27/07/2023
Empieza a leer 'Lecciones' de Ian McEwan
Primero sentimos. Luego caemos.
JAMES JOYCE, Finnegans Wake
Primera parte
1
Este era un recuerdo insomne, no un sueño. Era la lección de piano otra vez: un suelo de baldosas naranja, una ventana alta, un instrumento de media cola en una habitación sin muebles cerca de la enfermería. Tenía once años e intentaba tocar lo que otros quizá conocieran como el primer preludio del Libro I de El clave bien temperado de Bach, versión simplificada, aunque él no sabía nada de eso. No se planteaba si era famoso u oscuro. No tenía cuándo ni dónde. Solo alcanzaba a concebir que alguien se había tomado en algún momento el trabajo de componerlo. La música sencillamente estaba aquí, un asunto de la escuela, o algo oscuro, como un pinar en invierno, exclusivo de él, de su laberinto privado de frío pesar. Nunca le dejaría marchar.
La profesora estaba sentada a su lado en la banqueta ancha. De cara redonda, erguida, perfumada, severa. Su belleza quedaba disimulada por su compostura. No regañaba ni sonreía nunca. Había chicos que decían que estaba loca, pero él lo dudaba.
Cometió el error en el mismo lugar, el que siempre cometía, y ella se le acercó más para mostrárselo. Notó su brazo firme y cálido contra el hombro, las manos, las uñas pintadas, justo encima de su regazo. Sintió un hormigueo tremendo que le impedía prestar atención.
–Escucha. Es un sonido lento, ondulante.
Pero mientras ella tocaba, no oía ninguna lenta ondulación. Su perfume abrumaba sus sentidos y lo ensordecía. Era un aroma empalagoso y torneado, como un objeto sólido, una suave piedra de río que se entrometía en sus pensamientos. Tres años después averiguaría que era agua de rosas.
–Prueba otra vez. –Lo dijo en un tono ascendente de advertencia. Ella tenía sentido musical, él no. Sabía que ella tenía la cabeza en otra parte y que la aburría con su insignificancia: otro niño manchado de tinta en un internado. Sus propios dedos pulsaron las teclas poco melodiosas. Atinó a ver el lugar difícil sobre la partitura antes de llegar a él, estaba ocurriendo antes de que ocurriera, el error se le abalanzaba, los brazos extendidos como una madre, dispuesto a guarecerlo, siempre el mismo error que lo iba a recoger sin la promesa de un beso. Y entonces ocurrió. Su pulgar tenía vida propia.
Juntos, oyeron las notas falsas fundirse con el silencio siseante.
–Lo siento –susurró para sí mismo.
El desagrado de ella llegó en forma de una rápida exhalación por las fosas nasales, un resuello inverso que ya había oído antes. Los dedos de la profesora buscaron la cara interna de su muslo, justo en el dobladillo de los pantalones cortos, y le pellizcaron con fuerza. Esa noche le saldría un diminuto cardenal azul. Tenía el tacto fresco cuando su mano ascendió bajo los pantalones hasta donde la goma elástica de los calzoncillos entraba en contacto con la piel. Se escabulló de la banqueta y se puso en pie, sonrojado.
–Siéntate. ¡Vas a empezar de nuevo!
Su severidad borró lo que acababa de pasar. Se había esfumado y él dudaba ya de su recuerdo. Vaciló ante otro más de esos tropiezos cegadores con las rarezas de los adultos. Nunca te decían lo que sabían. Te ocultaban los límites de tu ignorancia. Lo ocurrido, fuera lo que fuese, tenía que ser culpa de él, y la desobediencia no era propia de su naturaleza. Así pues, tomó asiento, levantó la cabeza hacia la hosca columna de claves de sol allí donde pendían en la partitura y acometió de nuevo la pieza, con más inseguridad incluso que antes. No podía haber ondulación, no en este bosque. Muy pronto se acercaba de nuevo al mismo lugar difícil. El desastre era ineludible y sabiéndolo lo confirmó al posar el estúpido pulgar cuando debería haberlo dejado quieto. Se interrumpió. La disonancia persistente sonó como su nombre pronunciado en voz alta. La maestra le agarró la barbilla entre el nudillo y el pulgar y le volvió la cara hacia ella. Hasta el aliento lo tenía perfumado. Sin apartar sus ojos de los de él, alargó la mano para coger la regla de treinta centímetros de la tapa del piano. Él no iba a dejar que le pegara, pero cuando se apartó de la banqueta, no vio lo que se avecinaba. Le alcanzó en la rodilla con el canto, no la parte lisa, y le escoció. Retrocedió un paso.
–Vas a hacer lo que se te diga y te vas a sentar.
Le ardía la pierna, pero no pensaba llevar la mano hasta allí, todavía no. La contempló por última vez, su belleza, la blusa ceñida de cuello alto con botones de perla, los pliegues diagonales en forma de abanico que formaban sus pechos sobre la tela bajo su mirada fija y correcta.
Huyó de ella a lo largo de una galería de meses hasta que tenía trece años y era tarde por la noche. Durante meses ella había figurado en sus fantasías previas al sueño. Pero esta vez era distinta, la sensación era salvaje, el frío vuelco en el estómago era lo que supuso que la gente llamaba éxtasis. Todo era nuevo, bueno o malo, y era todo suyo.
* * *
Traducción de Eduardo Iriarte Goñi
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