21/07/2021
Empieza a leer 'Queridos niños' de David Trueba


Primera semana


And the Lord said:
I burn down your cities-how blind you must be
I take from you your children and you say how blessed are we
You must all be crazy to put your faith in me
That’s why I love mankind
You really need me
That’s why I love mankind.

«God’s Song (That’s Why I Love Mankind)»,
RANDY NEWMAN, del álbum Sail Away, 1972


1. Zaragoza

Empezaremos por aquella mañana en Zaragoza. El salón del Gran Hotel, gélido, impersonal. La sala bajo la luz fría, más apropiada para una autopsia que para una presentación en sociedad. Nuestro paisaje, Amelia, ahora lo pienso, fueron salas de espera, salas de reuniones, salas de convenciones, salas de banquetes, salas multiusos que de querer servir para todo no sirven para nada.

Yo te observaba en Zaragoza cuando desvelaste el cartel electoral ante la prensa. Los chicos de imagen lo habían tapado con una tela azul que te llevaste en la mano y luego no sabías qué hacer con ella, con la tela azul. Y allí, delante, tu foto impresa en el papel cartón sobre el caballete, retocadas las facciones hasta hacer desaparecer cualquier arruga y por tanto cualquier rasgo. Con tanta sinceridad que hay en una cara, los diseñadores habían preferido difuminarte las facciones y aclararte el color de ojos.

Lo hacen al modo de las portadas de revista porque la gente le ha cogido miedo a mostrar cualquier imperfección. Por eso me gustaba estar gordo. Era la primera demostración de carácter. Lo de mi tripa de Buda lo dijo Carlota. Pero no era una tripa, era una personalidad. ¿A que tú supiste verlo?

– Tú, con tu tripa de Buda, Basilio.
– Ciento diecinueve kilos no se logran sin esfuerzo –os advertí, para que no se tomara mi gordura por un síntoma de abandono sino de firmeza. 

Yo tuve que enfrentarme a todas las dietas, a la dictadura flaca, a los gimnasios de tortura y a las tropas trotonas. Yo me esforcé para no estar en forma, fui un insumiso a la ropa de deporte y a la vulgaridad de un mundo a régimen. 119 kilos eran mi desafío al valor ese tan supremo y memo de la salud. Pero si a todos nos van a asesinar tarde o temprano sin importar demasiado la dieta que sigamos. Decir «hasta mañana» cada noche es un síntoma de autoconfianza excesivo. En mi entierro, guarden la piedad para los porteadores del ataúd, que se quebrarán el espinazo, que se jodan por participar en ese rito infame. Los países que honran con tanta pompa fúnebre a los muertos lo hacen para lavar su culpa por el trato que dan a los vivos. Si el mundo fuera decente, iríamos a morirnos a un barranco y nos dejaríamos caer sin ceremonia.

Estar gordo es rebelarse contra el futuro flaco que nos espera. Un futuro en chándal. También llevo gafas, ahora que tantos andan operándose las dioptrías. Y no me importó quedarme algo calvo, esas entradas que me han ampliado la frente como se amplían las pistas de un aeropuerto. La última vez que volé desde Estambul el avión venía repleto de tipos con la cabeza regada de pelos recién implantados y sus calvas, que tanto les avergonzaban, cubiertas de alcohol yodado. En el futuro no habrá calvos, pensé. Estará prohibido tener defectos físicos. Ser guapo será un derecho humano que se exigirá en masivas manifestaciones frente a la sede del gobierno. ¡Todos somos guapos! Je suis Brad Pitt! Esa es nuestra democracia de foto retocada, de filtro embellecedor, de serie juvenil. Todos los caminos de la virtud conducen al nazismo. ¿Te dije eso alguna vez? Sí, sí, en alguna ciudad te lo dije.

– Todos los caminos de la virtud conducen al nazismo.

Y tú me respondiste, con esa media sonrisa que concedías cuando lo que escuchabas te divertía pero te asustaba al mismo tiempo:

– Me gusta tu maldad, Basilio, porque es gratuita.

