24/12/2020
Empieza a leer 'Revancha' de Kiko Amat


Was every move I made designed to extract payment from the world for the hell I dwelt in?
The Nothing Man,

JIM THOMPSON​

Bad’s quite good when it’s all you’ve ever had
«Hooligans Don’t Fall in Love»,

THE BEAUTIFUL SOUTH​

1

El gallego aparece en el hall del hotel. Al primer vistazo sabes que es el hombre que andáis buscando, y que va a sucederle algo malo, porque la gente como él siempre saca lo peor de la gente como vosotros. 

Es ese, os dice el Cid. El gallego sale del ascensor de puertas doradas y luego da unos cuantos pasos hacia la recepción. Se desplaza con las puntas de los pies, como una bailarina. Lo repasas. Camisa negra abierta a la altura de los pezones, arremangada por debajo del codo. Vaqueros negros, quizás Versace. Una americana clara doblada en su antebrazo. Mocasines blancos, sin calcetines. El pelo negro en media melena recién duchada. Barba de dos semanas, recortada con cariño. 

Cierras los ojos e imaginas el aroma a limones que el jabón pintó en su nuca. Es una maldita pena, te dices, que un hombre así de atractivo y rico sea gallego, ande de puntillas y le haya dado por meterse en el mismo dialo que vosotros. En otro mundo y otra vida, tú y él podríais haber empezado algo.

El gallego pone sus manos sobre el alabastro de la recepción, extiende una sonrisa que parece una guirnalda y se pone a charlar con el recepcionista, que asiente varias veces, como un esclavo, lo que usted diga señor, de acuerdo señor, ahora mismo le chupo la polla señor, si me hace el favor de bajarse la cremallera, así es perfecto señor. 

Si el gallego tuvo alguna vez una oportunidad de salir ileso, se esfuma cuando aparecen dos chicas jóvenes en el hall, dan saltitos hacia él, supones que grititos también, aunque desde donde estáis aparcados no puedes oírlas. Él se vuelve hacia ellas, su sonrisa se extiende aún más, si continúa así le dará la vuelta a la clepsa. 

Las chicas se colocan a ambos lados de su cuerpo y le echan un brazo a la cintura, y él besa a una en una mejilla, luego a la otra. Llevan vestidos blancos ligeros, pese a que es octubre y ya refresca. Tan altas como él, sin tacones. Cenceñas pero curvadas, bronceadas, en la veintena. Cinturas de insecto, de esas que solo se ven en las revistas. Pelo largo y azabachoso, liso, con suaves guedejas de peluquería. Sandalias hippys, en cuero claro, que cuestan lo que el sueldo mensual de un peruano. 

Quizás sean hermanas. No con él. Con él son lo que son. El gallego está casado con una rubia de belleza asexuada y expresión plana. En la foto que viste de ella en Facebook llevaba una trenza dorada que le colgaba hombro abajo hasta medio pecho. Posaba delante de una casa de montaña tradicional, en Suecia o Noruega, uno de esos sitios.

Continuaste cribando su página, como te había ordenado el Cid. Tenían ñatos. «La parejita», como decía una de las entradas: moreno y rubia. Unas caras de mierdecillas mimados que te dieron ganas de entrar físicamente en Facebook y empezar a repartir glebas, como le dijiste al kapo por un lado de la muza. Él no se rió. Casi nunca se ríe.

Rascaste el ratón. Una villa de montaña y otra de mar. Un fox terrier con expresión de pasarse de listo. Un yate, paddle surf, tenis. Amigos en las alturas. Viñedos, chefs famosos, actores de cine español. Abuelos mimosos con dentaduras fluoradas. El anuncio de una vida ideal, la que todo el mundo desearía tener.

