25/05/2020
Empieza a leer 'Pnin' de Vladimir Nabokov

 

CAPÍTULO PRIMERO

1

El pasajero de edad avanzada que iba sentado junto a la ventanilla del lado norte de ese vagón de ferrocarril que avanzaba inexorablemente, junto a un asiento vacío y enfrente de otros dos también vacíos, era ni más ni menos que el profesor Timofey Pnin. Idealmente calvo, bronceado y barbilampiño, comenzaba de modo notablemente majestuoso con esa su gran cúpula parda, gafas de carey (que enmascaraban una infantil carencia de cejas), simiesco labio superior, grueso cuello, y torso de forzudo circense embutido en una ajustada americana de tweed, pero terminaba, de forma un tanto decepcionante, en un par de piernas zanqui vanas (en aquellos momentos enfraneladas y cruzadas) y unos pies de aspecto frágil, casi femeninos.

Sus informales calcetines eran de lana escarlata con losanges lila; sus zapatos clásicos tipo oxford de color negro le habían costado casi tanto como todo el resto de su atuendo (incluida la llamativa corbata de matón). Antes de los años cuarenta, durante la severa época europea de su vida, había llevado siempre calzoncillos largos, con los extremos metidos debajo de los elásticos de sus pulcros calcetines de seda de discretos dibujos, colores sobrios, y sostenidos en sus bien protegidos gemelos por sendas ligas. En aquellos tiempos, revelar el menor vislumbre de aquella ropa interior blanca levantando más de la cuenta la pernera del pantalón le hubiera parecido a Pnin una indecencia comparable a la de presentarse ante unas damas desprovisto de cuello duro y corbata; pues incluso cuando la deteriorada Mme. Roux, conserje del escuálido edificio de apartamentos del decimosexto Arrondissement de París –en donde Pnin, tras huir de la Rusia leninizada y completar su formación universitaria en Praga, pasó quince años– subía casualmente a cobrar el alquiler y le sor prendía sin su faux col, el mojigato Pnin se tapaba el botón su perior de la camisa con su casta mano. Todo esto experimentó una transformación en el embriagador ambiente del Nuevo Mundo. Actualmente, a sus cincuenta y dos años, era un apasionado de los baños de sol, usaba camisas deportivas y pantalones holgados, y al cruzar las piernas procuraba descubrir, cuidadosa, de liberada y descaradamente, un enorme fragmento de desnuda es pinilla. Ésta es la imagen que hubiese podido ver cualquier otro pasajero; pero con la excepción de un soldado que dormía en un extremo, y de dos mujeres que, en el otro, sólo miraban a un bebé, Pnin tenía todo el vagón para sí.

En este momento hay que desvelar un secreto. El Dr. Pnin se había equivocado de tren. Él no lo sabía, como tampoco el revisor, que ya estaba avanzando poco a poco por el tren, camino del vagón de Pnin. De hecho, en aquel momento Pnin se sentía satisfechísimo de sí mismo. Cuando le invitó a pronunciar una conferencia la noche del viernes en Cremona –a unas doscientas verstas al oeste de Waindell, el nido universitario de Pnin desde 1945– la vicepresidenta del Club Femenino de Cremona, una tal Miss Judith Clyde, aconsejó a nuestro amigo que tomase el mejor tren, el que salía de Waindell a las 13.52 y llegaba a Cremona a las 16.47; pero Pnin –que, como muchos rusos, tenía una desmedida afición por todo lo que fueran horarios, mapas y catálogos, y los coleccionaba, y se los agenciaba generosamente con el vigorizante placer que le proporcionaba obtener alguna cosa gratis, y con el especial orgullo que sentía cuando fijaba personalmente los horarios que más le convenían– descubrió, después de examinar el problema un buen rato, una marca no muy visible que señalaba un tren que todavía le iba mejor (salida de Waindell a las 14.19; llegada a Cremona a las 16.32); la marca indicaba que los viernes, y sólo los viernes, el tren de las 14.19 tenía parada en Cremona de camino para una ciudad mucho más lejana y grande, igualmente agraciada con un dulce nombre italiano. Por desgracia para Pnin, su horario era de hacía cinco años y resultaba parcialmente obsoleto.

