20/09/2022
Empieza a leer 'Los reyes de la casa' de Delphine de Vigan

 

 

BRIGADA CRIMINAL – 2019

 

DESAPARICIÓN DE LA NIÑA KIMMY DIORE

 

Asunto:

Transcripción y descripción de las últimas stories de Instagram colgadas por Mélanie Claux (apellido del marido: Diore).

 

 

STORY 1

Difundida el 10 de noviembre, a las 16.35 h Duración: 65 segundos

 

El vídeo está grabado en una tienda de zapatos.

Voz de Mélanie: «Queridos, ¡acabamos de llegar al Run-Shop para comprarle a Kimmy unas zapatillas nuevas! ¿Verdad que necesitas unas zapatillas nuevas porque las que tenías empezaban a apretarte un poco, pichoncito? (La cámara del teléfono móvil se vuelve hacia la niña, que tarda varios segundos en asentir, sin demasiada convicción.) Pues aquí tenéis los tres pares de la talla 32 que Kimmy ha seleccionado. (En la imagen aparecen los tres pares alineados.) Os las enseño más de cerca: unas Nike Air doradas de la nueva colección, unas Adidas con sus tres rayitas y unas sin marca con la puntera roja... Vamos a tener que decidirnos y, como bien sabéis, Kimmy odia elegir. Así que, queridos, ¡contamos con vosotros!»

 

Sobreimpresionado en la pantalla aparece un minisondeo: «¿Cuáles debería escoger Kimmy?

A) Las Nike Air

B) Las Adidas

C) Las que tienen el mejor precio.»

 

Mélanie vuelve a dirigir la cámara hacia sí misma y concluye: «Ay, queridos, ¡menos mal que estáis ahí y sois vosotros quienes decidís!»

 

 

Dieciocho años antes

 

El 5 de julio de 2001, día de la final de Loft Story, Mélanie Claux, sus padres y su hermana Sandra se encontraban sentados en su lugar habitual frente al televisor. Desde el 26 de abril, cuando empezó el concurso, la familia Claux no había fallado a su cita ni un solo jueves por la noche en horario de máxima audiencia.

A pocos minutos de su liberación, tras setenta días encerrados en un chalet prefabricado –con jardín falso y gallinero auténtico–, los cuatro últimos candidatos estaban reunidos en el amplio salón, los dos chicos juntos en el sofá blanco y las dos chicas sentadas a ambos lados en sendos sillones a juego. El presentador, cuya carrera acababa de tomar un rumbo tan fenomenal como imprevisto, recordó con entusiasmo que había llegado –al fin– el momento crucial, tanto tiempo anhelado: «Empiezo a contar desde diez... ¡y cuando diga cero os quiero fuera!» Preguntó por última vez si el público estaba dispuesto a acompañarlo y empezó la cuenta atrás, «diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco», respaldado por un coro dócil y vehemente. Los candidatos se apresuraron hacia la salida, maleta en mano, «cuatro, tres, dos, uno, ¡cero!». La puerta se abrió como empujada por una corriente de aire y estalló una ovación unánime.

El presentador tuvo que desgañitarse a partir de entonces para sobreponerse al alboroto de la muchedumbre congregada en el exterior y al clamor del público impaciente que llevaba más de una hora esperando en el plató. «¡Ya han salido! ¡Están llegando! ¡Tras setenta días, Laure, Loana, Christophe y Jean-Édouard vuelven a la tierra!» Un plano general mostró repetidas veces los fuegos artificiales lanzados desde el tejado del inmueble que los había albergado durante aquellas largas semanas, mientras los cuatro finalistas recorrían la alfombra roja desplegada para la ocasión.

Ya estaban fuera, sí, pero el exterior era extrañamente parecido al interior. Una horda sobreexcitada se apretujaba contra las vallas, los fotógrafos intentaban acercarse, personas desconocidas les imploraban autógrafos, los periodistas tendían los micrófonos. Algunos enarbolaban banderolas o pancartas con sus nombres, otros los grababan con pequeñas cámaras (pues los teléfonos móviles eran por entonces unos aparatos rudimentarios que solo servían para hacer llamadas).

Lo que les habían prometido se había hecho realidad. En pocas semanas, se habían vuelto famosos.

