29/01/2024
Empieza a leer 'Los guapos' de Esther García Llovet
1
Blancas, grises y rubias de bote, feas, las mechas de Ocho el gato montés se enredan en un torbellino de pelo largo y sucio, tieso, a cada voltereta escupe agujas de pino y hierba, cáscaras de piña seca. Ocho se retuerce, se araña la cabeza intentando arrancarse una corona de cartón del Burger King ajustada con una goma bajo las orejas mordidas en cien peleas de gasolinera de carretera, se encoge, salta otra vez, se aparta la corona hacia atrás, estira el cuerpo erizado como de un calambrazo, al borde de la piscina donde las gotas de lluvia fina, estrecha, repican y estallan contra la superficie como agua hirviendo. Hojas secas, colillas. Tapones de cerveza. Ocho suelta un bufido. Golpea la cabeza contra el suelo de cemento y la corona se desprende, sale disparada. Ocho se queda quieto de golpe, inmóvil, duro. Tiene un ojo rojo, se lame un raspón, enseña los dientes, el colmillo de oro. Mira a un lado y a otro lado, se da cuenta de que está lloviendo a mares, se aleja ligero, elástico, silencioso hacia el fondo del camping inundado y desierto. Es octubre.
La corona se queda hecha pedazos, ahí tirada, como las otras veces.
2
–Esta broma la van a pagar muy cara.
Eso ha oído Adrián a su espalda. A su espalda, detrás de él, ahí de pie al borde de la carretera de quinta división, de dos carriles malamente parcheados, y por la que en el rato que lleva no han pasado más que un camión renqueante cargado de calabazas de los hermanos Grimm y un Tesla a mil, y muchas motos, lo que tiene es la enormidad salvaje de la Dehesa en el Parque Natural de la Albufera, la Gran Pinada, el Parque Jurásico más grande del Mediterráneo. Que empieza sin compasión, a lo bestia, en el mismo bordillo de la acera encharcada. Mira detrás de él para ver quién ha hablado pero es imposible que haya nadie ahí, dentro de la arboleda de pinos. La vegetación es tan abundante que apenas cabe un brazo. Una espesura húmeda, pulposa, desordenada, con velos sucesivos de sombras cada vez más densas incluso ahora, a plena luz del mediodía valenciano. Una penumbra que se lo traga todo salvo el sonido, las voces que rebotan contra la empalizada de maleza. Así que ha sido un eco, lo que ha oído Adrián. Se vuelve a mirar al otro lado de la carretera donde justo enfrente hay un hombre de unos setenta y una niña saliendo de un camping.
–No es una broma –dice la niña–. Es un misterio.
–Cada día estás más chalada.
Los árboles devuelven otra vez el eco de sus voces adolescentes, aunque ninguno de los dos lo sea. Adrián les lanza un silbido, levanta el brazo, lleva un billete de cincuenta en la mano:
–¿Tenéis cambio?
El hombre, alto, puro hueso, con el pelo blanco recogido en una coleta y unas gafas de mil dioptrías, tarda unos segundos en contestar.
–Mira a ver en la gasolinera –le dice señalando hacia atrás, luego se vuelve a la niña y echan a andar hacia la parada del bus, los dos con las manos en los bolsillos–. Un misterio, dice. Otra tontería como esta y aquí arde Roma.
* * *
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