23/09/2020
Empieza a leer 'Las maravillas' de Elena Medel
Clearly money has something to do with life
PHILIP LARKIN
EL DÍA
Madrid, 2018
Busca en sus bolsillos sin encontrar nada. Vacíos los del pantalón, también los del abrigo: ni siquiera un pañuelo de papel húmedo, arrugado. En la cartera apenas guarda un euro, otra moneda de veinte céntimos. Alicia no necesitará el dinero hasta el cambio de turno, pero le incomoda esa sensación de no tener apenas. Trabajo en la estación de tren, en una de las tiendas de chucherías y bocatas, la que está cerca de los aseos: así suele presentarse. En Atocha pagaría comisión en todos los cajeros, así que se baja en la parada de metro anterior para sacar en una oficina de su banco veinte euros que le brinden algo de tranquilidad. Con un único billete en el bolsillo, Alicia se fija en la glorieta casi vacía, en los pocos coches y los pocos peatones. Quedan minutos para que se aclare el cielo. Si se lo ofrecen, Alicia elige siempre trabajar por la tarde: le permite despertar sin hora, gastar la tarde en la tienda y regresar directa a casa. Nando se queja durante esas semanas, en el fondo casi todas; ella se excusa porque su compañera se lo pide: tiene dos niños y le viene mejor el otro turno. De esa forma libera las primeras horas del día y evita las tardes en el bar con los amigos de él –también los suyos, a base de rutina–, las tapas baratas, los bebés entre servilletas manchadas. Alicia pensaba que la maternidad ajena zanjaría la costumbre, pero ellas se ausentan hasta que los niños se duermen, a veces regresan si comprueban el sueño profundo, y a Nando le defrauda que ella intente saltarse el ritual. Al menos dame eso, le pide. «Eso» significa unas veces invertir sus tardes en el bar de abajo, otras viajar con él a la excursión cicloturista de esa temporada. Él pedalea, ella avanza con las otras mujeres en un coche, Alicia considera que la palabra «esposa» nunca vinculó de forma más exacta el sonido al significado: durante esos fines de semana le escuece la piel de las muñecas, como por el roce del metal. Por la noche, en el hostal –las sábanas bastísimas–, Nando se muerde los labios y le tapa la boca para evitar que el ruido les delate, y al acabar le pregunta por qué evita siempre estos viajes, si le sientan tan bien.
De modo que día tras noche tras día tras noche tras día: unos calcados a los otros, sin una sola mañana en la que Alicia se finja enferma y decida pasear por la ciudad, sin una noche en la que la pesadilla de siempre no ocurra en su cabeza. Sus jefes –ha conocido a varios, siempre chicos antes algo más mayores que ella, ahora unos años más jóvenes, con la camisa dentro del pantalón– admiran que se mantenga años en el mismo puesto; algunos le preguntan si no se aburre de cobrar packs para el viaje, y ella responde que se siente feliz –lo valoran de forma especial: les reconforta la alegría suya, la de la vendedora de chocolatinas, Patricia te llamabas o no era así, eh, chica– y que con eso le basta. Uno de ellos quiso saber si Alicia no tenía sueños: si yo te contara, y pensó en el hombre que renquea, su cuerpo muerto girando sobre sí, pero el jefe de ese momento supuso en su cabeza apartamentos de lujo en el centro de la ciudad, meses en playas de aguas transparentes.
Opta por turno de mañana o de tarde sin modificar sus costumbres: si trabaja por la mañana, cada tarde recoge a Nando o espera a que avise con un timbrazo, y se reúnen en el bar mientras lloran los hijos de los otros; si trabaja por la tarde, invierte su tiempo de maneras más satisfactorias. Algunas mañanas se maquilla un poco –nunca sabe muy bien qué destacar: con los años se le acumula la grasa en las caderas y los muslos, ahí permanecen los ojos de rata que heredó de su madre, que su madre había heredado de su padre, o eso lamentaba el tío Chico–, camina hacia barrios que Nando jamás pisará, finge demasiado interés mientras toma café en un bar en el que aún no se incorporó la cocinera, ante el mostrador de una carnicería que cerrará dentro de un rato. Al principio se resistía con Nando en la ciudad, por miedo a que le descubriera, pero sucedió una vez: durante un papeleo en la Seguridad Social, un tipo que en la sala de espera se empeñó en contarle la novela que leía. Su cuerpo cada vez provoca en Alicia más vergüenza, así que no desperdició la oportunidad.