Pnin enseñaba ruso en el Waindell College, una institución bastante provinciana caracterizada por el lago artificial situado en el centro de una zona ajardinada, por las galerías cubiertas de hiedra que comunicaban entre sí los diversos edificios, por unos murales en los que aparecían algunos miembros fácilmente reconocibles del claustro en el momento de transmitir la antorcha del saber recibida de Aristóteles, Shakespeare y Pasteur a las manos de un montón de monstruosamente corpulentos muchachos y muchachas de aspecto campesino, y por un enorme, activo y flore ciente departamento de Germánicas, del que su director, el Dr. Hagen, decía, dándose aires de suficiencia (y pronunciando claramente cada una de las sílabas), que era «una universidad dentro de la universidad».

En el semestre de otoño del año que nos ocupa (1950), el alumnado de los cursos de lengua rusa estaba formado por una estudiante, la rolliza y vehemente Betty Bliss, del curso Intermedio, otro, apenas un nombre (Ivan Dub, que jamás llegó a comparecer) del curso Avanzado, y tres en el floreciente curso Elemental; Josephine Malklin, cuyos abuelos habían nacido en Minsk; Charles McBeth, cuya prodigiosa memoria ya se había cargado diez idiomas y estaba preparada para sepultar otros diez más; y la lánguida Eileen Lane, a quien alguien le había dicho que para cuando llegabas a dominar el alfabeto ruso ya podías prácticamente leer «Anna Karamazov» en el original. Como profesor, Pnin estaba lejos de ser capaz de competir con aquellas maravillosas damas rusas que, esparcidas por los Estados Unidos, y desprovistas por completo de toda formación oficial, logran sin embargo, a fuerza de intuición, locuacidad y cierta jactancia de tipo maternal, infundir un conocimiento mágico de su difícil y bello idioma a sus grupos de alumnos de inocente mirada, en una atmósfera de canciones de la Madre Volga, caviar rojo y té; tampoco pretendía Pnin, como profesor, alcanzar las altas cumbres de la moderna lingüística científica, de esa ascética cofradía de fonemas, ese templo en el que se enseña a unos animosos jó venes no tanto el idioma en sí, como el método que les permi tirá enseñar a otros jóvenes a enseñar este método; el cual método, como una cascada que se despeña de roca en roca, deja de ser un medio que permite la navegación racional pero que quizá llegue, en algún futuro fabuloso, a permitir la creación de ciertos dialectos esotéricos –vasco básico y cosas así– que serán hablados solamente por máquinas muy complicadas. La forma de trabajar de Pnin era sin duda poco profesional y poco seria, pues estaba basada en unos ejercicios tomados de una gramática es crita por el director del departamento de lenguas eslavas de una universidad mucho más grande que la de Waindell, y que era un venerable estafador cuyo ruso no era más que un chiste pero que tuvo la generosidad de prestar su glorioso nombre al producto de una fatigosa labor que permaneció anónima. Aparte de sus muchas limitaciones, Pnin poseía un hechizador y anticuado encanto que, tal como repitió insistentemente el Dr. Hagen, su incondicional protector, ante los hoscos regentes de la institución, era un delicado artículo de importación que valía la pena pagar con moneda nacional. Mientras que el título de sociología y economía política obtenido por Pnin con cierta pompa en la universidad de Praga alrededor del año 1925 había acabado convirtiéndose en un doctorado en desuso, no encajaba del todo mal en su puesto de profesor de ruso. Le adoraban, pero no debido a que tuviera ningún talento esencial para el desempeño de esa función, sino por aquellas inolvidables digresiones tan suyas, esos momentos en los que se quitaba las gafas para mirar sonriente al pasado mientras les hacía masaje a los lentes del presente. Nostálgicas excursiones en entrecortado inglés. Golosinas auto biográficas. De cómo llegó Pnin a los Soedinyonïe Shtati (Estados Unidos).

