07/03/2022
Empieza a leer 'Lo que no vemos, lo que el arte ve' de Graciela Speranza
PRÓLOGO
«Allí donde está el peligro», escribió un poeta visionario, «crece también lo que salva.» Eso pensaba en los primeros meses de 2019, mientras escribía unas páginas esperanzadas sobre los once mil abetos blancos que la rumana Agnes Denes plantó en los noventa en una cantera de Finlandia para que dentro de cuatro siglos se convirtieran en un bosque primario, capaz de mitigar los efectos del descalabro climático. Era apenas una pieza en una sucesión de otras piezas que se iban encadenando sin un rumbo demasiado fijo, guiada por coincidencias, a veces sorprendentes a veces mínimas, como en la línea recta o de pronto quebrada de un dominó. Avanzaba a paso lento pero firme, llevada por el diálogo animado con cada obra, cada relato, cada imagen descubierta o recordada, pero también por la elocuencia casi mágica del montaje que habla en los intervalos. Si algo reunía las piezas o alentaba el avance era una urgencia, un llamado, una lente que desenfocaba casi todo lo demás, buscando atajos para volver visible la invisibilidad resistente de dos amenazas que nublan la imaginación del mañana: la inminencia cada vez más clara de un final acelerado por el maltrato suicida del planeta y la inmersión cada vez más inquietante en un mundo digitalmente administrado. Antes que en las cumbres de estadistas o las voces relegadas de la ciencia, confiaba una vez más en la potencia inagotable del arte para correr el velo y dar a ver lo que no se ve. Pero fue precisamente en esos días que sobrevino otra amenaza, más inminente y brutal, y el tiempo encapsulado de la obra de Denes, Tree Mountain – A Living Time Capsule, se volvió de pronto incierto, nebuloso, un tembladeral. ¿Cuatro siglos? Ahí donde está el peligro, ¿crece de veras lo que salva?
Más delgada que una milésima parte del ancho de una pestaña, la nueva amenaza era impalpable como las otras, pero tenía ahora un nombre propio, incluso dos, que la volvían más discreta, más real: COVID-19/SARS-CoV-2. Y aunque era literalmente invisible al ojo desnudo esta vez, fue cobrando con el tiempo formas más arteras de la invisibilidad. El encierro y la distancia fueron volviendo irremediablemente invisibles el avance silencioso del virus por las ciudades, el vértigo de las guardias, las unidades de terapia intensiva y las listas de los muertos, muertos solos entre fantasmas cubiertos de máscaras. Las metáforas bélicas vinieron a llenar el vacío, tratando de darle nombre al «enemigo invisible» y aunar esfuerzos en un «frente común de batalla», pero la misma idea del enemigo invisible invisibilizaba las causas larvadas del mal, la destrucción de los ecosistemas, el tráfico de especies silvestres, la cría industrial de animales. El virus microscópico sincronizaba al mundo entero en un hecho social total a una escala que ni siquiera Marcel Mauss, que le dio nombre, habría podido imaginar, pero solapaba al mismo tiempo una sincronización global anterior, una catástrofe ecológica a escala planetaria que en las últimas décadas había acabado por reunir lo que los mapas separan, el deshielo de los polos, los megaincendios de California, los corales blanqueados de Maldivas, las tormentas de arena en Beijing, los 53,2 °C en Kuwait o las sequías de Australia.
Difícil, imposible, componer el cuadro completo de una destrucción progresiva que se dispersa en el tiempo y el espacio, una lenta violencia –así la llama Rob Nixon– que no se percibe a simple vista y ni siquiera se percibe como violencia. Y sin embargo, en los primeros meses del encierro, el virus microscópico consiguió lo que ningún comité de científicos, ninguna cumbre climática, ningún activista, ningún pensador. El confinamiento nos sumió en un tiempo excepcional, una «paradoja temporal» que François Hartog describió como una oposición entre la urgencia –una forma concentrada del presente y la aceleración para salir de la crisis– y el retardo –una suspensión del tiempo del mundo para frenar la propagación del virus–, o incluso como «una suerte de kairós que vino a quebrar el curso del cronos, el tiempo cronológico ordinario.» Y más: la pandemia vino a recordarnos que, comparados con las formas microbianas de vida que subsisten en el planeta desde hace casi cuatro mil millones de años, los humanos, llegados hace solo trescientos mil, nacimos ayer, otro rizo temporal alarmante que los inmunólogos David Morens y Anthony Fauci resumieron con ironía sutil: «Decidir quién está al volante de la evolución bien podría ser una cuestión de perspectiva.» En el tiempo sin tiempo de la pandemia, las imágenes nunca vistas de Times Square, La Meca, la Plaza Mayor de Madrid, el Zócalo mexicano o la Plaza de Mayo porteña completamente desiertos trajeron un atisbo de un futuro posible, un mundo sin nosotros.
