08/10/2020
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Para cualquiera que haya conocido la adicción
I. ASOMBRO
La primera vez que la viví –la sensación de embriaguez– tenía casi trece años. No vomité ni perdí el conocimiento, ni tan siquiera me puse en evidencia. Sencillamente me encantó. Me encantó el burbujeo del champán, las agujas ardientes que me bajaban por la garganta. Estábamos celebrando que mi hermano se había graduado en la universidad y yo me había puesto para la ocasión un vestido largo y vaporoso que me hacía sentir como una niña, hasta que esa sensación dio paso a otra: me sentí iniciada, iluminada. Me entraron ganas de plantarme ante el mundo entero y preguntar: «¿Cómo es que nadie me había dicho lo maravilloso que es esto?»
La primera vez que bebí en secreto tenía quince años. Mi madre estaba de viaje. Mis amigas y yo extendimos una manta sobre el suelo de tarima de la sala de estar y bebimos lo que encontramos en la nevera, un chardonnay que intercalamos con zumo de naranja y mayonesa. Lo que más nos subió a la cabeza fue la sensación de transgresión.
Me coloqué por primera vez fumando maría en el sofá de un desconocido; acababa de salir de la piscina y mojé el porro al asirlo entre los dedos. Un amigo de un amigo me había invitado a la fiesta. El pelo me olía a cloro y toda yo temblaba bajo el biquini empapado. Extrañas criaturillas parecían brotar de mis codos y hombros, allí donde las diversas partes de mi ser se doblaban y encajaban entre sí. Recuerdo haber pensado: «¿Qué es esto? ¿Y cómo hago para que no se desvanezca?» Todo ello acompañado de una sensación muy placentera. La conclusión siempre era la misma: «Más. Otra vez. Que no se acabe nunca.»
La primera vez que bebí alcohol con un chico, dejé que me metiera las manos por debajo de la blusa en la terraza de madera de una caseta de salvavidas. Las olas oscuras lamían la arena bajo nuestros pies, que se mecían en el vacío. Mi primer novio. Le gustaba colocarse. Le gustaba que su chica se colocara con él. Solíamos besuquearnos en el monovolumen de su madre. Un día me acompañó a una comida familiar puesto hasta las cejas de speed. «¡Qué parlanchín!», comentó mi abuela, rendida a sus encantos. En Disneyland, abrió una bolsa de hongos mustios y empezó a hiperventilar mientras hacíamos cola para subirnos a una montaña rusa, la Big Thunder Mountain Railroad. Empapó la camisa de sudor y no paraba de toquetear la montaña de cartón piedra naranja de la atracción.
Si tuviera que decir cuándo empecé a beber, cómo fue mi «primera vez», seguramente señalaría la primera ocasión en que me emborraché hasta perder el conocimiento o quizá la primera en que busqué intencionadamente ese «apagón», la primera vez que no quise nada más que ausentarme de mi propia vida. Puede que todo empezara la primera vez que vomité después de beber, la primera vez que soñé con beber, la primera vez que mentí sobre la bebida, la primera vez que soñé que mentía sobre la bebida, cuando la necesidad de beber se había vuelto tan poderosa que no me quedaban apenas fuerzas para nada que no fuera plegarme a esa necesidad o luchar contra ella.
Una vez que empecé a beber a diario, puede que mi hábito de beber estuviera asociado a determinados patrones, más que a momentos específicos. Eso ocurrió en Iowa City, donde empinar el codo no solo no resultaba llamativo ni estaba mal visto, sino que era algo omnipresente e inevitable. Había incontables formas de emborracharse y lugares en los que hacerlo: el bar ambientado en una gran casa remolque atestada de humo, con una cabeza de zorro disecada y un puñado de relojes estropeados, o el bar de los poetas que había al cabo de la calle, con sus anémicas hamburguesas y su letrero luminoso de cerveza Schlitz, un panel eléctrico en el que se iban sucediendo los paisajes: el arroyo cantarín, la hierba fosforescente de las riberas, el centelleante salto de agua. Yo aplastaba la lima de mi vodka tonic y –en el dulce instante que mediaba entre la segunda y la tercera copa y luego entre la tercera y la cuarta y luego entre la cuarta y la quinta– vislumbraba mi propia vida como algo iluminado desde dentro.
