17/02/2022
Empieza a leer 'Reunión' de Natasha Brown
Todo lo que se hace en este mundo es vana ilusión,
es querer atrapar el viento
NADA
Tienes que dejarlo, le dijo ella.
¿Dejar qué?, respondió él, nosotros no estamos haciendo nada. Quiso corregirle. No había ningún nosotros. Estaban él, el sujeto, y ella, el objeto, pero el hombre le dijo: mira, no tiene sentido ponerse así por nada.
A menudo se sentaba en el último cubículo del lavabo de señoras y se quedaba mirando la puerta. Se pasaba ahí metida toda la hora del almuerzo, algunas veces, esperando a ver si cagaba o lloraba o reunía la determinación suficiente para volver a su sitio.
Él la veía sentada a su mesa desde el despacho, y marcaba periódicamente su extensión para comentarle lo que veía (y lo que pensaba al respecto): su pelo (salvaje), su piel (exótica), su blusa (que a duras penas contenía esos pechos).
Le ordenaba, al teléfono, que hiciese cosas sin importancia, y eso la hacía sentirse más humillada que las cosas más importantes que acabarían llegando después. Pero aun así sostenía la grapadora en alto. Se bebía un vaso de agua del tirón. Escupía el chicle en la palma de la mano.
Salió a almorzar con sus colegas del trabajo. Eran seis hombres de edades, complexiones y temperamentos diversos. Pidieron cuatro bandejas de nigiri de ternera y, durante la comida, fueron aludiendo ocasionalmente a su situación por medio de vagas indirectas y comentarios acusadores.
Uno de los más mayores, gordo y con una barba espesa y canosa que le enmarcaba los finos labios rosados, soltó el tenedor para hablar a las claras. Comenzó poco a poco: Él sabe que no es de las que se aprovechan de la situación. Él lo sabe, lo sabe. Aquí hizo una pausa para crear expectación y saborear el placer de decirle a una chica las cosas como son. Pero: pero, a ver, había que reconocerlo, jugaba con ventaja respecto a él y el resto de los que estaban en la mesa. Eso lo podía reconocer, ¿verdad que sí?
Sonrió de oreja a oreja, estiró los brazos a los lados y se recostó en la silla. Los otros cinco la miraron, algunos asintieron. El hombre empuñó de nuevo el tenedor y se embutió más carne cruda en la boca.
El despacho tenía tres de las paredes de cristal. Las hileras de mesas se desplegaban a izquierda y derecha: un palco. Ella ocupaba el escenario central. El hombre estaba sentado, hablándole, muy animado.
Esperaba que mostrase cierta madurez, le dijo él, cierto ojo. Se levantó de la silla, fue hacia ella, rozándola, pese a que el despacho era enorme y había sitio de sobra. Necesitaba visión de conjunto y pensar en su futuro y en el peso que tenía su palabra allí. Eso lo dijo mientras abría la puerta del despacho.
No era nada. Lo pensó ahora, como lo pensaba todas las mañanas. Se abrochó la blusa y lo pensó, mientras se ensartaba unos pendientitos de botón en las orejas. Lo pensó mientras se recogía el pelo en un moño impoluto, se despejaba la cara, se alisaba la falda de tubo rígida y gris.
Lo pensó mientras comía, olvidándose de saborear o de tragar. Intentó masticar. No era nada. Respondió cortante que estaba bien, y luego, más calmada, echó un vistazo por el salón. Le preguntó a su madre qué tal el día.
Una cena al salir del trabajo, ella había aceptado. En la puerta del restaurante, antes de entrar, él la agarró de los hombros y le estampó la boca en la cara.
Se quedó mirando sus párpados cerrados y temblorosos mientras la lengua lenta de él empujaba y hurgaba en la suya. Visualizó su propio cuerpo, con las extremidades encogidas, metido en una caja. Él se apartó, sonrió, soltó una risita, bajó la vista hacia ella. Le acarició el hombro, luego los dedos, luego la cara. No pasa nada, le dijo. No pasa nada, no pasa nada.
PUES ESO
No, pero originariamente. O sea, tus padres, ¿de dónde son? De África, ¿no?
Ahí está el tema. Yo llevo cinco años aquí. Mi mujer... siete u ocho. Hemos estado trabajando, hemos pagado nuestros impuestos. ¡Vamos con Inglaterra en la Copa del Mundo! Así que cuando el gobierno nos mandó registrarnos, que nos bajásemos la aplicación esa y pagásemos para registrarnos, nos dolió. Esta es nuestra casa. Nos sentimos expulsados. Es como si a ti te dicen: Vete a África. Imagínate que te dijesen: no-no, tú no eres británica de verdad, vete a África. Pues eso.
O sea, es... Bueno, ya lo sabes. Y tanto, tú lo entiendes. Lo puedes entender de una manera que los ingleses no.
DESPUÉS DE LOS LICORES, SE ENCIENDE
Ella comprendía la furia de un hombre que comprendía a su vez, en su carne y en sus huesos y en su sangre y en su piel, que su destino era estar en lo más alto de un gigante grande y pesado sobre el que nunca se ponía el sol. Porque era de noche, ya, y el hombre iba borracho. Se sentía muy pequeño, puede que apenas una boca. Un labio o un diente o una papila inflamada y rugosa en una lengua seca y blancuzca pringosa de flema al fondo, tocando a la garganta. La garganta de un hombre con la tripa colgona y el pelo ralo y cortado al rape. De modo que, cuando esa boca se abrió y le tosió su veneno encima, lo que incomodó un poco a varios de los comensales, comprendió la fuente de su ira, pese a ser ella el objetivo. Esperó a que el zumbido del móvil la excusara y, entretanto, callada, cortésmente, lo comprendió.
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Traducción de Inga Pellisa.
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