02/12/2021
Empieza a leer 'La moda justa' de Marta D. Riezu
Introducción
En la cubierta de este cuaderno aparece la palabra moda. Ese concepto ahuyenta a muchos, apasiona a algunos y causa absoluta indiferencia en todos los demás. Se asocia a frivolidad y antojo, a una industria insaciable que atiborra las tiendas de caprichos. Pero si cambia el enunciado y se habla de ropa pasa a ser una cuestión que nos atañe a todos. Cada mañana elegimos un atuendo, y esas prendas no llegaron solas a casa. Pasaron el filtro de una selección meditada.
Estábamos acostumbrados a comprar sin preguntar. Elegíamos algo por ser útil, bonito, porque nos solucionaba un problema o nos atribuía un estatus. El cómo se hubiera producido era irrelevante. Hoy nos fijamos más, pero se nos sigue explicando poco. La elaboración de, pongamos, una sencilla camiseta sigue siendo una nebulosa. De dónde salió la materia prima. Quién hizo el desmotado, el hilado, el tejido y el tintado del algodón. Quién se encargó del diseño, de la distribución. Y finalmente: dónde acaba esa prenda cuando nos deshacemos de ella. Todo esto es un misterio cuyos detalles nos aburre saber. Ni siquiera sospechamos cuando algo que implica tantísimo trabajo se cobra a cinco euros. No imaginamos que hay una proporción inversa entre el precio, que paga el comprador, y el coste humano y medioambiental, que pagamos todos. La industria textil es un modelo basado en la explotación de la pobreza.
Una palabra me pone en guardia: activista. Cuando diviso a uno en el horizonte agarro fuerte el bolso y me preparo para la reprimenda. La mayoría están siempre enfadadísimos, desde luego con motivo, y ese gruñir aleja a muchos de su causa. Estas páginas no son un panfleto airado, sino una invitación a considerar nuestras opciones. No se habla tanto de culpa como de responsabilidad, no se aturde con más cifras de las imprescindibles, no se exigen imposibles –quememos la tarjeta de crédito, afeitémonos la cabeza, comamos hierbas del borde de la carretera.
Estamos conectados por sistemas de comunicación. En una sociedad tan visual como la nuestra, la moda es un lenguaje especialmente relevante. Con la ropa nos integramos y nos diferenciamos. Vestirse está ligado a ritos, sensibilidades, roles y aspiraciones. Puede alentarnos y fortalecernos. En el aspecto casi nada es racional, todo es emocional.
Moda sostenible puede sonar a oxímoron, pero, si me permiten la expresión naíf, hay una moda buena que ayuda a explicar quiénes somos sin dañar a nadie por el camino.
Primera parte
Los problemas
Lo hice mal durante quince años. Empecé a elegir mi propia ropa –con el dinero de mis padres, que duele menos– en la adolescencia. Armarios a rebosar. A punto de cumplir los treinta seguía vistiendo de pena. Mariposeaba por las tiendas, elegía al tuntún y luego no me ponía lo que había escogido. Aprender a comprar parece sencillo. No lo es.
Entonces llegó el cambio. Para que ocurriera tuvieron que coincidir varios factores. El principal fue una odiosa mudanza en la que apareció ropa suficiente para vestir a tres ejércitos. Luego empecé a aturullarme al entrar en ciertas tiendas. He aquí un primer indicio de mi senilidad, pensé. La música atronadora, ese intenso olor corporativo, los tumultos, las montoneras de prendas. El vértigo de tanto por elegir.
Volví a la ropa a medida. Tenía modistas de emergencia en la agenda y me había hecho vestidos en mi canija juventud mod, pero perdí la costumbre cuando mi sastre se jubiló. La recuperé.
Hubo otro desencadenante. Mi trabajo como periodista me permitió conocer de cerca la industria de la moda. Empecé a publicar artícu los con diecinueve años, y algo parecido a una conciencia ecologista fue tomando forma. El día a día me acercó a diseñadores con talento que habían esquivado las fauces del sistema y a marcas gestionadas con una sordera congénita a la presión exterior. Unos y otros me demostraron que escoger un camino diferente es difícil pero no imposible. Aprendí, además, de un jefe con un ojo infalible para distinguir una prenda con enjundia de un sucedáneo.
Uno no acomete cambios reales hasta que aflora la prima borde de la voluntad: la indignación. Calculé a ojo la fortuna que había lanzado a las fosas abisales en mi veintena, cuando me fundí con Zara en una unidad de destino. Estaba eligiendo mal. Se pueden tener buenos propósitos, pero lo realmente infalible es llegar a ese punto de no retorno, a ese hartazgo.