Pero no era gratuita. La puse a tu disposición por un módico sueldo. Aunque al hacerme la propuesta te respondí con música. Me puse a cantar. Tú me dijiste quiero que trabajes conmigo en la campaña, y yo me puse a cantar.

Io non voglio più servir, no, no, no, no, no, no. Io non voglio più servir!

Rompiste a reír, eso no te lo esperabas. Una carcajada entre dos personas es mucho más vinculante que un apretón de manos, que cualquier contrato. Puede que de esa carcajada naciera una afinidad, esa afinidad que percibí entre nosotros. ¿Me equivoco, Amelia? Dime si miento cuando hablo de ese vínculo natural que nos unía. Por ejemplo, la dificultad para entendernos con los jóvenes. Ya no compartíamos los referentes ni los intereses ni las ambiciones. Lo comentamos en alguna ocasión. Ese silencio en las comidas cuando comprendes que nada de lo que ellos andan diciendo te importa un comino y nada de lo que tú puedas decir les atañe a ellos. A mis cincuenta y cuatro años no es que fuera a morirme de viejo, pero uno percibe que pertenece a un mundo antiguo, a un tiempo reñido con el hoy. Y tú, con sesenta y dos, pese a la espléndida madurez que exhibías, también andabas de puntillas por el presente, como si no te correspondiera del todo estar allí. Me gustó tu prisa cuando me llamaste por teléfono para la primera cita.

– ¿Podríamos vernos esta tarde? ¿Te puedo invitar a un café? 

Cuando te conocí yo gozaba de la voluminosa quietud del hipopótamo. ¿Sabías que mis enemigos me llaman así? El Hipopótamo, pero más que un insulto lo he tomado siempre como un elogio. Prefiero los ratos largos en la bañera, con el agua hasta la barbilla, que ganar el pan con el sudor de mi frente. Entre mis planes no figuraba volver al trabajo, pero me dejé enredar por la adrenalina que prometía tu propuesta. Empezó todo en aquel café cuando me dijiste te quiero a mi lado. Como un cohete en Cabo Cañaveral empecé a rugir por la línea del descuento. En inglés lo llaman count down, la cuenta abajo. Me gusta eso. Cuenta abajo. Nosotros decimos cuenta atrás porque tenemos una visión horizontal del tiempo, pero los anglosajones son verticales en todo. 

Recuerdo, pocas semanas después, la reunión donde se eligió tu foto para el cartel. Estábamos en el despacho del secretario general, en la sede de Los Cuervos. Había cinco o seis opciones. En todas tenías cara de angustia disimulada bajo una sonrisa que llaman tranquilizadora y que suele ser muy inquietante. A la foto elegida, tras retocarla a fondo, le añadieron las letras inclinadas. Lautaro nos explicó que la rotulación ladeada sugiere dinamismo. La mujer que necesitas. Sonreíste al decirlo en voz alta aquella primera vez. Lo volviste a repetir esa mañana en el hotel de Zaragoza.

– La mujer que necesitas... Pero no lo interpreten como un rasgo de soberbia. Mi esfuerzo va a consistir en servir a las necesidades de los demás. Yo soy una mujer que aspiro a ser necesaria. He venido a conducir la nave de mi país y de mi gente hacia una vida mejor. He venido a escuchar y a trabajar. He venido a ser la persona que España necesita.

Te preguntarás cómo era capaz de escribir tantas necedades mientras pensaba lo que pienso. Eso explica un poco mi irritación perpetua. O, como dijiste al conocerme mejor, mi estado de desánimo. 

– Basilio, tú no tienes estado de ánimo, tú tienes estado de desánimo. 

Toda la prensa convocada en el Gran Hotel iba a reproducir tus palabras y las cámaras capturarían tu costoso salivar mientras representabas el nuevo papel en la comedia de tu vida, el de la mujer necesaria, la mujer que necesita España. La candidata a presidir el gobierno. Tras tu aparente fortaleza, solo eras una debutante en el baile, la niña del traje largo y los primeros tacones bajo la mirada de los depredadores.

