01/01/2025
Empieza a leer 'Me limitaba a amarte' de Rosella Postorino
Del mismo modo en que matar es posible,
también es posible escribir.
SLAVENKA DRAKULIĆ,
«Reading Karahasan»
¿Y de la madre, quién te salva?
ELSA MORANTE,
La isla de Arturo
Primera parte
1992-1993
1
El niño caminaba tan pegado a la madre que ella se detuvo y le dijo:
–¿Por qué te me echas encima, no ves que tropezamos?
Era superior a él. Tenía diez años y, desde hacía cinco, vivía en el tormento de su ausencia, se pasaba la semana asomado a la ventana, arrodillado sobre una silla, esperando. Luego llegaba la madre y el niño era peor que los perros que no saben ir atados, resoplaba ella. Y él pensaba que lo ataban corto justo por la alegría de verse por fin con el amo. No decía nada.
–Perdona.
Bebió un sorbo de Coca-Cola. Se la había traído la madre, siempre le llevaba algo, a saber de dónde la había sacado. Ella miraba hacia otra parte con los ojos entornados, aunque no hacía sol, más bien un cielo plomizo de última hora de la tarde. Lo hacía siempre que pasaba a recogerlo, caminando sin alejarse mucho. Miraba a su alrededor, se fijaba en un punto que él no lograba distinguir y se le formaban unas arruguitas menudas en los costados de la nariz. Al niño le parecían los bigotes de un gato, aquellas arrugas, y le salían de la barriga unas ganas locas de acariciarlas, pero se contenía. Sabía que ella no le iba a ronronear.
Estrujó la lata de Coca-Cola y la pateó, el fragor metálico hizo fruncir la frente a la madre. Entonces el niño fue a recobrarla para tirarla al contenedor, pero ella dijo:
–¡Pásala!
Él obedeció, siempre la obedecía.
Cuando la lata le golpeó en un pecho por error, la madre se contrajo, inclinó la cabeza. El niño fue a su encuentro y se mantuvo a la espera, no se atrevía a hablar. Como ella tampoco abría la boca, le rozó un costado, suavemente, como si la madre pudiera romperse o desplomarse.
–¿Te he hecho daño?
Ella levantó la cabeza con tal energía que el niño se sobresaltó. Al tiempo que los cabellos le caían despeinados sobre los hombros, le agarró las muñecas y las apretó.
–La he parado –dijo–. ¿Has visto?
Y rompió a reír.
Cuando reía era como una cascada. El niño solo las había visto en la tele, las cascadas, pero soñaba con que le diluviara encima aquel chorro imponente de agua fresca, soñaba con bebérsela con la boca abierta tendido de espaldas. Cuando su madre reía, era un fragor de la tierra entera.
Jugaron un partido a dos por la cuesta de Bjelave: los puntapiés de la madre, que eran descoyuntados y patosos, lo llenaban de alegría. Les vigilaban las ventanas tapiadas con tablas de madera en lugar de cristales, las brechas abiertas en los muros de los edificios, las palomas impertérritas en los antepechos y una larga pista de asfalto abandonada por los seres humanos. Alguien había hincado un molinete en una maceta vacía: no hacía viento, no giraba. Quién sabe si, soplando con su aliento de niño flaco, lo habría podido agitar un poco.
–Volvamos –dijo de pronto la madre, abrochándose la chaqueta de algodón. De nuevo aquellas arrugas que le marchitaban el rostro.
–¿Por qué? –preguntó el niño, y algo se le acartonó en la barriga. Arrodillada delante de él, la madre le levantó el cuello, pero no hacía frío, era mayo.
–¿Dónde está tu hermano? ¿Cómo es que no ha venido?
El niño no respondió. Aquella mañana se había despertado, como de costumbre, porque apestaba a humo: el hermano se encendía un cigarrillo con la mejilla todavía en la almohada, lo chupaba hasta el filtro, lo apagaba restregándolo contra la pared a la que se adosaba la cama. Había dibujado una cadena gris oscura, y parecía orgulloso.
–Debes convencerlo de que venga con nosotros, la próxima vez. ¿Me lo prometes?
Asintió: siempre la obedecía. Ella lo abrazó. Olía a estufa de leña y a pelo sin lavar, a pesar de que la estufa llevaba más de un mes apagada. Era el mismo olor que cuando dormían juntos. Se pegó a la madre para respirarlo, y fue entonces cuando estalló la detonación. Las ventanas temblaron, las palomas levantaron el vuelo, el molinete giró y cayó de la maceta, pero el niño no se dio cuenta: una ráfaga de aire lo arrancó del abrazo y lo propulsó lejos.
Abrió los ojos con las fosas nasales de un hombre en su cara, enfocó lentamente. Un silbido agudo le ensordeció.
–Eso es.
Una gorra militar, el cuello sellado por el uniforme.
–¿Estás bien?
La voz, los sonidos, llegaban remotos, acolchados. Un rumor de gritos, gemidos, sollozos, pasos apresurados en la calzada.
–¿Me ves? ¿Me oyes?
–Sí –respondió el niño, con los labios partidos. Las mejillas le oprimían, cubiertas de una capa de polvo. Se lamió una comisura de la boca, era áspera, salada.
–¿Puedes andar?
El hombre lo ayudó a ponerse en pie.
El niño estaba intacto, ni un rasguño. En la calle, una paloma inerte en un charco de sangre.
–¿Dónde vives?
El niño miraba fijamente el ala rota, separada apenas del cadáver.
El soldado lo sacudió.
–¿Dónde está tu casa?
–El orfanato. Aquí arriba.
–Pues vuélvete allí, no te has hecho nada.
–¿Dónde está mi madre?
–Pégate a las paredes y te paras bajo las cornisas, ¿cuántos años tienes?
–Diez.
–Bien, con diez años ya sabrás lo que hay que hacer. –Lo empujó con la mano en la espalda–. ¡Date prisa!
Azuzado por la presión, el cuerpo del niño se movió, las piernas avanzaron una detrás de otra, primero lentamente, mecánicas, luego más ligeras.
Le latía fuerte el corazón. Bajo la capa de humo, el zumbido en sordina lo desorientaba.
–¡Corre!
El niño volvió la cabeza de golpe: era la voz de su madre. ¿De dónde venía?
–Mamá.
La buscó entre el gentío. Una multitud borrosa de soldados, una muchedumbre confusa de personas, siluetas gesticulantes, quemazón en los ojos. No la vio.
–¡Corre!
Es que era su voz, era ella, tenía que ser ella. El niño obedeció, siempre la obedecía.
–¿Dónde estás? –gritó mientras corría, con la cabeza hacia atrás, los soldados cada vez más lejos, más pequeños.
–¡Date prisa! –apremiaba el que lo había recogido del suelo.
El niño no se paró ni un segundo, siguió corriendo, volviendo la cabeza y gritando: «Mamá, ¿dónde estás?», una y otra vez, como si alguien le pudiera responder.
* * *
Traducción de Miquel Izquierdo
* * *
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