Concluí que no me hacía falta nada más. Reunía en el armario ropa para varias vidas. Podía deshacerme de todo y empezar de cero, pero el gesto más cuerdo era disfrutar lo que ya estaba allí. Nuestros abuelos, como siempre, llevaban razón: mejor tener poco y bueno.
Antes de empezar
La industria de la moda es un archipiélago infinito donde las islas no se comunican entre sí. Los que producen la ropa hablan una jerga distinta de los que la venden; los que la publicitan viven muy lejos de quienes la bordan. Igual ocurre con su consumo. Los esnobs austeros miran con ternura o desprecio, según el día, a los fashion victims. Los adictos a las compras recelan de la regañina de los coleccionistas de segunda mano. Quienes eligen marcas de cognoscenti no quieren saber nada de los presumidos mainstream.
Imposible saber si quien lee esto viste de Wales Bonner o arrasa cada viernes en Bershka o lleva las mismas camisas de cuadros desde hace veinte años. Por eso será útil compartir algunas impresiones ahora, antes de comenzar.
– Los consumidores confiamos en que las marcas se ocupen de hacer las cosas bien. Leemos aquí y allá palabras (ecológico, orgánico, reciclado) que nos tranquilizan. Olvidamos esa herramienta diabólica de marketing llamada greenwashing: una empresa anuncia su compromiso medioambiental pero no lleva a cabo ningún gran cambio significativo, solo busca blanquear su imagen.
– Cuando alguien afirma que no le importa la moda, no se está haciendo el interesante. Le da igual de verdad lo que se lleve o se deje de llevar. Pero probablemente sí se fije en la comodidad, el abrigo, la funcionalidad. Lo único que desea esa persona es no perder mucho tiempo cada mañana e ir vestido con ropa bonita, normal; ropa con la que no se sienta imbécil. Su desinterés por las tendencias me parece sano. De hecho, lo comparto. Pero vestirse con lo primero que uno pilla, por desgracia, también tiene consecuencias para el planeta.
– En el otro extremo están los fascinados por la moda. Personas que adoran ir de compras, acumular, hacer de estilista de guardia para sus amigos, seguir marcas en Instagram. O sea, les gusta el resultado final –una prenda en una percha– pero ignoran con inconsciencia saltarina todo lo relativo al proceso.
– Lo admito: informarse no es lo más divertido del mundo. Cuando el asunto es muy complejo (este lo es), uno tiene la tentación de desconectar. Compramos con buena voluntad siguiendo nuestra intuición, pero en cuanto la cosa se enmaraña sabemos que es casi imposible llegar al meollo. Con todo, vale la pena intentarlo. Estar documentados nos protege.
– La tónica general en la moda es como un capítulo de House: todos mienten. El embuste puede ir de la mentirijilla al cinismo granítico. Mienten las etiquetas, las notas de prensa, los equipos de relaciones públicas, los informes anuales, la publicidad, las fotos retocadas.
– Somos adultos, y a nadie le gusta que le riñan con el índice acusador. Compran ustedes mal, fast fashion caca, eso no se hace. Los argumentos de la pena y la reprimenda no sirven de nada. Todo el mundo huye de los ecoapóstoles. Prefiero una militancia culta y esteta que proponga alternativas a través de la belleza, la honestidad, la ejemplaridad. Menos hippismos y más refinamiento.
Muchos animales se adornan; el sapiens es el único que se viste. La ropa ejerce un papel crucial en nuestra vida. Explica desde quiénes somos como individuos hasta quiénes somos como civilización. Es una manifestación cultural de primer orden que lo abarca todo: las protestas políticas, el arte, los avances tecnológicos. Como en toda declaración expresiva en la que se mezcla el dinero, en ella cabe lo mejor y lo peor del ser humano.
Este no es tanto un cuaderno de investigación como de reflexión, de ahí que haya preferido simplificar al máximo y proponer acciones concretas. La concisión obliga a resumir temas muy complejos que requerirían matices. La idea es entreabrir la puerta de la duda para que cada uno ahonde en lo que más le dé que pensar.
Si cada vez hay más información acerca de todo lo que implica la industria de la moda, ¿por qué se sigue comprando a lo loco? ¿Se explican los detalles de un modo demasiado complejo? Es un reto criticar un negocio que se presenta disfrazado del envoltorio más sugestivo: prosperidad, diversión, recompensa.
Una cosa es segura, y esto vale igual para las empresas que para los consumidores: es mejor un solo cambio tangible, concreto y constante que intentar hacerlo todo bien.
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