Pero la vida puertas adentro trajo otro inesperado anticipo del futuro. La inmersión cada vez más absoluta en un doble virtual del mundo se aceleró, no solo con los nuevos recursos de vigilancia biopolítica creados para rastrear la expansión del virus y controlar la circulación, sino con la explosión repentina de la comunicación virtual, el trabajo remoto, la educación a distancia, el comercio, la gestión pública y el entretenimiento digitales. Para preservar a los cuerpos de la enfermedad, tomamos distancia, evitamos el roce, nos alejamos de las cosas, postergamos los encuentros cara a cara, colmamos las horas del ocio con el río del streaming y cuadriculamos la vida comunitaria en la pantalla del zoom. Los algoritmos y las pantallas se enseñorearon de un mundo confinado, prisionero de su propia negligencia, su inercia, su desafección. ¿Cuatro siglos? Ahí donde está el peligro, ¿crece de veras lo que salva?
Mi dominó perdió impulso durante un tiempo. O, mejor, se estancó en el vacío de una de esas fichas con un doble blanco. Las amenazas se habían vuelto aún más flagrantes, el llamado más urgente y, sin embargo, las pantallas parecían haber venido a ampararnos, a conectarnos con el mundo distanciado. También el arte había quedado relegado a una efímera vida virtual o sumido en el silencio, con las obras condenadas al encierro, solas en grandes museos vacíos, arrestadas hasta nuevo aviso en cubos blancos vacantes. El arte era de pronto otro, un arte sin nosotros, mudo, hablando para nadie. Pero ¿qué podría decir el arte en medio de la catástrofe?
Fue en alguno de los días más oscuros del encierro cuando una obra del argentino Eduardo Basualdo, revisitada por azar en alguna pantalla, vino a recordarme que el arte es un reloj que adelanta, capaz de dar entidad material y visible a las metáforas, y abrirse infinitamente a las lecturas sin forzarlas. Y que la experiencia directa de una obra en tres dimensiones es irremplazable, empobrecida y mermada por la imagen plana de la pantalla. Comparada con otras obras suyas, El pacto (donde las aguas se juntan) (2013) es una pieza pequeña, pero le basta una cuerda negra de doscientos sesenta centímetros tendida con dos tensores entre paredes blancas para cifrar la inminencia de un desastre. Cuesta imaginar a qué remiten «el pacto» y «las aguas» del título porque la cuerda está a punto de romperse en el centro de la línea que dibuja en el aire, y por lo tanto la línea y la obra penden literalmente de un hilo, y ofrecen una metáfora sutilmente gráfica del mundo contemporáneo. No sabemos cuándo ni por qué ecuaciones precisas de la física la cuerda podría romperse, pero late la expectativa de una pequeña catástrofe, un modelo a escala reducida, si se quiere y sin proponérselo, de otros finales previsibles. También el futuro de la humanidad pende de un hilo. Y aunque la gran escala de los fenómenos que hemos desatado nos paraliza («hiperobjetos», los llamó Timothy Morton), aquieta pensar que el arte puede ver lo que no vemos y convertirse en caja de resonancia.
Releí las piezas que llevaba escritas como quien mira las fotos de un viaje y el recorrido me alentó. Cada obra a su manera, cada relato, hablaba del presente combinando materia, forma, sensibilidad, imaginación y visión como solo pueden hacerlo las obras que duran y seguirán hablando en el futuro. Todo lo que el arte y las ficciones me habían dado a ver y a pensar seguía ahí, nunca más oportuno con su gasto improductivo como un modelo alternativo al productivismo ciego que nos había traído hasta aquí, una lente privilegiada para cambiar la escala y recalibrar nuestro lugar en el planeta, un laboratorio vivo de inmersión en un mundo ya no centrado en el hombre sino abierto a la convivencia con los otros, una cohabitación multiespecie capaz de intensificar la presencia de todo lo que existe.
Llamé a la primera serie Hacer con el cosmos, una ambición a primera vista desmedida pero no para los artistas y los escritores de mi dominó, y a la siguiente, Detrás de la red. Porque si acabamos por aceptar el encierro con el consuelo del contacto virtual, nunca más oportuno atender a un arte que da a ver lo que esconden las metáforas gaseosas de la web y los algoritmos de la visión computarizada. «Solo vemos lo que nos mira», escribió Walter Benjamin citando a Franz Hessel, y cifró allí la filosofía del flâneur en la ciudad del siglo XIX. Pero la fórmula es otra en el siglo XXI: a menudo no vemos a quienes nos miran en dispositivos cada vez más alarmantes de vigilancia y control, y son las máquinas las que producen imágenes para otras máquinas, en una automatización de la visión que excluye al ojo humano. El arte y las ficciones de nuestro tiempo pueden iluminar la omnipresencia de nuestro inconsciente digital, extrañar los nuevos gestos con que hoy tocamos sin tocar y miramos sin ver, remedar nuestra experiencia del mundo real mediado por las pantallas y develar los alcances de un nuevo «capitalismo de la vigilancia» sin precedentes (así lo llama Shoshana Zuboff) y sus prácticas ocultas de extracción, predicción y comercio, que funcionan con la alegre aquiescencia de los usuarios. Y hay incluso inadaptados digitales que, sin renunciar a las herramientas cibernéticas, contrarían el frenesí de la web, renuevan sus medios y se renuevan con los estímulos creativos de sus fallos y sus imposibilidades.