Había fiestas en un lugar llamado La Granja, perdido entre los campos de maíz, más allá de los puestos de pescado frito de la American Legion. En aquellas fiestas, los poetas organizaban combates de lucha libre en una piscina infantil llena de gelatina y, recortados sobre el crepitante resplandor de una hoguera en la que ardía un colchón, todos parecíamos guapísimos de perfil. En invierno, el frío era criminal. Se sucedían las fiestas a las que los escritores más talluditos llevaban carne estofada y los más jóvenes tarrinas plásticas con humus y todo el mundo traía whisky y todo el mundo traía vino. El invierno seguía su curso; nosotros seguíamos bebiendo. Luego llegaba la primavera. Nosotros entonces también seguíamos bebiendo.
Cuando te sientas en una silla plegable en el sótano de una iglesia, siempre te preguntas cómo empezar. «Para mí siempre ha supuesto un riesgo tomar la palabra en una reunión –afirmó un hombre llamado Charlie en una reunión de Alcohólicos Anónimos celebrada en Cleveland en 1959–, porque sabía que podía salir mejor parado que la mayoría. Tenía una verdadera historia que contar. Sabía expresarme mejor. Podía cargar las tintas. Y me los metería a todos en el bolsillo.» Charlie explicó ese riesgo como sigue: a los halagos cosechados seguía una sensación de orgullo que desembocaba en una borrachera. Ahí estaba ahora, hablando ante un nutrido grupo de personas sobre lo riesgoso que era para él hablar ante un nutrido grupo de personas. Detallando los riesgos que entrañaba una reunión de Alcohólicos Anónimos en una reunión de Alcohólicos Anónimos. Expresándose de forma elocuente sobre la elocuencia. Cargando las tintas sobre la repercusión que había tenido en su vida el hábito de cargar las tintas. «Creo que me cansé de ser mi propio héroe», dijo. Hacía quince años, estando sobrio, había publicado una novela sobre el alcoholismo que había cosechado un gran éxito de crítica y público, pero unos años después de que el libro se convirtiera en un bestseller tuvo una recaída. «He escrito un libro que se considera el retrato definitivo de un alcohólico –reveló al grupo– y flaco favor me ha hecho.»
Solo cuando llevaba cinco minutos perorando se le ocurrió a Charlie presentarse como hacían todos los demás. «Me llamo Charles Jackson –dijo– y soy alcohólico.» Volviendo a la muletilla común, se recordaba a sí mismo que precisamente ahí, en lo que tenía en común con todos los demás, podía estar su salvación. «Mi historia no es muy distinta a la de cualquiera –dijo–. Es la historia de un hombre convertido en un pelele por el alcohol, una y otra vez, año tras año, hasta que por fin llegó el día en que comprendí que yo solo no podría con esto.»
La primera vez que conté la historia de mi alcoholismo estaba rodeada de alcohólicos que habían dejado de beber. La nuestra era una escena familiar: sillas de plástico plegables, vasos de poliestireno con café destemplado, intercambio de números de teléfono. Antes de la reunión, había imaginado lo que tal vez pasaría una vez que hubiese concluido: los demás me felicitarían por mi historia o por mi forma de contarla, y yo me resistiría a aceptar sus halagos con un «Bueno, es que soy escritora», al tiempo que me encogería de hombros y trataría de restarle importancia. Tendría el mismo problema que Charlie Jackson, vería peligrar mi humildad a causa de mi don para contar historias. Antes de la reunión, ensayé con unas tarjetas en las que había ido apuntando las ideas principales, aunque al final no las usé porque no quería dar la impresión de que había estado ensayando.
Ocurrió cuando ya había contado lo del aborto y lo mucho que había bebido durante el embarazo; cuando ya había hablado sobre la cita que acabó en algo que evito llamar violación y la protocolaria reconstrucción de lo sucedido mientras yo estaba fuera de combate; cuando ya había repasado todos los aspectos de mi sufrimiento, que se me antojaba nimio comparado con las vivencias de los demás presentes. Fue en algún punto incierto del caótico territorio de la sobriedad, cuando me disponía a hablar de las disculpas reiteradas o de la mecánica física de la oración, cuando un anciano en silla de ruedas empezó a bramar desde la primera fila: «¡Vaya muermo!»
Todos conocíamos a ese anciano. En los años setenta había desempeñado un papel imprescindible en la creación de un grupo de rehabilitación para homosexuales en la ciudad y ahora dependía de los cuidados que le dispensaba su compañero sentimental, mucho más joven que él, un amante de los libros que hablaba con voz queda, le cambiaba los pañales y empujaba fielmente su silla de ruedas hasta las reuniones de AA, donde el anciano se dedicaba a gritar obscenidades. «¡Furcia descerebrada!», había soltado en cierta ocasión. En otra, al darme la mano para la plegaria final, me había dicho: «¡Bésame, nena!»