Los cuatro candidatos desfilaron entre sus fans escoltados por guardaespaldas, mientras el presentador seguía analizando su avance, «están a escasos metros del plató, atención, están subiendo las escaleras», sin que la redundancia entre la imagen y el comentario redujese lo más mínimo la tensión dramática, sino todo lo contrario, dándole de pronto una dimensión inédita, subyugadora (un procedimiento que sería explotado en sus más diversas formas durante décadas). Los gritos arreciaron y un telón negro se abrió para dejarlos pasar. En el plató, donde los esperaban sus familiares y los otros nueve candidatos (que habían abandonado la casa por propia voluntad o tras ser eliminados en semanas anteriores), los nervios estaban a flor de piel. En medio de un ambiente caldeado y de un desorden creciente, la muchedumbre empezó a corear un nombre: «¡Loana! ¡Loana!»

Coincidiendo con el público, los Claux querían que ganara Loana. A Mélanie le parecía sencillamente estupenda (con sus pechos operados, su vientre plano, su piel morena) y a Sandra, dos años mayor, le impresionaban su soledad y su aire melancólico (la muchacha se había visto desplazada al principio por su forma de vestir y luego, a pesar de su aparente integración, había continuado siendo la destinataria principal de rumores y cuchicheos). Aunque apenada por la eliminación de Julie, una joven candidata simpática y alegre, que era de lejos su favorita, la señora Claux no había podido evitar emocionarse con la historia de Loana –marcada por una infancia difícil y con una hijita entregada a una familia de acogida–, que la prensa del corazón había aireado a los cuatro vientos. Por lo que respecta al padre, Richard, solo tenía ojos para la hermosa rubia. Las imágenes de Loana en shorts, en minifalda, con la espalda al descubierto o en bañador y con aquella sonrisa desencantada lo perseguían por las noches y a veces incluso a lo largo de todo el día. La familia Claux al completo estaba de acuerdo en eliminar a Laure, a quien veían demasiado pija, y a Jean-Édouard, el niño consentido, inconsecuente y estúpido.

Poco después, cuando los dos vencedores habían sido ya elegidos por los telespectadores y se dirigían todos juntos al lugar secreto donde debía proseguir la velada, una comitiva de coches negros y de motoristas equipados con cámaras abandonó la Plaine Saint-Dennis. Un despliegue técnico digno del Tour de Francia. Aprovechando los semáforos en rojo, algunos micrófonos se colaron por las ventanillas bajadas para captar las impresiones de los ganadores.

«¡Esto me recuerda cuando Chirac ganó las elecciones!», comentó el presentador, cuyo maquillaje no conseguía ya disimular su agotamiento.

En las proximidades de la Place de l’Étoile se formó un atasco. La muchedumbre llegaba a la Avenue de la Grande Armée desde todas las calles adyacentes y algunos abandonaban sus vehículos para acercarse a los concursantes. A la entrada de la discoteca, centenares de curiosos los estaban esperando.

«Todo el mundo nos quiere, ¡es genial!», le dijo Christophe, uno de los dos ganadores, a la presentadora que la cadena había enviado para cubrir la noticia.

Loana bajó del coche, vestida con un top de ganchillo rosa pálido y unos vaqueros desteñidos. Irguiéndose sobre sus tacones de cuña, desplegó su espectacular cuerpo y observó a su alrededor. Hubo quien percibió en su mirada una suerte de ausencia. O de perplejidad. O bien el trágico anuncio de un destino.

Mélanie Claux tenía entonces diecisiete años y acababa de terminar 1.º de Bachillerato humanístico en el instituto Saint-François-d’Assise de La Roche-sur-Yon. De carácter más bien introvertido, tenía pocos amigos. Aunque nunca creyó realmente que su futuro dependiera del improbable éxito de sus estudios, siempre se mostró como una alumna aplicada y obtuvo unos resultados correctos. Lo que más le gustaba era la televisión. La sensación de vacío que sentía sin poder describirla, como una suerte de inquietud o de miedo a que la vida se le escapara entre las manos, una sensación que en ocasiones se abría paso en su vientre como un pozo estrecho y sin fondo, no desaparecía hasta que no se sentaba frente a la pequeña pantalla del televisor.