Supiste entonces que, aunque el gallego no hubiese decidido meterse en el dialo de la farlopa en Barcelona, incluso si el Cid no hubiese decidido darle un escarmiento, aquella página de Facebook había firmado su sentencia. Ser rico y exitoso, de padres dulces y familias estables, no era un requisito para que te reventaran los Lokos. Pero si lo eras, si lo tenías, algunos de ellos disfrutaban más reventándote. Especialmente tú.

 

Estallan a carcajadas. Deduces que el plan del trío será cenar en Sitges o Barcelona, porque Castelldefels solo es un cadáver que se descompone, hotel a hotel, en un extremo del delta del Llobregat. Más tarde, de vuelta en la suite, él les pondrá un par de gordas sobre la mesa de cristal, que aspirarán primero una y luego la otra, y luego se las follará, ahora un coño y ahora el otro, mientras traga cápsulas de sildenafilo y se sigue metiendo de un material cuya existencia ni siquiera debería conocer, y las chicas le limpiarán a lengüetazos de tanto en tanto, como gatitas que lamen un cuenco de leche. 

Me parece que en este puto hotel se suicidó un actor americano, les dices a los otros, en el machino. Cómo se llamaba. Uno antiguo. 

Qué, te dice el Cid. Se vuelve un momento hacia ti desde el asiento del copiloto. No se le ve muy bien la nursa, todas las luces del coche están apagadas, pero con más luz se distinguirían sus nodos hundidos, cada vez más secos y muertos, cuando erais ñatos no los tenía así, tenía los más bonitos del gol sur, limpios y claros, de un azul raro, como amatista. Con aquellos nodos impregnados de voluntad se camelaba a todo el mundo, empezando por ti. 

Que aquí se... Da igual.

El Cid te da la nuca y vuelve a mirar hacia el hall del hotel. 

Elías, el Microbio, sentado con las manos al volante pese a que lleváis una hora aparcados, se carcajea en voz alta y dice: 

Al pijo ese le ’amos a reentar el gulo, y a las butas las re’entamos tamién. ¡Las re’entamos!, grita. Luego vuelve a soltar su risita asquerosa. Como si tosiera, a-jó a-jó a-jó. A ti esa risa te resulta muy molesta. Y su acento es peor, habla como un perro que hubiese ido a clases de dicción pero a una mala escuela. La mayoría de las veces cuesta descifrar sus exabruptos, y eso que venís de lugares parecidos, tú y él. 

El Microbio sorbe por la naka. Mueve los lipos, incapaz de desconectar el pensamiento de los músculos del habla. Tú, al observarlo, te dices que lo más posible es que carezca de autoconciencia, como una bestia. Elías no solo es un subhumano sino que, peor, ni siquiera sospecha serlo. ¿Cómo podría aspirar a otra cosa, el infeliz, sin tener conciencia de su situación actual? 

Piensas cosas así a menudo. Pero te las callas, porque no quieres morir.

 

Microbio es uno de los cachorros. Los ñatos como él acaban de entrar en la organización, no están fichados, vienen por canales de grada, desde lo más bajo. Vuestra cantera. Si te acercas a ellos te volverá a golpear en la nursa un olor que no puede lavarse. La Mina, Baró de Viver y Sant Adrià. No te extraña que estén dispuestos a hacer lo que sea para salir de la mierda. Matarían por tener un machino como este, en el que estáis montados. Es del Cid. Alfa Romeo Giulia, personalizado. Color cereza, como el que tenía Mussolini. Tú conduces un BMW M850i xDrive Coupé First Edition. Lo pillaste hace un año en un color que se llama Frozen Barcelona blue. Barna, de propina. Fútbol Club Barcelona, el único club de la ciudad desde 1899, y si no te gusta te piras. Cambio automático de ocho velocidades. Se pone a doscientos en nada, ni le habías pisado, una puta bestia, ciento sesenta mil euros, más que muchas casas, nen. 

Memorizaste esa mierda como un mantra, en el mismo concesionario, y desde entonces lo repites cada vez que alguien monta en él. Si quieres que piensen que eres como ellos tienes que rosmar como ellos. 