–Examen en barco antes de bajar a tierra. ¡Muy bien! «¿Alguna cosa que declarar?» «Nada.» ¡Muy bien! Después, preguntas políticas. «¿Es usted anarquista?», pregunta él. Yo le contesto –breve intermedio por parte del narrador para permitir unas desahogadas sonrisas–, «Primero, ¿qué entendemos por “anarquismo”? ¿Anarquismo práctico, metafísico, teórico, místico, abstracto, individual, social? Cuando yo era joven», le digo, «todas y cada una de estas cosas tenían su significado especial.» De modo que sostuvimos una discusión muy interesante, a con secuencia de la cual me pasé dos semanas enteras en la isla de Ellis. –El estómago empieza a agitarse; se agita; narrador con vulsionado.

Pero, en este terreno del humor, todavía daba mejores lecciones. Con cierto aire de coqueto disimulo, el benévolo Pnin, preparando ya a los niños para la magnífica diversión que antaño disfrutara él mismo, y revelando desde este momento, con su incontrolable sonrisa, un juego incompleto pero formidable de dientes leonados, abría a veces un maltrecho libro ruso por el elegante registro de piel de imitación que había colocado cuida dosamente con anterioridad; abría el libro, y en ese momento aparecía la mayor parte de las veces un gesto de profunda decepción que alteraba sus plásticos rasgos; boquiabierto, febril, hojeaba el volumen a derecha e izquierda, y podían transcurrir varios minutos antes de que encontrara la página buscada, o llegara finalmente a la conclusión de que, después de todo, había abierto el libro en el lugar deseado. Por lo general, el pasaje de su elección procedía de alguna antigua e ingenua comedia costumbrista sobre la clase mercantil, pergeñada por Ostrovski hacía casi un siglo, o de alguna muestra igualmente antigua pero más anticuada incluso, de trivial alegría leskoviana, cuya gracia estaba basada en los contorsionismos verbales. Pnin no leía estos ran cios productos con la seca sencillez de la compañía Artistas de Moscú sino con el rotundo entusiasmo del clásico Alexandrinka (un teatro de Petersburgo); pero como para apreciar el resto de diversión que pudiesen conservar todavía aquellas páginas no solamente había que poseer un sólido conocimiento de la lengua vernácula, sino también una buena dosis de conocimientos literarios, y como su pobre alumnado carecía de ambos, el intérprete se quedaba solo disfrutando las sutilezas asociativas de su texto. La agitación que ya hemos indicado en relación con otro asunto se convertía aquí en un auténtico terremoto. Conduciendo su memoria, con todas las luces y todas las máscaras de la mente, hacia los días de su ferviente y receptiva juventud (en un brillante cosmos que, por haber sido abolido de un solo golpe de la historia, parecía más fresco incluso), Pnin se embriagaba con sus vinos particulares a medida que iba proporcionando uno tras otro nuevos ejemplos de los que sus oyentes suponían educadamente que debía de ser humor ruso. Llegaba un momento en el que la diversión acababa resultándole insoportable; unos lagrimones en forma de pera resbalaban por sus bronceadas mejillas. No sólo sus escalofriantes dientes, sino incluso una cantidad asombrosamente grande del tejido en su encía superior, asomaban de repente, como si alguien hubiese abierto una caja de resorte, y se le escapaba la mano hacia la boca mientras sus anchos hombros se estremecían y brincaban. Y aunque el sofocado parlamento que emitía bajo su danzarina mano era ahora doblemente ininteligible para los alumnos, su propia rendición incondicional a la risa resultaba irresistible. Para cuando ya no podía controlarse, sus alumnos se partían también de risa: Charles soltaba bruscos ladridos de hilaridad mecánica; un deslumbrante fluir de carcajadas insospechadamente encantadoras transfiguraba a Josephine, que no era guapa; y Eileen, que sí lo era, se derretía en una gelatina de risillas inelegantes.

Nada de lo cual altera la circunstancia de que Pnin se hubiese equivocado de tren.

 

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Traducción de Enrique Murillo.

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Pnin

 

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