El dominó retomó impulso y las piezas restantes se fueron encadenando con el tiempo en una última serie, Reconstrucciones. Porque era hora de tomar partido por las cosas, reconstruir, componer, y el arte y la literatura no dejan de crear artificios para volver a hacer lo real más real, imaginar nuevos atajos para traducir la experiencia infinitamente facetada del mundo contemporáneo.
El arte, a fin de cuentas, seguía siendo una especie de maná. Releí el tantas veces releído ensayo de Leo Steinberg, «El arte contemporáneo y la incomodidad del público», y su comparación final inspirada en un pasaje bíblico nunca me pareció más feliz. El arte de nuestro tiempo como una bendición, como un alimento en el desierto, de sabor y sentido imprecisables, creación de cada cual, una analogía que a Steinberg le había inspirado una especie de mandamiento: «Recójanlo cada día, cada cual en la medida que lo necesite, y no lo acumulen como si se tratara de un valor asegurado o una inversión para el futuro; hagan más bien de la recolección diaria un acto de fe.»
Terminé de escribir este libro a fines de diciembre de 2021, durante la interminable pandemia del covid-19 como un acto de fe.
LO QUE NO VEMOS. HACER CON EL COSMOS
Aunque el Perro semihundido es una obra bien conocida, me sorprendió no recordarla cuando volví a verla hace unos años en el Museo del Prado o, mejor dicho, comprobar que la había visto sin verla en otras visitas al Prado. Es una de las doce «pinturas negras» que Francisco de Goya pintó en las paredes de la Quinta del Sordo, donde se recluyó abatido y enfermo entre 1819 y 1823. La modernidad de esas composiciones nocturnas de figuras grotescas y formas caprichosas nunca deja de asombrarnos; cuesta creer que tienen casi dos siglos. Pero por algún motivo que solo razoné más tarde, el Perro semihundido ganó protagonismo y me recordó que todo el arte es contemporáneo y que el arte de ayer dice otras cosas hoy, como bien supieron Borges, Aby Warburg y antes todavía Pierre Menard, el aventurado creador de unos capítulos del Don Quijote de Cervantes.
Un perro, según el título del primer inventario, Un perro luchando contra la corriente, con más audacia interpretativa unos años más tarde, Perro semihundido por fin en el catálogo del Prado, parece independizarse del conjunto e incluso de la obra completa de Goya, suspendida en un limbo atemporal, distante y a la vez próximo. Es negra como las otras, sí, pero de otro modo, y en su ambigüedad casi abstracta parecen figurar amenazas veladas de nuestro tiempo. Porque ¿qué es precisamente lo que muestra? O mejor, ¿qué da a ver?, ¿qué oculta?
Una estructura elemental divide el fondo en una gran porción superior de un amarillo pálido con tintes ocres y dorados, y otra mucho menor abajo, de color marrón, a primera vista un barranco en un paisaje desolado del que asoma la cabeza de un perro, la única figura reconocible del cuadro. Hay una forma difusa que ensombrece la porción amarilla con una silueta vaga, pero lo que se impone en el conjunto es más bien la disposición y el juego de escalas. La altura de la tela casi dobla el ancho, con una forma inquietantemente oblonga que contraría la clásica disposición apaisada de los paisajes. Pero además la porción amarilla –el cielo, digamos– dobla varias veces en altura a la marrón inferior –¿un talud?, ¿un pantano?, ¿un lodazal?–, redoblando el pathos del perro que mira hacia arriba con unos ojos tristísimos, mientras se asoma, se esconde o se hunde –imposible saberlo– en el barranco. Tampoco sabemos qué ve y solo podemos intuir una amenaza en la sombra vaga.