Estaba enfermo, iba perdiendo el control de las partes de su mente que filtraban y refrenaban su discurso. Pero a menudo sonaba como nuestro ello colectivo, pues decía todo aquello que nadie más se atrevía a verbalizar en las reuniones: «No me importa. Esto es una lata. Ya lo he oído antes.» Era cruel y desabrido, pero había salvado la vida de mucha gente. Y mi intervención le parecía un muermo.
Otros de los asistentes a la reunión se removían incómodos en sus asientos. La mujer que estaba sentada a mi lado me tocó el brazo como diciendo «No pares», así que no lo hice. Seguí adelante –a trompicones, con los ojos enrojecidos, la garganta reseca–, pero el anciano había dado en el blanco de una inseguridad primaria: temía que mi historia no fuese lo bastante buena, que no hubiese sabido contarla bien, que no hubiese sacado el máximo partido a mi disfunción, que no la hubiese hecho lo bastante trágica, osada o interesante; temía que la recuperación hubiese matado mi historia al punto de que no tuviera arreglo en cuanto relato.
Cuando decidí escribir un libro sobre la recuperación, me preocupaban todos estos posibles fracasos. Me resistía a echar mano de una retahíla de metáforas –a cual más trillada– sobre la espiral adictiva, tal como me resistía a la tediosa estructura narrativa y la obscena autocomplacencia de una historia de redención. Lo pasé mal y, luego, lo pasé peor todavía antes de que todo empezara a mejorar. ¿Y qué? «¡Vaya muermo!» Cuando comentaba a mis conocidos que estaba escribiendo un libro sobre la adicción y la recuperación, veía a menudo el desinterés en sus miradas. «Ah, ese libro –parecían estar diciendo–. Ya lo he leído.»
Quería decirles que mi libro hablaba precisamente de esa indiferencia en sus miradas, de la sensación de haber oído esa historia incontables veces, antes incluso de haberla escuchado, que puede provocar el relato de una adicción. Quería decirles que intentaba escribir un libro sobre lo difícil que es escribir sobre la adicción, porque siempre es una historia que ya se ha contado antes, porque se repite inevitablemente, porque –en última instancia y en todos los casos– se reduce a un mismo argumento destructivo, reductor y trillado: deseo, consumo, repetición.
Durante mi proceso de recuperación, descubrí una comunidad que se resistía a aceptar algo que me habían inculcado sobre los relatos –que debían ser únicos– y que se atrevía incluso a sugerir todo lo contrario: para que fuera útil, un relato no debía ser único, sino contemplarse como algo que alguien había experimentado y que otros experimentarían en el futuro. Nuestras historias eran valiosas en la medida en que eran redundantes, no a pesar de ello. La originalidad no era el ideal y la belleza no era el objetivo.
Cuando decidí escribir un libro sobre la recuperación, no quería hacerlo en singular. Nada en ese proceso había sido singular. Necesitaba la primera persona del plural, porque la recuperación había consistido en una inmersión en las vidas de otros. Descubrir la primera persona del plural me había llevado a indagar en archivos y entrevistas para poder escribir un libro que funcionara como una reunión de Alcohólicos Anónimos, que situara mi historia entre las ajenas, en pie de igualdad. «Yo solo no podría con esto.» Era algo que ya se había dicho antes, pero quería volver a decirlo. Quería escribir un libro que hablara sin tapujos de lo desgarrador, maravilloso y tedioso a la vez que es aprender a vivir así, en coro, sin la anestésica intimidad del alcohol. Buscaba una expresión de libertad que no necesitara entrecomillados irónicos ni falso brillo, que no hiciera hincapié en la singularidad como el único rasgo distintivo de una historia digna de ser contada, que se preguntara por qué dábamos esa premisa por sentada o por qué lo había hecho yo siempre.
Si los relatos sobre la adicción se alimentan de la oscuridad –la hipnótica espiral de una crisis que no se detiene ante nada y se hace cada vez más profunda–, la recuperación se ve a menudo como la muerte de la tensión narrativa, el anodino terreno del bienestar, un tedioso apéndice al fascinante incendio anterior. Yo no era inmune a esta percepción. Las historias de destrucción siempre me habían cautivado. Pero quería saber si el relato sobre alguien que sale del agujero podía llegar a ser tan absorbente como el de alguien cuya vida se viene abajo. Necesitaba creer que sí.
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Traducción de Rita da Costa.
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