18/01/2024
Empieza a leer 'La leyenda del Santo Bebedor' de Joseph Roth
Un atardecer de la primavera de 1934, un caballero de edad madura descendía por las escalinatas de piedra que, desde uno de los puentes sobre el Sena, conducen a la orilla. Como sabrá casi todo el mundo, aunque la ocasión merece rememorar este hecho en la mente del lector, allí suelen dormir, o, mejor dicho, acampar los clochards de París.
Y uno de esos clochards fue como por azar al encuentro del caballero de edad madura, que por cierto iba bien trajeado y daba la impresión de ser un viajero que se propone contemplar las curiosidades de las ciudades que visita. Aunque aquel clochard ofrecía ciertamente el mismo aspecto harapiento y digno de compasión que todos aquellos con quienes compartía su infortunio, parecía sin embargo merecedor de la atención especial del caballero de edad madura bien trajeado. Mas no nos es dado conocer la causa de tal preferencia.
Como queda dicho, estaba atardeciendo, y bajo los puentes, a orillas del río, la oscuridad era ya más cerrada que arriba en los muelles y sobre los puentes. Aquel hombre sin hogar y manifiestamente desaliñado avanzaba con paso vacilante. No parecía percatarse de la presencia del caballero mayor bien trajeado. Más este, que no vacilaba en absoluto sino que con total aplomo dirigía sus pasos directamente hacia el vacilante clochard, por lo visto le había descubierto desde lejos. El caballero de edad madura le cerró prácticamente el paso. Ambos detuvieron sus pasos, frente a frente.
–¿Adónde le llevan sus pasos, hermano? –inquirió el caballero mayor bien trajeado.
El otro le echó una leve mirada, para contestar luego:
–Que yo sepa, no tengo hermano, ni sé adónde me lleva el camino.
–Yo intentaré mostrárselo –prosiguió el caballero–, pero no deberá enojarse conmigo si, como contrapartida, le pido un favor poco frecuente.
–Estoy dispuesto a cualquier servicio –accedió el harapiento.
–Claro que me doy cuenta de que tiene usted algunos defectos, mas Dios ha dispuesto que se cruzara en mi camino. A buen seguro estará necesitado de dinero. ¡No, no me tome a mal mis palabras! A mí me sobra. ¿Querrá decirme con toda franqueza cuánto necesita? Por lo menos para salir del paso...
El otro permaneció unos segundos sumido en reflexiones, pero enseguida profirió:
–Veinte francos.
–No creo que esta suma sea suficiente –replicó el caballero–. Seguramente necesitará doscientos.
El harapiento retrocedió un paso. Parecía como si fuera a caer, pero, aunque vacilante, se mantuvo en pie. Y entonces dijo:
–No puedo negar que prefería doscientos francos en lugar de veinte, pero soy un hombre de honor. Parece que me está usted juzgando mal. No puedo aceptar el dinero que me ofrece, y ello por varias razones: en primer lugar, porque no tengo el placer de conocerle; en segundo lugar, porque no sé cómo ni cuándo podría devolvérselo; y, en tercer lugar, porque usted tampoco tiene la posibilidad de reclamármelo, al carecer yo de domicilio fijo. Casi a diario me establezco bajo un puente diferente de este río. A pesar de todo ello, y aun careciendo de domicilio fijo, como ya le he dicho, soy un hombre de honor.
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Traducción de Michael Faber Kaiser
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