Y eso que los periodistas ya no son inquisitivos ni impertinentes, como cuando yo empecé en esa profesión. Ahora aspiran a una vida cómoda, parecida a la que se pegan sus jefes. Son jóvenes transmisores, a ratos parecen telefonistas antiguas, esas que se dedicaban a pinchar clavijas y hacer llegar voces de un lado a otro sin saber quién habla con quién.

Al acabar la presentación del cartel electoral, camino del autobús me sugeriste que teníamos que intentar ser más contundentes. 

– Entiéndeme, Basilio, yo ya hablo con demasiadas vueltas y retórica, mejor que escribas más directo. Con cuchilladas. 
– Caramelos. Les vamos a dar caramelos, que es lo que les gusta a mis queridos niños. 
– Ay, no los llames así, odio cuando los llamas así.

Te referías a mi manía de llamarles queridos niños a ellos, a la gente, a los electores. Sí, yo los llamo mis queridos niños, te lo dije en la primera reunión, porque así no me olvido de sus caprichos infantiles, no me dejo engañar por esa incomprensible superioridad que exhiben sobre los políticos. Los políticos son todos tal, dicen, o los políticos son todos cual, como si jamás se hubieran visto representados por ellos en el espejo. Porque el espejo les miente, tú eres más guapa, tú eres mejor, les dice, y ellos se lo creen, pero son iguales. Como el perro se acaba pareciendo al amo. ¿O era al revés? El votante termina por ser igual que lo votado. ¿O era al revés?

Te habían cortado el pelo antes de la sesión de fotos. Querían un peinado más neutro, sin la melena, aunque tú dijeras que te hacía más gorda. Pero el nuevo corte tenía la virtud de situar en tu nuca entrevista el centro irradiador. 

– No hay nada más triste que un político que anda preocupado por su pelo. A mis queridos niños les gusta mirar a un político, más si es mujer, y ver a alguien que no anda preocupado por su peinado. Angela Merkel, Margaret Thatcher, he ahí dos triunfadoras que no se tocaron el pelo en sus largos mandatos. Podía desplomarse la Bolsa, hundirse la flota, que el peinado de sus mandatarias les transmitía a mis queridos niños la solidez de lo eterno.

No sé si te asusté demasiado en aquella reunión inicial. Pero prefería no arrancar nuestra relación con un malentendido. Amelia, te dije, vamos a dejarnos de engaños, el juego consiste en ganar. Fue en el café Marconi. Tú me confesaste una preocupación. Sospechabas que los mensajes complejos ya no pueden llegarle a la gente. Te quedaste boquiabierta cuando te respondí:

– Ni tampoco los simples. No les llega ningún mensaje. Les llega una experiencia.
– ¿Una experiencia?
– Sí. Una especie de fantasía vivida. Un reconocimiento.
– No sé. Me parece que no te entiendo.
– Imagina que cierras los ojos y papá viene a cogerte de la manita de nuevo, como cuando eras un niño a punto de cruzar la calle. Eso es lo que quieren sentir. Esa experiencia.
– ¿Qué tiene esto que ver con nosotros?
– La democracia solo tiene un punto débil. Depende de la gente.
– Eso es una obviedad.
– El problema de la gente es que solo sabe guiarse por la propia experiencia. La mayoría han renunciado a toda otra construcción mental que no pase por lo vivido, por lo ya experimentado. Por eso las mejores democracias surgen tras las guerras, tras los desastres, tras los desmanes. Cuando aún está reciente el dolor, la memoria del daño. Con el paso del tiempo, olvidan el trauma y vuelven a precipitarse hacia el fuego. Entonces esperan que los salve papá y en mitad de la noche llaman a gritos a mamá.

Ahí fue la primera vez en que me miraste como si yo fuera un loco, como si yo fuera un monstruo. Sí, un monstruo. El gordo que se había puesto a cantar ópera en mitad del café Marconi era para ti un enajenado cargado de teorías hirientes.

– Mira, Basilio, yo no voy a descubrir la democracia ni a inventar nada nuevo. Lo que necesitamos es seducir a la gente y eso no es fácil. Me gusta cómo escribes, me gustan tus convicciones y tu discurso. Por eso quiero que trabajes para mí.

 

Queridos niños

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