Ya salen, dice Diego. Diego Sáez. Sentado a tu izquierda. Estabais todos mirando por las ventanillas, mirando en tiempo real cómo salían el gallego y las jinchas, pero ha considerado que convenía echaros un cable. Analizas su nursa. Lleva poco en Lokos. Se enfrentó él solo a varios Bukaneros, no hace mucho. Aquel día los capitanes no estabais, tenéis un dialo del que ocuparos, hay familias que dependen de vosotros, como dice el Cid. Perdisteis, dentro del campo y fuera de él, pero el chaval reventó a tres. Nada mal para un primerizo, te dijo el kapo. El mensaje quedó allí, diáfano, en los tres cuerpos amontonados sobre el asfalto de Vallecas, y también en la esvástica que pintó en la tapia de al lado, junto al nombre en mayúsculas, LOKOS FCB. 

El gallego empieza a descender los escalones exteriores del hotel, las morenas siguen pegadas a él, qué locuacidad arrastran, se conoce que les ha puesto un par de gordas. Suma y sigue, desgraciado. Esperas, de todo corazón, que haya usado mucha.

Empieza el cancán, dices. Nadie ríe, en el interior del machino. 

El gallego continúa andando con las puntas de los pies, y a cada paso que pisa tienes más ganas de combarle la nursa. 

Diego Sáez echa mano a la palanca de la puerta. El Cid solo tiene que susurrar cht para que el gilipollas se quede congelado. Como su jodido perro. Está tan ansioso por hacer puntos que sería capaz de decapitar a su hijo a dentelladas. 

Hijo. Ni siquiera sabéis si tiene. No sabéis mucho sobre él, la verdad. Eso te altera. Es una aberración de tu código de autopreservación. ¿Cómo puede ser que este tío esté en el machino con nosotros y no sepamos Cada. Detalle. De. Su. Puta. Vida?, le dijiste al kapo, hace unos días. No sé, imagina que es un puto gosso, o un chota, yo qué sé, Cid.

Tu examigo, aquel día, te contestó con una de sus machadas. Si fuese un gosso ya le habría olido y si fuese un perico ya lo habría jodido, dijo, y tú, para tu vergüenza, te reíste, jua jua jua, superbueno, loko, putos pericos, son escoria social, le dijiste, mientras por dentro te fustigabas por pusilánime, por subalterno, y luego, ya más calmado, planeabas revisar el currículum de cada nuevo miembro, comportaros de una vez como una empresa. Porque, joder, es lo que sois. 

Pasamontañas, susurra el Cid. El Microbio se lo pone, Diego Sáez se lo pone, pero cuando llega tu turno pinzas el pasamontañas con dos dedos y le dices al Cid ¿tengo que ponerme esta mierda en la clepsa, Alberto? El payaso ese no va a denunciarnos, y esto no sé quién pollas lo ha llevado antes, loko. 

Te lo acercas a la naka. Lo apartas, exageras una mueca de tragabolas. 

Además, huele a ano, le dices. Y ni siquiera es el mío.

Esto, ahora sí, despierta un coro de carcajadas. Excepto del Cid. Póntela y chápala, Amador, no me toques los huevos ahora, te dice. Y los demás, menos risitas u os reviento la nursa. 

Tú cierras la muza y te colocas el pasamontañas. Qué coño vas a hacer, para algo es el kapo. Cid se coloca el suyo. Salís los cuatro, a la vez, del machino. Los golpes de las puertas cerrándose. Pam-pam-pam-pam. Dulce música. Nunca te aburre esta parte. Ni treinta años después. 

 

Revancha

 

Descubre más de Revancha de Kiko Amat aquí.


COMPARTE EN:

Suscríbete

¿Te gustaría recibir nuestro boletín de novedades y estar al día con los eventos que realizamos? Suscríbete a nuestra Newsletter.