18/04/2023
Empieza a leer 'Los postigos verdes' de Georges Simenon

 

PRIMERA PARTE

I

Qué curioso. La oscuridad que le rodeaba no era la oscuridad inmóvil, inmaterial, negativa, a que está uno acostumbrado. Le recordaba más bien la oscuridad casi palpable de ciertas pesadillas de su infancia, una oscuridad maligna, que algunas noches le asaltaba a oleadas o trataba de asfixiarlo.

—Puede relajarse.

Pero aún no podía moverse. Sólo respirar, lo cual ya era un alivio. Tenía la espalda apoyada en una mampara lisa cuyo material no habría podido determinar, y contra su pecho desnudo sentía el peso de la pantalla, cuya luminosidad permitía adivinar la cara del doctor, inclinada sobre él. ¿Sería a causa de ese resplandor por lo que la oscuridad circundante parecía hecha de nubes blandas y envolventes?

¿Por qué se le obligaba a permanecer tanto rato en una postura tan incómoda, sin explicación alguna? Hacía un momento, en el diván de cuero negro, en la consulta, conservaba su libertad de espíritu, hablaba con su auténtica voz, su voz grave y ruda de la escena y la ciudad, divirtiéndose en observar a Biguet, el famoso Biguet que había sido y seguía siendo el médico de casi todos los personajes ilustres.

Era un hombre como él, aproximadamente de su edad, salido también de la nada, un campesino, su madre era sirvienta en una granja del Macizo Central.

No tenía la voz de Maugin, ni su estatura, su anchura de hombros, su ancha jeta cuadrada, pero, fornido, de pelo hirsuto, conservaba las trazas de sus orígenes y seguía arrastrando las erres.

—¿Puede usted quedarse exactamente como está unos minutos?

Maugin tuvo que toser para aclararse la garganta y contestar que sí. Pese a su semidesnudez y el frío contacto de la pantalla, unas gotas de sudor le perlaban la piel.

—¿Fuma mucho?

Le dio la impresión de que el doctor le hacía esa pregunta sin necesidad, sin convicción, sólo para que se sintiera cómodo, y se preguntó si iba a hacerle otra, más importante, que estaba esperando desde que empezó la consulta.

No era una visita cualquiera. Eran las siete de la tarde y la secretaria del médico se había ido hacía rato. Maugin conocía a Biguet por haber coincidido con él dos o tres veces, en algún estreno o alguna recepción. Hacía un rato, de pronto, y cuando hacía tiempo que lo pensaba, se había decidido a telefonearle.

—¿Le importaría echarle un vistazo a mi corazón?

—Está usted actuando estos días, ¿verdad?

—Todas las noches. Y con matinal los sábados y domingos.

—¿Y está rodando algo?

—A diario, en el estudio de Buttes-Chaumont.

—¿Le iría bien pasar por mi consulta entre las seis y media y las siete?

Se había hecho llevar en el coche del estudio, como de costumbre. Esa cláusula estaba estipulada en todos sus contratos, y le ahorraba el gasto de un coche y un chofer, porque no había aprendido a conducir.

—¿Al Fouquet’s, señor Émile?

A la gente que tenía frecuente contacto con él les parecía ingenioso llamarle señor Émile, como si el apellido Maugin les viniera grande. Algunos, que sólo habían coincidido con él un par de veces, exclamaban cuando se hablaba de él: «¡Ah, sí! ¡Émile!».

Había contestado que no. Llovía. Hundido en el capitoné del coche, observaba sombríamente las calles mojadas, las luces deformadas por el cristal, los escaparates, primero los pobres y de una fea banalidad de los barrios populosos—lecherías, panaderías, tiendas de comestibles y bares,

sobre todo bares—y luego los de las tiendas más lujosas del centro.

—Déjame en la esquina del boulevard Haussmann con la rue de Courcelles.

De sopetón, cuando atravesaban la place de Saint-Augustin, la lluvia arreciaba tan intensamente, en gruesas gotas que rebotaban, que el adoquinado parecía la superficie de un lago.

Había dudado. Era fácil hacer parar el coche delante de la casa del doctor. Pero sabía muy bien que no lo haría. Eran las seis cuando se había tomado dos vasos de vino en su camerino del estudio, y ya empezaba el malestar, un vértigo, una angustia en el pecho, como antaño cuando tenía hambre.

—¿Se baja aquí?

El chofer estaba sorprendido. En la esquina de la calle no había más que una sastrería con los postigos cerrados. Pero unas casas más allá, en la rue de Courcelles, Maugin había reconocido la puerta acristalada de un bar frecuentado por taxistas. No había querido entrar en presencia de Alfred. Había esperado un poco, de pie, enorme, en la esquina del bulevar, con el ala del sombrero, que llevaba alzada, rebosando ya de agua que le chorreaba sobre los hombros.

El coche se había alejado, pero se había detenido unos metros más allá, precisamente, delante del bar, en el que Alfred, con la cabeza gacha y los hombros encogidos, se había precipitado.

¿Tendría sed también o necesitaba cigarrillos? Al abrir la puerta, Alfred se había vuelto en dirección a Maugin, que para disimular se había dirigido al primer gran portal, como si fuera allí a donde iba, y luego, una vez dentro, había esperado, en la oscuridad de la entrada, a que se alejara el coche.

Después había entrado en el bar, en el que cesaron las conversaciones y todo el mundo se le quedó mirando, y él, con gesto hosco y voz ronca, había dicho entre dientes:

—¡Un tinto!

—¿Burdeos, señor Maugin?

—He dicho un tinto. ¿No hay tinto a granel, aquí?

Había bebido dos vasos. Siempre bebía dos, uno tras otro, ambos de un trago. Tuvo que desabrocharse el abrigo para sacar dinero suelto del bolsillo.

¿Le habría olido el aliento, el doctor Biguet, antes, cuando le auscultaba? ¿Le haría la misma pregunta que los demás? ¿Se habría dado cuenta de que desde que Maugin tenía el torso inmovilizado entre dos planchas rígidas, y la oscuridad le cegaba, ya no eran dos hombres que pudieran considerarse iguales?

* * *

Traducción de Caridad Martínez

* * *

Los postigos verdes

 

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