que nos rodean y que captan nuestra atención. Y los sonidos de los signos crean espontáneamente juegos de palabras, navegan por nuestra capacidad innata de trasladar significados, de entretenernos en la abstracción, de crear asociaciones lejanas, de ver símbolos. La escritura es, en efecto, algo creado, pero está imbuido hasta la médula de nuestros huesos, a la capacidad, plástica y multiforme, de ver con nuestros ojos y, al mismo tiempo, casi por arte de magia, en un instante, de ver el mundo con ojos completamente distintos. Todo está ahí, en nuestra naturaleza llena de sorpresas, incluso cuando creamos un objeto material, inalterable y estático.

 

 

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Traducción de Xavier González Rovira.

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La gran invención

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