A partir de unas placas fotográficas del siglo XIX, se conjeturó una hipótesis nada firme de que en el traspaso de la pared a la tela desaparecieron un promontorio más definido y un par de pajaritos pintados con apenas unos trazos. Pero lo único realmente visible que empequeñece al animal, lo abate, lo desespera o lo aplasta es la escala, la desproporción entre la pequeña cabeza que emerge y esa masa imprecisable que pende sobre él: ¿un desprendimiento?, ¿una tormenta?, ¿una avalancha? Puede que lo que el perro realmente busca mirando hacia arriba sea auxilio, una tabla de salvación que lo libere de algo que lo retiene, lo empuja hacia abajo y amenaza sumergirlo. Y también es posible que la escala de la amenaza sea todavía mayor y el perro esté en medio de una catástrofe, un cataclismo, el apocalipsis. O, más aún, que todo eso ya haya sucedido y el perro sea el único sobreviviente en un mundo posapocalíptico. La fuerza e incluso la belleza de la obra, en cualquier caso, parecen anidar precisamente en lo que no vemos, en una suerte de invisibilidad visible o en la tensión entre figuración y abstracción que resuelve de un modo metafórico lo que la célebre serie de aguafuertes de Goya inmediatamente anterior, Desastres de la guerra (1810-1820), representaba con ochenta y tres estampas de escenas históricas. Aunque en esa serie estremecedora Goya invitaba a mirar las atrocidades de la guerra durante la invasión napoleónica, jugaba también con lo que no vemos en el fuera de campo. Pero la violencia o las amenazas se vuelven más inquietantes en Perro semihundido, una obra más madura que, con una cierta pulsión hacia la abstracción, excede su tiempo, nos alcanza y podría figurar la desazón contemporánea.
Como la sombra vaga que pende sobre el perro, las amenazas que se ciernen sobre el hombre y el planeta en el siglo XXI responden a fenómenos coincidentemente opacos, que operan a gran escala, enmascarando las causas y la verdadera dimensión de sus efectos. Dos de las más acuciantes –la perspectiva de una catástrofe ambiental y la inmersión cada vez más absoluta en un doble digital del mundo–, de hecho, operan a una escala global que nos empequeñece, nos paraliza o nos deja inermes como al perro de Goya. Pero hay algo más que nos acerca a su desamparo: la imaginación del fin nos hermana en el mismo barco desnortado con otras especies, nos acerca al animal semihundido y nos aúna en una coalición sin precedentes, que no solo congrega a la humanidad completa sino también al mundo animal, vegetal, mineral y a la propia atmósfera que el hombre subordinó a su poderío, y hoy peligran si no se redefinen las condiciones que hagan posible la coexistencia en el planeta. No sorprende que una nueva y controvertida corriente filosófica, el realismo especulativo, aspire en el nuevo milenio a concebir una «ontología plana» y una «democracia de los objetos» que desestimen la centralidad del hombre en el universo. Y todavía algo más que seguramente recordé también frente a la obra de Goya: es precisamente el perro la especie que la bióloga y filósofa norteamericana Donna Haraway elige como ejemplo privilegiado en su Manifiesto de las especies de compañía, en el que invita a abandonar la división entre naturaleza y cultura, y propone a la especie de compañía (como antes lo había hecho con el cyborg en su Manifiesto cyborg) como metáfora de la hibridez, la conexión, la coevolución y la cohabitación posible entre el mundo y el hombre. Al «devenir» deleuziano, Haraway le agrega el «devenir con» otros –humanos y no humanos, orgánicos y maquínicos–, como un modelo próspero de relaciones efectivas de hibridación, cohabitación e interdependencia con el otro, capaz de alumbrar una ética y una política comprometidas con el florecimiento de una otredad significativa.
La opacidad y complejidad de los fenómenos que han transformado el mundo en las últimas décadas, en cualquier caso, nublan la imaginación del futuro. «Hiperobjetos», los llamó Timothy Morton, para caracterizar la peculiaridad de esos objetos viscosos, «no-locales», que involucran una temporalidad radicalmente distinta de las temporalidades a escala humana, y ocupan una fase espacial de alta dimensionalidad, que los vuelve invisibles a los humanos. La propia infraestructura que caracterizó al siglo XX –autopistas, telecomunicaciones, redes ferroviarias y organismos públicos– se ha invisibilizado en el nuevo siglo, con cables submarinos de fibra óptica, grandes centros de datos en el polo norte, la vigilancia satelital, los superpoderes de las redes sociales y las tecnologías financieras digitales, que existen fuera de nuestro campo de visión y nuestro entendimiento. James Bridle habla incluso de una nueva «Edad oscura» en la que la visión se ha vuelto paradójicamente ciega: todo está iluminado pero no lo vemos, todo es computacionalmente eficiente pero incomprensible para los no iniciados. Pero si algo me recordó la obra de Goya es que cabe a la imaginación artística correr el velo y atisbar configuraciones todavía inaccesibles a otros lenguajes. Y aunque el arte, por definición, vuelve visible lo que no se ve y se vuelve político en el develamiento, lo mueve ahora un apremio mayor que magnifica la empresa, una urgencia cosmopolítica.
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