10/03/2020
Empieza a leer 'La nueva masculinidad de siempre' de Antonio J. Rodríguez

 

Elles les appelaient des femmes-guerrières, des femmes-amantes, des femmes- chasseresses, des femmes-errantes.

MONIQUE WITTIG & SANDE ZEIG, Brouillon pour un dictionnaire des amantes

 

1. ESLALON SOBRE EL DESEO

Les propongo un juego. A sus amistades comprometidas en una relación estable, pregúntenles lo siguiente: ¿Eres feliz con tu pareja? En el mejor de los casos, la respuesta será afirmativa. Si se da esta circunstancia, prosigan: ¿Consideras probable mantener relaciones íntimas con otras personas en algún momento de tu vida? Aquí la precisión temporal es importante, pues la pregunta no pretende saber si el interlocutor tiene intenciones de hacerlo ahora, sino si cree que tal cosa podría llegar a suceder en el futuro. Si el participante es honesto, la respuesta debería ser : basta remitirnos a la estadística. Por supuesto, cierto sentido del decoro social podría hacer dudar al encuestado: quizá no sepa, o no conteste; o no quiera saber, o no quiera contestar. Para acabar, rematen así la entrevista: ¿Comentas a menudo con tu pareja, o has comentado en alguna ocasión, el hecho de que estadísticamente ambos estéis destinados a mantener relaciones íntimas con terceros? Me atrevería a decir que la respuesta más habitual será no, como corresponde a una sociedad atravesada por infinitud de ambigüedades relacionadas con la idea de la libertad. Por otro lado, hay que tener en cuenta que el experimento podría quedar truncado por una debilidad metodológica: ¿de qué hablamos cuando hablamos de relaciones íntimas? De todas estas desviaciones trata el siguiente eslalon.

Todas estas preguntas, y la gradación de probables respuestas (sí, no sé, no...), se dan en uno de los grandes puzles de la filosofía política actual: la celosía donde se desarrollan nuestras relaciones íntimas y públicas, un ámbito poblado por todo tipo de tabúes, estímulos y aspiraciones y que permanece fuertemente influido por una moral supersticiosa, las expectativas del capitalismo contemporáneo y nuestra mera relación con lo bello y lo bueno. De nuestras preguntas, además, se deducen otras nuevas: ¿se debe mi deseo al metabolismo de tantos relatos hedonistas, en los que los sujetos son tratados como productos en el supermercado de las emociones, o bien es una expresión más de la condición humana? Y en negativo: ¿se debe mi ausencia de deseo al fraternal compromiso con mis seres más queridos, o bien solo a las tinieblas religiosas que siguen envolviendo las interacciones físicas entre humanos? Contener el deseo es contener el orden público, pero también levantar un dique frente a mutuas y enriquecedoras experiencias con otros sujetos. Liberar el deseo, en cambio, amplifica nuestros sentidos, pero inevitablemente desata el caos, como corresponde a toda reacción química.

A pesar de que la probabilidad de que un sujeto mantenga relaciones afectivas al margen de la unidad conyugal es bastante alta, la mayoría de las parejas que no se definen como poliamorosas omiten esta posibilidad, edificando su relato de espaldas a esta realidad. En cierta forma, se trata de una milagrosa operación arquitectónica, donde nuestra construcción afectiva se cimenta sobre una especie de lodazal o cementerio azteca. Aunque presumamos de vivir en sociedades libres, modernas y seculares, el orden social se levanta sobre una sucesión de supersticiones.

En El segundo sexo, Simone de Beauvoir explica que «la humanidad es masculina y el hombre define a la mujer, no en sí, sino en relación con él». Lo mismo ocurre si hablamos de relaciones íntimas o afectivas: frente al amor convencional, el amor plural se considera una especie de mutación tumoral, sobre el que pensamos como si se tratase de un quiste que debe ser intervenido, y que pone en peligro la salud global del sujeto. Da cuenta de este fenómeno el hecho de que no disponemos de términos que dignifiquen, desestigmaticen o refieran en positivo lo que podríamos llamar el amor plural. Por citar tres ejemplos, la etimología de «adulterio» se refiere a la alteración o contaminación de una sustancia; «infidelidad» alude a la traición y se trata de un término de connotación religiosa (fe); y todas las variaciones internacionales del concepto fuckboy o fuckgirl deshumanizan al sujeto, convirtiéndolo en un simple recipiente de pasiones. Si el lenguaje condiciona nuestro pensamiento, una frontera evidente la podemos encontrar en la pluralidad del deseo.

