11/12/2023
Empieza a leer 'La lealtad de los caníbales' de Diego Trelles Paz
La lealtad de los caníbales recibió una beca de escritura del Centre national du livre de Francia. El autor agradece el apoyo brindado para la elaboración de este proyecto.
Para Izan, Dorian y Mélanie
No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante. CAMILO JOSÉ CELA, La colmena
Primera parte
Los caníbales
ARROYO
No hay muerto malo, recordó el comandante, y de un viaje raudo –¡zas!– se secó la cerveza.
El ritual de la secadera es tan espectacular que parece actuado, pensó el chino Tito: un tombo achorado que bebe abriendo mucho la boca, una platea aburrida por los excesos, un sacrificio. Tantas veces cojudeando por el bar el comandante, como si fuera su casa, haciéndose el borracho solo para engañar. No era su amigo –nadie es su amigo– pero lo conocía desde que era alférez o teniente, ya no se acuerda. La primera vez que lo vio iba disfrazado de civil pero se notaba que era raya. Llevaba un sobretodo negro y brilloso hasta las rodillas, unos jeans rectos, nevados, bolsudos en el culo, la camisa blanca impecable, pegadita contra el pecho lampiño, y unos Ray-Ban bambas de monturas doradas en plan narco humilde.
Pese a ser limeño, el comandante Arroyo era blanco y chaposo como un serrano del norte. A primera vista no daba miedo: su semblante níveo, colorado en las mejillas como un niño indolente agredido por la pubertad, inspiraba una ternura insólita que tenía algo de repugnante. Parece un falso albino, pensó Tito, soltando una risita de maldad: bastaba apagarle la voz, escrutarlo sin lástima, bajarlo de ese pedestal imaginario que se había edificado en la calle con sangre ajena.
–El comandante solo da miedo si habla –dijo el chino en lentos susurros que semejaban un rezo–… y cuando está empinchado habla gritando.
No conversaba con nadie el cantinero. Le gustaba murmurar solo mientras secaba los vasos de cerveza con una tela roída y mugrosa que parecía un trapeador. Cuando no estaba chambeando, recostado en la trastienda sobre unos enormes sacos de yute y fumando sin pausa, el chino Tito leía: poesía, ensayos, memorias, cuentos, novelas policiales; lo que fuera salvo esos libritos de moda que la gente enterada llamaba «novelas de autoficción».
–Cuénteme, Ishiguro, ¿usted lee esos libritos llorones y quejumbrosos que hablan del sufrimiento familiar y sexual de sus autores?
–Nunca, don Tito…, ¿para qué?
–Hace bien. La prensa rosa es un poco menos sofisticada pero más sincera.
Ishiguro: antiguo empleado, fiel amigo, camarero dilecto entre los comensales por sus modales y su buen humor. Nadie sabía su nombre y él prefería ocultarlo. «Me llamo Ishiguro», mentía sonriente sin rehuirle a la pregunta, y era raro que alguien lo pusiera en duda porque su voz dulce y apacible parecía sincera. Pese a la complicidad de tantos años, Ishiguro siempre trataba al patrón de don y el cantinero le devolvía esa gentileza hablándole de usted, como si dentro del negocio tuvieran el mismo rango.
«¡Cortesías de chinos!», farfullaba el comandante Arroyo, que se permitía esa confianza que nadie le había dado. Lo curioso es que ni el cantinero ni el mozo eran chinos. Como muchos descendientes de japoneses en el Perú, ambos habían comprendido que en el país de Alberto Fujimori –un ciudadano nikkei que había ganado la presidencia siendo públicamente «el chino de todos los peruanos» y que ahora estaba preso– esa precisión era un estorbo.
Es cierto que la irreverencia del comandante le resultaba fatigosa aunque a veces, cuando Arroyo estaba realmente ebrio y alegre y lanzaba al gentío chistes groseros que desternillaban el local, conseguía arrancarle una sonrisa de reconocimiento. Si toleraba su insolencia era, ante todo, por pragmática: temía contradecirlo, temía ponerlo a prueba y chocar contra su furia, que podía ser creativa y rencorosa hasta el punto de clausurarle el negocio. «No exageres, chino… ¡Si Arroyo es un cague de risa!», se apresuraban los borrachines que nunca lo habían gozado molesto, pero el chino Tito sabía perfectamente el peligro que subyacía a su comicidad. ¡Cuántas veces lo había visto acabando el festejo a botellazos por una palabra disonante, una mueca incómoda o el más irrelevante gestito de desaprobación!
La ecuación era muy simple: a Arroyo no le gustaba perder y nunca perdía porque siempre iba armado. Incluso parecía deleitarse sacando su chimba plateada del cinto, agitándola en el aire como una extensión natural de su mano, y rastrillándola velozmente con un retorcido compás musical. ¡Vaya personaje! Se diría que el chino ya estaba acostumbrado al vodevil tragicómico del policía. Tenía incluso esta teoría romántica sobre sus excesos en la cual el comandante terminaba siendo ese villano exagerado de las películas cuya crueldad también generaba empatía. En el fondo, pese al riesgo, a la tensión que producían sus arrebatos, el cantinero apreciaba su presencia en la taberna.
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