30/10/2024
Empieza a leer 'Lo que sé de los vampiros' de Francisco Casavella
A la memoria de Gisleno, mi padre:
único como su nombre
¿Es posible que haya vampiros en este nuestro siglo XVIII,
tras el reinado de Locke, de Shaftesbury, de Trenchard y de
Collins? ¿Y en el reinado de D’Alembert, de Diderot, de Saint-
Lambert y de Duclos se cree en la existencia de vampiros? [...]
El resultado de todo es que una gran parte de Europa estuvo
infestada de vampiros, y que hoy ya no existen; que hubo
jansenistas en Francia durante más de veinte años, y que hoy
ya no los hay; que resucitaron muertos durante algunos siglos,
y que hoy ya no resucitan; que tuvimos jesuitas en España, en
Portugal, en Francia y en las Dos Sicilias, y que ya no los tendremos
más.
VOLTAIRE, Diccionario filosófico
(s.v. «Vampiros»)
Tuve miedo porque estaba desnudo, y me escondí…
Génesis, 3, 10
POR EL REY DE PRUSIA
1
Aún no ha empezado la batalla y la nieve huele a sangre. Al frente de su caballería, muy derecho en la montura, el rey admira lo que en breve será campo de fuego. Desenvaina el sable, vira grupa hacia sus filas para ordenar una carga y solo entonces descubre lo imperdonable más allá de tricornios, banderas y capotes relucientes. El monarca pica espuela y cabalga entre el vapor de cien alientos hasta alcanzar al oficial que recula y tiembla. La mirada del rey es Desdén Luminoso; su voz, la Voz del Destino; sus palabras, el Martillo del Tiempo:
–¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?
El rey es Federico de Prusia. El oficial, uno de tantos. La batalla, Leuthen. «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?» El joven oficial sabe inútil cualquier respuesta; domina el miedo, acepta la vergüenza y se lanza contra las filas austriacas para jugar los albures del plomo y del acero. El regimiento sigue con ímpetu y alarido al cobarde transfigurado, y los jinetes pasan ante Federico con estrépito de ventisca. Cuando ya solo le rodea su guardia y a lo lejos retumba el primer choque, Federico observa los cien caminos de huellas que se unen y deslindan hasta una trémula visión de caballos volcados, humo y súbitas erupciones de escarcha rojiza. No hay imprevistos esta vez; todo fluye según la estrategia. Y la nieve huele mucho a sangre. Y la sangre huele a esturión. A esturión podrido. O a estiércol. O a savia de pino tronchado. O a la espuma enjabonada que, cuando era niño, flotaba en la bañera con curvas de cisne.
No hay duda: los fervores de la guerra alteran el olfato. Su médico tendrá que verle. Hará llamar a su médico…
2
Para asimilar la grandeza de esa gloriosa jornada del 5 de diciembre del año del Señor de 1757 es necesario retroceder unas horas.
En las afueras de Leuthen, una pequeña ciudad al oeste de Breslau, está acampado y espera órdenes el ejército austriaco. Si la información que los espías han facilitado a los generales de María Teresa es concisa y fiable, y lo es, el ejército imperial supera al prusiano en número, armas y vitualla. En cuanto reciban la orden, los austriacos emplearán la estrategia de los accesorios para golpear una vez y otra la intendencia del adversario hasta destruir o agotar sus recursos. Pero aún no ha amanecido cuando Federico desborda las posiciones austriacas.
Como suele decir el monarca: «Si se gana algo siendo honrado, seremos honrados. Si es necesario engañar, engañaremos».
Y se engaña; porque la estratagema de Leuthen rompe los tácitos acuerdos del antiguo decoro militar. Tras una carga de caballería por el flanco derecho («¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?»), las huestes de Federico se sirven de la niebla para golpear el flanco izquierdo de los austriacos mediante orden de combate oblicuo. De acuerdo con esa táctica, la infantería avanza escalonada en una suerte de trampantojo; así el enemigo ve lejos la tormenta cuando la tiene encima. Con una velocidad para reagruparse que esa mañana se volverá legendaria, los prusianos ya están matando austriacos cuando estos aún se hallan en tiras y aflojas con las cantineras.
Porque el lento sistema militar de Austria es calcado a su protocolo imperial: formaciones inacabables, lenta administración de convoyes de abastecimiento, minuciosa distribución de las órdenes del alto mando… Debido al malicioso ataque por sorpresa, los austriacos no han hecho más que tropezar unos con otros y las consecuencias han sido el caos, el exterminio y la desbandada. Esa misma noche, sobre el campo de romerías de Leuthen yacen diez mil hombres del ejército imperial. Once mil son apresados. Las tropas de Federico toman como botín ciento dieciséis cañones y cincuenta y cinco banderas. A la mañana siguiente, por el camino a Breslau marcha en columna el idóneo ejército con los estandartes del águila coronada sobre miles de casacas de un azul intenso que quizá se llame «prusia» desde entonces. El ritmo de tambores y canciones rompe el silencio del bosque. Los árboles desnudos se elevan en las orillas como blancas alabardas de honor al paso de la victoria. El mismo Federico encabeza ese prodigio, la espalda vibrante, el caballo a trote corto.
Solo un lobo de orejas tiesas se agazapa entre la hojarasca; se aterroriza ante el inusitado desfile, surgido de la nada y que a la nada se encamina, mientras perturba su mundo con cadencia unánime y macabra.
3
Tras la serie de derrotas que hace unos meses auguraban el desastre, han llegado para Prusia las victorias de Rossbach, sobre los franceses, y la infligida a los austriacos en Leuthen. La contienda ha dado un vuelco y Federico se alza ahora como el rival más vigoroso en las guerras que unos llamarán de Hanóver y otros de los Siete Años. Prusia es un reino joven, fuerte y ya no tan pequeño; eso satisface a sus aliados sobre una cautela que susurra Se battre pour le roi de Prusse, o dicho de otro modo, combatir para nada. Pero si valoramos que, en el bando contrario, Madame de Pompadour emplea lunares postizos para señalar a sus generales la situación de las tropas, no ha de sorprender que entre los prusianos y sus aliados cunda la euforia.
En mayo de 1758, presente aún la hazaña de Leuthen, está en su cenit el orgullo de los regimientos acantonados junto a las murallas de Neisse, Silesia, la frontera entre Prusia y el imperio austriaco. En esa guarnición, los soldados prusianos van y vienen bajo la mirada de sargentos que manejan duramente los bastones. La mayoría de los reclutas son prisioneros del ejército enemigo; almas perdidas, en verdad, de todos los reinos de Europa, a quienes ahora congrega una nueva y exigente disciplina.
Los sargentos caminan entre la formación dando voces rituales que saben de efecto seguro entre la chusma. Enumeran las instrucciones: un segundo para el paso corto y el paso ordinario, los cuales se han de ejecutar mediante dos pasos redoblados; el paso oblicuo se hará en un segundo justo, pero dejando diez pulgadas de un talón a otro. Y llega el bastonazo. ¿Por qué? Porque no se ha ejecutado el paso regular con la frente y la cabeza altas, el cuerpo derecho, el equilibrio sobre una sola pierna, la otra hacia delante, la corva tensa, la punta del pie un tanto hacia fuera. Pero sin exagerar. Bastonazo. Sin exagerar, he dicho. Bastonazo.
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