01/10/2024
Empieza a leer 'Ropa tendida' de Óscar García Sierra

  

Para Perla

 

 

Primera parte
Xairu

1

Ya está amaneciendo por la ventana del fondo del pasillo, la misma ventana en la que construían su nido todos los años los murciélagos. Isidorín aún siente algo de miedo cada mañana cuando se arrastra resoplando desde la habitación hasta el baño, dejando atrás esa ventana, un miedo que no es capaz de precisar si es por culpa de esos murciélagos que llevan décadas sin anidar allí o por cualquier otro motivo. Como Isidorín, todos los hombres resoplan y se arrastran por las mañanas. Algunos lo hacen por tristeza, otros por cansancio y otros simplemente por costumbre, pero todos coinciden en esa forma de moverse, de pensar y de afrontar un nuevo día como si el final del pasillo fuese el final de una vida.

Todo el pueblo le llama Isidorín, a pesar de que tiene casi setenta años, de que, aunque cada vez está más gordo, nunca fue demasiado delgado y de que ni su padre ni su abuelo ni, que él sepa, ningún hombre en su familia se ha llamado nunca Isidoro. Prejubilado de la mina desde hace más de quince años, aficionado al ciclismo de toda la vida y estudiante de ruso desde hace unos meses, se arrastra con parsimonia hasta la puerta del baño, mientras empieza a amanecer al fondo del pasillo, a través de la ventana en la que anidaban los murciélagos.

Cuando cerraron la mina Isidorín empezó a tener unos sueños en los que nunca se hacía de noche. Él lo achacaba a que igual estaba un poco deprimido, pero cuando lo hablaba con su familia ellos le decían que cómo iba a estar deprimido, que una persona deprimida soñaría que nunca se hacía de día. Sin embargo, él estaba convencido de que aquellas noches que pasaba soñando que nunca se hacía de noche tenían algo que ver con que la mina hubiese cerrado, con que los días y los pasillos se hiciesen eternos, con la idea de que ya era demasiado tarde, o aún demasiado pronto, para estar bajo tierra.

En general a Isidorín no le gusta demasiado hablar de sus problemas con las mujeres de su familia. Sin embargo, quedarse callado tampoco le acaba resultando una buena opción, porque, aunque a él no le pase nada, a la mínima que su mujer y su hija le ven en silencio empiezan a avasallarlo con preguntas, lo que hace que él se agobie y se cierre más en sí mismo. Es como si fuese una caja fuerte que cada vez que alguien intenta desbloquear probando siempre la misma clave, la maldita pregunta, se vuelve más inaccesible, lo que hace, claro, que aumenten las preguntas sobre qué le pasa, casi siempre acompañadas de un «ves como te pasaba algo», algo que a Isidorín le desespera especialmente y que acaba haciendo que huya a cualquier otra parte de la casa o, si no queda otra, al bar.

Desde que se prejubiló se siente vulnerable, como si hubiese perdido su importancia en la familia. A eso se une que, a diferencia de antes, ahora tiene tiempo para pensar. Echa de menos llegar a casa agotado y tener una excusa para no tener que hablar con nadie. Los días encerrado en casa se le hacen eternos. Solamente el ciclismo y el idioma ruso consiguen distraerlo. En bici apenas sabe montar y su cuerpo tampoco hubiese aguantado mucho después de años sin mover otra cosa que los brazos para trabajar y para protestarle a su mujer, y con las transaminasas disparadas por culpa del alcohol y del embutido. De joven, al volver de la mina, se pasaba las tardes viendo las carreras de bicis por la tele y ahora, prejubilado y con mucho tiempo libre, ha montado un club ciclista en el pueblo.

Respecto al idioma ruso, no hay una causa clara que justifique el interés de Isidorín por él. A diferencia de su hija, a él nunca le habían interesado los idiomas. No había estado en Rusia, ni había mostrado jamás ganas de ir. Tampoco conocía demasiado de la cultura rusa, más allá de los nombres de ciclistas que habían ganado etapas de alguna gran vuelta. Aún en los días de la URSS, Yevgueni Berzin le había ganado el Giro de Italia a Pantani y a Induráin; a Pável Tonkov, Isidorín lo recordaba ganando el Giro unos años después que Berzin, además de alguna victoria de etapa en la Vuelta a España; y Denis Menchov había ganado en la Vuelta, aunque Isidorín ya no estaba seguro de si se la habían quitado o no por doparse. En la actualidad, las raras veces que encuentra ciclismo en la tele, a Isidorín le ha parecido oír un apellido ruso que suena como «sobaco», pero ni su interés por el ciclismo es ya tan fuerte como antes, cuando se aprendió todos y cada uno de los apellidos del pelotón, ni su ruso es lo suficientemente bueno como para transcribir los apellidos. En cualquier caso, el ciclismo no parece motivo suficiente para dedicar horas y horas a escuchar las cintas de Planeta DeAgostini para aprender ruso que Isidorín se compró por internet.

–Pero, papá, tienes que estudiar la gramática –le dijo una vez Tania Tamara, su hija, mientras cenaban los dos solos. Milagros, la madre, estaba trabajando y del hermano de Tania Tamara, Xairu, ninguno de los dos sabía nada desde hacía días.

–Que a mí eso no me gusta, hombre. No me da la cabeza. A mí déjame con mis cintas y...

–Pues al menos estudia el alfabeto...

–Estoy en ello, hija, estoy en ello. Pero sabes que no tengo tiempo ahora pa ponerme a escribir como si fuese un guaje. Yo con esto tengo suficiente. Dice Natalia que con esto es suficiente. En medio año veré resultados.

–Pues anda que con el tiempo que pasas en el ordenador bien podías dedicar un poco de tiempo a eso. Ahora hay vídeos en YouTube que puedes... Oye, ¿y quién es Natalia?

–Una de las que habla en la cinta –dijo Isidorín sin separar la mirada del trozo de chorizo al que intentaba quitarle, sin éxito, la piel.

–Te la tienes que saber ya de memoria...

–Pues casi.

 

* * *

 

Ropa tendida

 

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