05/09/2023
Empieza a leer 'Naturaleza, cultura y desigualdades' de Thomas Piketty
¿Existen desigualdades naturales?
El largo camino hacia la igualdad
Los regímenes desigualitarios – es decir, la estructura y el nivel de las desigualdades socioeconómicas en las distintas sociedades, y su evolución a lo largo del tiempo– son extraordinariamente diversos. La historia y las diferentes culturas humanas desempeñan un papel central en la comprensión de este fenómeno. Las desigualdades están vinculadas a trayectorias socioeconómicas, políticas, culturales, civilizatorias o religiosas muy distintas. Es la cultura en sentido amplio – y, quizá incluso más que la cultura, las movilizaciones políticas colectivas– lo que contribuye a explicar la diversidad, el nivel y la estructura de las desigualdades sociales observadas. En sentido opuesto, el peso de los factores calificados como «naturales» (el talento individual, la dotación de recursos naturales y otros factores de ese tipo) es relativamente limitado.
El ejemplo de Suecia, considerado uno de los países más igualitarios del mundo, es interesante en ese sentido. Algunos han querido atribuirlo a características atemporales del país, a una cultura que tendría una inclinación «natural» por la igualdad. En realidad, Suecia ha sido durante mucho tiempo uno de los países más desigualitarios de Europa, con una sofisticación impresionante en la organización política de su desigualdad. La situación se transformó muy rápidamente durante el segundo tercio del siglo XX mediante la movilización política y social, tras la llegada al poder del Partido Socialdemócrata Sueco a principios de la década de 1930. El Partido Socialdemócrata Sueco, que gobernó posteriormente durante medio siglo, puso la capacidad del Estado sueco al servicio de un proyecto político completamente distinto del anterior.
Suecia es un caso interesante para vacunarse contra la idea del determinismo a largo plazo, que estaría vinculado a factores naturales o incluso culturales, que explicarían por qué algunas sociedades son eternamente igualitarias y otras (por ejemplo, la India) eternamente desigualitarias. Las construcciones sociales y políticas pueden cambiar, y a veces mucho más rápido de lo que imaginan los observadores coetáneos: en especial los ganadores del sistema, los grupos dominantes que, como es obvio, tienden a naturalizar las desigualdades, a presentarlas como inmutables y a advertir contra cualquier cambio que pueda amenazar la placentera armonía existente. La realidad es mucho más cambiante, está en perpetua reconstrucción y es fruto de equilibrios de poder, compromisos institucionales y ramificaciones inacabadas.
En todo caso, más allá de la gran diversidad de regímenes desigualitarios, lo cierto es que en los últimos siglos se observa un movimiento de fondo: una tendencia hacia una mayor igualdad social. Se trata sin duda de una etapa contextualizada históricamente, que no comienza en el Neolítico ni en la Edad Media, por ejemplo, sino que forma parte de una historia muy particular que se inicia en 1789 – o digamos a finales del siglo XVIII– y conduce a una mayor igualdad política y socioeconómica.
Esta tendencia hacia una mayor igualdad, acotada, es un proceso vacilante y caótico en el que el conflicto social desempeña un papel determinante, y que, además, introduce dinámicas de aprendizaje colectivo. En Capital e ideología (2019), hice hincapié en el tema del aprendizaje colectivo de instituciones justas, en particular en el caso de las fronteras: ¿cuál es el perímetro de la comunidad a la que cada uno pertenece? ¿Cuál es la manera de organizar el poder político, el régimen político, dentro de esa comunidad? Lo mismo ocurre con la propiedad: ¿cuáles son las reglas colectivas que definen los límites y el alcance del derecho a la propiedad? ¿Qué tenemos derecho a poseer? ¿Qué significa ser propietario?
En torno a estas dos cuestiones centrales – las fronteras y la propiedad– tienen lugar conflictos y movimientos en los que cada país intenta aprender de su propio pasado, pero olvidando demasiado a menudo el pasado de los demás. Todos los países experimentan procesos de aprendizaje que, a largo plazo, tienden a conducir a una mayor igualdad, aunque sea de forma vacilante y aunque la tendencia esté jalonada por múltiples fases de regresión.
Por último, además de la diversidad de regímenes desigualitarios y de las limitaciones de los avances hacia la igualdad, no debemos olvidar un tipo de relación entre naturaleza, cultura y desigualdad que me gustaría cuestionar aquí y con el que concluiré este texto: la destrucción de la naturaleza, la biodiversidad, el calentamiento global y las emisiones de carbono. En las próximas décadas, será una cuestión que desempeñará un papel cada vez más central. Tal vez conduzca a una necesidad de igualdad aún mayor que la que hemos visto recientemente: no habrá salida al calentamiento global, no habrá reconciliación posible entre el ser humano y la naturaleza, sin una reducción drástica de las desigualdades y sin un nuevo sistema económico, radicalmente diferente al capitalismo actual. Para describir ese sistema utilizo las palabras «socialismo participativo, democrático y ecológico», aunque por supuesto pueden considerarse otras – y sin duda se inventarán nuevas–. En cualquier caso, creo que es imperativo, si queremos hacer frente a esos retos, reabrir el debate sobre el cambio del sistema económico y sobre su evolución a largo plazo.
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Traducción de Daniel Fuentes Castro
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