Escrito por Anne Carson, el poemario La belleza del marido narra el hundimiento de un matrimonio atravesado por la aparición de una tercera persona, en una situación donde las nuevas pasiones y las expectativas de género están tan anudadas que no es posible distinguir la naturaleza del afecto, si es noble o está viciado. En un momento del texto, en la traducción que nos ofrece Ana Becciu, leemos lo siguiente:

¿Le has hablado de mí?

Sí.

¿Y?

Quiere conocerte.

Mentiroso.

La conversación incluye un punto de giro inesperado: la amante siente curiosidad por la esposa; en lugar de considerarla su rival, le tiende una mano. Admite más similitudes que diferencias. A su vez, la perspectiva de la narradora es verosímil: quizá se trate solo de una simple mentira, en cuyo caso asistiríamos al –imprudente– intento del marido para acercar dos universos a los que presuponemos incompatibles. Verdaderamente, él confiaría en la posibilidad de la amistad a tres.

En otro pasaje del libro, la narradora conversa con un cuarto individuo que amplía el foco de la cuestión:

Vosotros los casados os tomáis las cosas muy a pecho, os ponéis muy tensos y sois muy retorcidos.

¿Qué quieres decir?

Quiero decir que no derroches tus lágrimas por esta.

Esta. ¿Hay una serie?

Es el intervalo de una serie la serie eres tú.

Lo que sugiere este último verso es que no existe día sin noche, vida sin muerte ni matrimonio sin deseo proyectado al exterior. En «el intervalo de una serie la serie eres tú» se incluyen distintas gradaciones del amor, desde el Gran Amor y el compromiso matrimonial hasta el Juego, caracterizado por la frívola entrega a los designios del deseo, en principio bajo control del marido. Por supuesto, el peligro del juego reside en la posibilidad de que sus normas acaben rigiendo todos los ámbitos de la vida, y entonces ya no sea solo una diversión, sino el motor de la voluntad. Sin la posibilidad de perder, el juego no tiene encanto. Para el caso, el marido no juega con la amante, sino consigo mismo; es decir, contra sí mismo.

En una conversación entre el marido y la narradora leemos lo siguiente:

Vives una vida simulada.

Sí sí pero es por ti.

Por mí.

Son mis trofeos mis campañas mis honores los pongo a tus pies.

Las mujeres.

Sí.

La mentira.

Sí.

La vergüenza.

No no hay vergüenza.

La vergüenza que yo siento. Solo hay vergüenza en la retirada.

Aquí la relación con la amante es leída por el marido de forma distinta: no como una manifestación del amor plural, ni tampoco a través de la distinción entre la serie y su intervalo, sino como ofrenda: en este punto del enfrentamiento, el marido deshumaniza a la amante, a quien convierte en una validación de su estatus, que a su vez sirve como validación del estatus de la esposa. Silogismo: si tú y yo estamos juntos y yo soy apreciado en el mercado afectivo, entonces yo tengo un valor, que te concedo a ti. Se trata de una lógica tan simple como retorcida: no podemos valorar nuestro amor si no es en relación con un tercero. Nuestra divisa no tiene valor si otras monedas no existen. En efecto, la lógica tiene una naturaleza fundamentalmente economicista.

Para cerrar el círculo, Carson escribe:

Solo me siento limpio dice de pronto cuando me despierto a tu lado.

Es decir, el marido admite el peso en la conciencia que le causa su relación secreta. Mientras la esposa sufre el dolor por el desplazamiento del eje de gravedad en los sentimientos de él, él, paradójicamente, sufre por dos: primero porque reconoce la impureza de su acción; segundo porque reconoce los daños que su acción provoca en ella. No obstante, no hay manera de colmar el deseo: la pureza de la esposa no le basta, y la impureza de la amante le desborda. Entre el hambre y el hartazgo, el deseo nunca encuentra su justa medida.

 

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La nueva masculinidad de siempre

 

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