A cientos de kilómetros de allí, en Bagneux, a las afueras de París, Clara Roussel miraba sola y a hurtadillas la final de Loft Story. A las puertas del Bachillerato, su innegable facilidad para el estudio y el nivel mediocre de sus compañeros de clase le permitían obtener unos resultados satisfactorios sin dar un palo al agua. Le interesaban más los chicos, con predilección por los rubios de pelo corto: un perfil en el que la competencia le parecía menos dura, pues por entonces triunfaban los morenos de pelo negro. La forma que tenía de expresarse –a menudo se metían con ella por el vocabulario que utilizaba y por su afición a las frases alambicadas–, impropia de su edad, suponía una buena baza en materia de seducción. Sus padres, una pareja de profesores muy comprometidos con la vida local y asociativa, pertenecían desde su fundación al colectivo Sonreíd, que os graban (una asociación de personas deseosas de no sucumbir a una sociedad dominada por la tecnología represiva, muy activas en la lucha contra cualquier forma de videovigilancia), un colectivo que había animado a los telespectadores a boicotear el programa y, varias semanas atrás, a vaciar sus basuras frente a la sede central de la cadena M6. Aquel día tiraron huevos, yogures, tomates y montones de desechos. Por supuesto, los padres de Clara participaron en la acción y luego se sumaron a otra ambiciosa operación orquestada por Zaléa TV (una cadena alternativa que llevó a cabo a principios de siglo un experimento inédito de televisión libre). Al menos doscientos cincuenta militantes consiguieron acercarse al chalet para liberar a los concursantes. Incluso llegaron a superar un primer muro de protección. Philippe, el padre de Clara, apareció en un pequeño reportaje emitido en el telediario de France 2.

«La Cruz Roja entra en los campos de prisioneros, ¡nosotros reclamamos el mismo derecho! Están mal alimentados, agotados, expuestos a la luz de los focos, se pasan el día llorando, ¡liberad a los rehenes!», exigió ante el micrófono de una periodista.

«¡Soltad a las gallinas!», gritaron a coro cuando una barrera de antidisturbios les impidió seguir avanzando.

Huelga decir que a los padres de Clara, que la noche de la final estaban en una reunión del colectivo debatiendo sobre el tema «¿En qué sociedad queremos vivir?», no les habría hecho ninguna gracia saber que su hija de apenas quince años iba a aprovechar su ausencia para arrellanarse en el sofá y tragarse el diabólico programa, síntoma evidente de un mundo donde todo se había vuelto mercancía, gobernado por el culto al ego.

Once millones de telespectadores siguieron aquella noche la final de Loft Story. Nunca una emisión televisiva había suscitado semejante pasión. La prensa escrita había empezado opinando profusamente sobre la llegada del nuevo formato a Francia, para poco a poco, de sorpresa en sorpresa y de revelación en revelación, dejarse atrapar en sus redes, dedicándole portadas, crónicas y debates. Durante varias semanas, sociólogos, antropólogos, psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, periodistas, editorialistas, escritores y ensayistas estuvieron desmenuzando el programa y los motivos de su éxito.

«Habrá un antes y un después», podía leerse aquí y allá.

Querían salir en la tele para darse a conocer. Ahora eran conocidos por haber salido en la tele. Serían para siempre los primeros. Los pioneros.

Veinte años después, los momentos estelares de la primera temporada –la célebre «escena de la piscina» entre Loana y Jean-Édouard, la entrada de los candidatos en el chalet y la final al completo– podían verse en YouTube. En uno de los vídeos, el primer comentario de un internauta resonaba como un oráculo: «La época en que abrimos las puertas del infierno.»

Tal vez fue, efectivamente, a lo largo de aquellas semanas cuando todo empezó. La permeabilidad de la pantalla. El tránsito posible entre quien mira y quien es mirado. La voluntad de ser visto, reconocido, admirado. Una idea al alcance de todos, de cada uno de nosotros. Se acabó la necesidad de construir, de crear, de inventar para tener derecho a nuestros «quince minutos de fama». Bastaría con mostrarse y permanecer en el encuadre, frente al objetivo.

La llegada de nuevos soportes no tardaría en acelerar el fenómeno. A partir de entonces, la gente existiría gracias al incremento exponencial de sus propias huellas, en forma de imágenes o de comentarios, unas huellas que pronto descubriríamos imborrables. Internet y las redes sociales, accesibles a todo el mundo, no tardarían en tomar el relevo de la televisión y en ampliar considerablemente el abanico de posibilidades. Mostrarse por fuera, por dentro, por todas partes. Vivir para ser vistos, o vivir vicariamente. La telerrealidad y sus variantes testimoniales se extenderían poco a poco a los más variados ámbitos, imponiendo durante largo tiempo sus códigos, su vocabulario y sus modos narrativos.

Sí, ahí fue donde todo empezó.

 

 

 

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Traducción de Pablo Martín Sánchez.

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Los reyes de la casa

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