La glorieta de Atocha casi vacía, los pocos coches y los pocos peatones: quedan minutos para que se aclare el cielo. En la cuesta de Moyano, bajadas las persianas de los puestos, algunos puntos morados –las distingue de lejos, a las mujeres– apilando pancartas cerca del tiovivo. Ha escuchado en la tele algo sobre el día de hoy, pero enseguida se distrae, el semáforo cambia a verde, cruza a la estación, piensa en asuntos que le importan algo más.
María duerme bien, a pierna suelta. Al jubilarse guardó el despertador en una bolsa de plástico y lo colocó en la estantería de trueques de la asociación, para quien lo necesitase. Hacía años que no lo utilizaba –lo sustituyó, como todo el mundo, por la alarma del móvil–, pero le pareció un gesto simbólico, propio de una historia que ocurriese a otra: ahora que no lo usaré más, pensó, que sirva a alguien que sí deba madrugar, para que el objeto acompañe otra historia en la que alguien sale de casa cuando aún no amaneció. Casi siempre se despierta ella sola: le molesta algo de luz que se cuela entre las persianas, el ruido del agua en la ducha del vecino. Hace meses que preparan el día. Ayer por la noche, María recibió un whatsapp de una amiga: «no puedo creer q haya llgado». En asambleas, en reuniones sectoriales, María corrige el entusiasmo de las jóvenes: toda mi vida, los setenta años que voy camino de cumplir, los he vivido para despertarme hoy, salir a vuestro encuentro, caminar con vosotras. En la asociación escucha: la que quiera que haga huelga de trabajo, la que quiera que haga huelga de consumo, la que quiera que haga huelga de cuidados. Que cada una escoja la forma que le venga mejor, porque todas nos sirven y aquí no estamos para repartir carnés de feminista. Se va a enterar mi marido si no se encuentra el plato puesto. Pues entonces, Amalia, le preparas una fiambrerita con potaje y que se lo caliente. ¿Ni eso sabe? La semana que viene curso de microondas, nivel usuario. Yo voy a trabajar porque el día de sueldo no lo puedo perder, pero me uno a vosotras por la tarde en Atocha. ¿Y los cuidados de una misma sirven? Antes de venir me pienso meter en la bañera hasta ponerme como una pasa. Pues claro, hoy cuidados para ti y cuidados para las demás.
En la tarde de ayer se citaron en la asociación: unas se ocuparon de preparar bocadillos para quienes salieran hoy a la calle a informar a las mujeres que salían del supermercado o que habían decidido acudir al trabajo; otras descartaban los piquetes, pero se acercarían a primera hora a la sede para comentar qué ocurría en otras ciudades, en la suya propia. ¿Oír la radio es huelga? ¿Mirar internet es huelga? Destaparon un molde envuelto en papel de plata y se repartieron un bizcocho. Habían horneado empanadas, las chicas prepararon humus y guacamole, una de las veteranas hundió la cuchara en el cuenco de barro, igual que con una sopa o una crema: así no se come el humus, las chicas se burlaron. Aquello le pareció demasiado moderno, y pensó en su madre, que vivió la guerra, y no habría malgastado la comida así: pero de dónde sois, del delta del Nilo o de Carabanchel, aquí en Carabanchel los garbanzos en el cocido. Mientras rellenaban el pan de molde con chorizo y salchichón, lo cortaban en triángulos, los envolvían en plástico, guardaban los sándwiches en el frigorífico para repartirlos al día siguiente, María enumeraba las huelgas y las manifestaciones en las que no participó: las de los setenta con Suárez, la de antes de las elecciones y las de después, y la del No a la OTAN, la del 85 por las pensiones, la huelga del 88 y las dos de los noventa, las de Irak y el No a la guerra, la de 2010, las dos de 2012 –la que se hizo aquí contra Rajoy, y la europea–, el tren de la libertad por el aborto. A las mareas, recuerda otra de las chicas, ya universitaria, a las manifestaciones de la Marea Verde viniste, y María comenta que en una de ellas le preguntó una periodista si se manifestaba por su nieta, señalando a la hija de una amiga, y ella no supo reaccionar y contestó que sí, que por su nieta y por todas las amigas de su nieta, y las chicas del grupo joven de la asociación saludaron a cámara, sin desmentir que fuese sangre de la sangre suya. María pronunciaba con familiaridad los nombres y apellidos de aquellos nombres que formaban parte de su biografía –Felipe, Boyer, Aznar– y que jamás tendrían noticia de una mujer de setenta y muchos años que había emigrado a Carabanchel desde un barrio a medio construir en una ciudad del sur; una ministra de Zapatero les dio un premio a las mujeres de la asociación, pero ella no lo recogió. Se entregaba por la mañana y ella no pudo pedirse el día.
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